Arthur soltó un tremendo aullido primitivo. Cayó al suelo.
– Estaba muerta cuando llegué allí, Arthur, lo juro.
Myron sintió que su corazón se hundía en el fango. Intentó hablar, pero no le salieron las palabras. Miró a Sam. Sam asintió. Myron le miró a los ojos.
– ¿Su cuerpo? -consiguió decir.
– Me deshice del cadáver -respondió Sam-. Era lo más conveniente.
Muerta. Anita Slaughter estaba muerta. Myron intentó aceptarlo. En todos estos años Brenda se había sentido indigna sin ningún motivo.
– ¿Dónde está Brenda? -preguntó Myron.
La adrenalina comenzaba a esfumarse, pero Chance consiguió sacudir la cabeza.
– No lo sé.
Myron miró a Sam. Sam se encogió de hombros.
Arthur se sentó. Se abrazó las rodillas y agachó la cabeza. Comenzó a llorar.
– Mi pierna -dijo Chance-. Necesito un médico.
Arthur no se movió.
– También tenemos que matarlo -añadió Chance casi sin mover los labios-. Sabe demasiado, Arthur. Sé que te destroza el dolor, pero no podemos permitir que lo arruine todo.
Sam asintió.
– Tiene razón, señor Bradford.
– Arthur -dijo Myron.
Arthur alzó la mirada.
– Yo soy la mejor esperanza de su hija.
– No lo creo -negó Sam. Apuntó con el arma-. Chance tiene razón, señor Bradford. Es demasiado peligroso. Acabamos de admitir haber encubierto un asesinato. Tiene que morir.
De pronto sonó la radio de Sam. Después una voz se escuchó en el pequeño altavoz:
– Yo de usted no lo haría.
Win.
Sam miró la radio con el entrecejo fruncido. Movió un botón, cambió de frecuencia. El indicador digital rojo cambió de números. Después apretó el botón de hablar.
– Alguien ha anulado a Forster -comunicó Sam-. Ocupaos de él.
La respuesta fue la mejor interpretación de Scottie de Star Treck que podía hacer Win:
– Pero no la puedo retener, capitán. ¡Se está separando!
Sam no perdió la compostura.
– ¿Cuántas radios tienes, compañero?
– Las cuatro, cada una con la etiqueta correspondiente.
Sam soltó un silbido de admiración.
– Bien -dijo-. Así que estamos en un punto muerto. Tendremos que hablar.
– No.
Esta vez no fue Win quien hablaba. Fue Arthur Bradford. Disparó dos veces. Las dos balas alcanzaron a Sam en el pecho. Sam cayó al suelo, hizo un gesto, y después se quedó quieto.
Arthur se dirigió a Myron.
– Encuentre a mi hija -dijo-. Por favor.
Win y Myron corrieron de vuelta al Jaguar. Win conducía. Myron no preguntó por el destino de los dueños de aquellas cuatro radios. Tampoco le importaba.
– Revisé toda la finca -dijo Win-. No está aquí.
Myron pensó. Recordó haberle dicho al detective Wickner en el campo de la liga infantil que no dejaría de escarbar. Recordó la respuesta de Wickner: «Entonces morirán más personas».
– Tenías razón -manifestó Myron.
Win continuó conduciendo.
– No mantuve mi atención en el premio. Presioné demasiado.
Win no dijo nada.
Myron oyó el sonido de una llamada, y buscó su móvil. Al hacerlo, recordó que Sam se lo había cogido al entrar en la finca. La llamada sonaba en el teléfono del coche. Win atendió. Dijo: «Hola». Escuchó durante un minuto entero sin asentir, hablar o hacer sonido alguno. Después dijo: «Gracias», y colgó. Redujo la velocidad del coche y se desvió a un costado de la carretera. El coche se detuvo sin una sacudida. Puso punto muerto y apagó el motor.
Win se volvió hacia Myron, su mirada pesada como los siglos.
Por un momento fugaz, Myron se sintió intrigado. Pero sólo por un momento. Después su cabeza cayó a un lado, y soltó un pequeño gemido. Win asintió. Algo dentro del pecho de Myron se secó y salió volando.
