Harlan Coben - Muerte en el hoyo 18

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Muerte en el hoyo 18: краткое содержание, описание и аннотация

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El golf, precisamente, no es el deporte preferido de Myron Bolitar. Pero ahí está: presenciando entre bostezos el Abierto de Estados Unido. Es el mejor escaparate para un agente deportivo en busca de clientes. Y parece que va a tener suerte: Linda Coldren, número uno en la lista de ganancias en el circuito americano promete contratarle. Antes, sin embargo, tendrá que encontrar a su hijo, que ha desaparecido misteriosamente justo cuando el marido de Linda, Jack, parece que va a tener de nuevo la posibilidad de ganar el torneo. Win, para sorpresa de Bolitar, sin embargo, le va a pedir que no acepte el caso. Myron, por una vez, decide ignorarle y se lanza a la búsqueda de Chad. Muy pronto comprenderá que nunca debió de hacerlo. Descubrirá que un mundo de falsas apariencias, estafas, dolor y muerte, pero, sobre todo, obligará a Win a revivir su pasado, traumas de la infancia que no se olvidan jamás.

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– Quiere información sobre el chico de la foto, ¿verdad? -preguntó.

– Veo que lo vas captando.

– Y si le digo si estuvo aquí, ¿se marchará?

– Por más que me duela abandonar este pintoresco lugar, saldré como una flecha.

– Eso, señor, se llama chantaje.

Myron lo miró.

– Te diría que chantaje es una palabra fea, pero resultaría demasiado trillado. De modo que en lugar de eso, sólo diré que sí.

– Pero… ¡eso va contra la ley! -exclamó Lipwitz, desesperado.

– ¿A diferencia de, pongamos por caso, la prostitución, el tráfico de drogas y las demás actividades sórdidas que se llevan a cabo en este hotelucho de mala muerte?

Stuart Lipwitz abrió los ojos como platos.

– ¿Hotelucho? Esto es el Court Manor Inn, señor. Somos un respetable…

– Basta ya, Stu. Tengo fotos que hacer.

Llegó otro coche, un Volvo gris al volante del cual iba un hombre de unos cincuenta años impecablemente trajeado. La jovencita que ocupaba el asiento del pasajero debía de comprarse la ropa en alguna de las tiendas que habían mencionado las chicas del centro comercial.

Myron sonrió y se inclinó hacia la ventanilla.

– Hola, caballero, ¿de vacaciones con su hija?

El hombre exhibió la misma expresión pasmada que pondría un ciervo al ser sorprendido por la luz de los faros de un coche. La joven prostituta soltó una carcajada.

– ¿Has oído, Mel?, ¡cree que soy tu hija!

Myron levantó la cámara. Stuart Lipwitz intentó interponerse, pero Myron lo apartó con la mano libre.

– Es el Día del Souvenir en el Court Manor -dijo Myron-. Puedo estampar la foto en un tazón, si usted quiere. ¿O prefiere un plato decorativo?

El cincuentón trajeado puso la marcha atrás. Y se esfumó en cuestión de segundos.

Stuart Lipwitz estaba rojo de rabia. Myron lo miró.

– Ahora, Stu…

– Tengo amigos poderosos.

– Venga ya, tío.

– De acuerdo. -Stuart se volvió y se alejó hecho una furia por el camino de entrada. El tipo era más duro de pelar de lo que parecía, y lo cierto era que Myron no quería pasarse todo el día haciendo fotos. Sin embargo, necesitaba una pista, y, además, estaba divirtiéndose.

Myron esperó a que llegaran más clientes. Se preguntó qué estaría tramando Stu. Alguna acción desesperada, sin duda. Diez minutos después apareció un Audi amarillo canario del que se apeó un hombre negro muy corpulento. Debía de ser unos tres centímetros más bajo que Myron, pero tenía el pecho ancho como un frontón y sus piernas semejaban troncos de secuoya. Se movía con una elasticidad felina; nada que ver con los movimientos lentos y torpes que uno suele asociar con los sujetos excesivamente musculosos.

A Myron no le gustó aquello.

El hombre llevaba gafas de sol, una camisa hawaiana roja y pantalones vaqueros cortos. El rasgo que más lo caracterizaba era el pelo: peinado con raya a un lado y con abundante brillantina, al estilo Nat King Cole.

Myron le señaló la cabeza.

– ¿Resulta muy difícil?-preguntó.

– ¿El qué? -dijo el hombre-. ¿Se refiere al pelo?

Myron asintió con la cabeza.

– Mantenerlo liso de esa forma, quiero decir.