Peter Frankel, un niño de seis años de Cedar Grove, Nueva Jersey, llevaba desaparecido ocho horas. Frenéticos, Paul y Missy Frankel, los padres del chico llamaron a la policía. El patio de los Frankel daba a una zona arbolada del pantano. La policía y los vecinos formaron grupos de búsqueda. Trajeron sabuesos. Los vecinos incluso trajeron sus propios perros. Todos querían ayudar.
No tardaron mucho en encontrar a Peter. Al parecer el chico se había metido en el cobertizo de herramientas de un vecino y se había quedado dormido. Cuando despertó, empujó la puerta, pero estaba trabada. Peter estaba asustado, por supuesto, pero sano y salvo. Todos respiraron aliviados. Sonó la sirena de incendios de la ciudad para avisar a los buscadores de que podían volver.
Un perro no hizo caso de la sirena. Un pastor alemán llamado Wally se adentró en el bosque y comenzó a ladrar hasta que el oficial Craig Reed, nuevo en el cuerpo canino, fue a ver qué inquietaba a Wally.
Cuando Reed llegó, encontró a Wally ladrando junto a un cadáver. Llamaron al médico forense, su conclusión: la víctima, una mujer de veintitantos años, llevaba muerta menos de veinticuatro horas. Causa de la muerte: dos heridas de bala a quemarropa en la nuca.
Una hora más tarde Cheryl Sutton, segunda capitana de los Dolphins de Nueva York, identificó positivamente el cadáver como el de su amiga y compañera de equipo Brenda Slaughter.
El coche seguía aparcado en el mismo lugar.
– Quiero ir a dar una vuelta -dijo Myron-. Solo.
Win se enjugó los ojos con dos dedos. Luego salió del coche sin decir palabra. Myron se sentó al volante. Su pie apretó el acelerador. Pasó por delante de árboles, coches, carteles, tiendas, casas e incluso personas que estaban dando un paseo vespertino. La música sonaba en los altavoces del coche. Myron no se molestó en apagar la radio.
Continuó conduciendo. Las imágenes de Brenda intentaban infiltrarse, pero Myron las eludía y esquivaba.
Todavía no.
Cuando llegó al apartamento de Esperanza era la una de la madrugada. Estaba sola en la escalera de entrada, como si lo estuviese esperando. Él aparcó y permaneció en el coche. Esperanza se acercó. Él vio que había estado llorando.
– Pasa -dijo ella.
Myron negó con la cabeza.
– Win habló de saltos de fe -comenzó.
Esperanza permaneció inmóvil.
– En realidad no entendí a qué se refería. No dejaba de hablar de sus propias experiencias con las familias. El matrimonio lleva al desastre, dijo. Era así de sencillo. Ha visto casarse a mucha gente, y en casi todos los casos acaban haciéndose daño el uno al otro. Haría falta un gran salto de fe para que Win creyese otra cosa.
Esperanza lo miró, y siguió llorando.
– Tú la querías -afirmó.
Él cerró los ojos con fuerza, esperó, los abrió.
– No estoy hablando de eso. Estoy hablando de nosotros. Todo lo que sé, de mis pasadas experiencias, me dice que nuestra sociedad está condenada. Pero después te miro. Tú eres la mejor persona que conozco, Esperanza. Tú eres mi mejor amiga. Te quiero.
– Yo también te quiero -dijo ella.
– Vale la pena dar el salto por ti. Quiero que te quedes.
Ella asintió.
– Bien, porque de todas maneras no puedo marcharme. -Se acercó un poco más al coche-. Myron, por favor, pasa. Hablemos. ¿Vale?
Él menó la cabeza.
– Sé lo que ella significaba para ti.
De nuevo cerró los ojos con fuerza.
– Estaré en casa de Win dentro de unas pocas horas -dijo.
– De acuerdo. Te esperaré allí.
Él se marchó antes de que Esperanza pudiese decir nada más.
Para cuando Myron llegó a su tercer destino, eran casi las cuatro de la madrugada. Había una luz encendida. En realidad no era una sorpresa. Tocó el timbre. Mabel Edwards abrió. Llevaba una bata de toalla encima del pijama de franela. Comenzó a llorar y le tendió los brazos para abrazarlo.
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