– No, no mucho. Una vez a la semana voy a ver a un tío que se llama Ray. Tiene una vieja barbería, de esas con el anuncio giratorio en la puerta y todo lo demás. -La sonrisa del hombre era casi melancólica-. Ray se ocupa de cuidar mi pelo. También me da un afeitado. Con toallas calientes y todo eso. -Se acarició la cara para subrayar sus palabras.

– Parece suave -dijo Myron.

– Gracias, es muy amable de su parte. Cuidar mi aspecto me relaja, ¿sabe? Creo que es importante para aliviar el estrés.

Myron asintió con la cabeza.

– Entiendo…

– Si quiere le paso el número de Ray. Podría pasarse un día por allí y comprobarlo por usted mismo.

– Tal vez lo haga -dijo Myron-. ¿Por qué no?

El hombre se aproximó.

– Al parecer nos hallamos ante una situación delicada, señor Bolitar.

– ¿Cómo te has enterado de mi nombre?

El grandullón se encogió de hombros. Myron tuvo la impresión de que lo estaba midiendo con la mirada a través de las gafas de sol. Myron también lo estaba haciendo. Ambos intentaban ser cuidadosos.

– Le agradecería mucho que se marchara -dijo el hombre con suma educación.

– Me temo que no puedo hacerlo -le repuso Myron-. Aunque me lo pidas con tanta amabilidad.

El hombre asintió con la cabeza y se mantuvo a una distancia prudencial.

– Veamos si somos capaces de solucionar esto, ¿de acuerdo? -dijo.

– De acuerdo -contestó Myron.

– Tengo un trabajo que hacer, señor Bolitar. Eso puede comprenderlo, ¿verdad?

– Desde luego que puedo -respondió Myron.

– Y lo hace.

– Así es.

El hombre se quitó las gafas de sol y las metió en el bolsillo de la camisa.

– Mire, tanto usted como yo sabemos que no somos adversarios fáciles. Si llegamos a las manos, no sé cuál de los dos ganará.

– Ganaré yo -fanfarroneó Myron-. El bien siempre triunfa sobre el mal.

El hombre sonrió.

– En este vecindario, no.

– Buena observación -admitió Myron.

– Tampoco estoy muy seguro de que valga la pena intentar averiguarlo. Creo que tanto usted como yo ya no tenemos necesidad de demostrar que somos unos tipos duros.

Myron asintió con la cabeza.

– Ya estamos creciditos para eso.

– Exacto.

– Así pues -prosiguió Myron-, parece que hemos llegado a un punto muerto.

– Eso parece -convino el hombre-. Sin embargo, yo podría sacar un arma y dispararle.

Myron negó con la cabeza.

– No lo harías por semejante tontería. Piensa en las consecuencias.

– Sí. Suponía que no iba a picar, pero tenía que intentarlo. Nunca se sabe.

– Eres todo un profesional -dijo Myron-. Habría sido una negligencia no hacer la prueba. Es más, creo que incluso me hubiera sentido defraudado.

– Me alegra que lo entienda.

– Por cierto -señaló Myron-, ¿no eres demasiado bueno como para trabajar en este antro?

– No diré que no esté de acuerdo.

El hombre se acercó más a Myron, quien notó que se le tensaban los músculos; un agradable escalofrío de anticipación lo fortaleció.

– Tiene pinta de saber mantener la boca cerrada -agregó el hombre.

Myron guardó silencio, dándole así a entender que tenía razón.

– El chaval de la foto estuvo aquí -confirmó el hombre.

– ¿Cuándo?

– Es todo cuanto puedo informarle. Estoy siendo muy generoso, señor Bolitar. Quería saber si el chaval había estado aquí, y la respuesta es que sí.

– Muy amable-dijo Myron.

– Sólo trato de simplificar las cosas. Mire, ambos sabemos que Lipwitz es un estúpido. Se comporta como si esta pocilga fuese el Waldorf Astoria, pero a las personas que vienen aquí no les gusta nada esto. Lo que quieren es ser invisibles. Ni siquiera quieren verse a sí mismos, ¿entiende a qué me refiero?

Myron asintió con la cabeza.

– De modo que le hago un regalito. El chaval de la foto estuvo aquí.

– ¿Y sigue aquí?

– No me provoque, señor Bolitar.

– Sólo dime eso.

– No pasó aquí más que una noche. -El hombre abrió los brazos-. Y ahora dígame una cosa, señor Bolitar: ¿me estoy portando bien con usted?

– Muy bien.

El hombre asintió con la cabeza.

– Pues ahora es su turno.

– Supongo que no querrás decirme para quién trabajas.

El hombre hizo una mueca.

– Encantado de conocerlo, señor Bolitar.

– Lo mismo digo.

Se dieron la mano. Myron subió al coche y se marchó.

Ya casi había llegado al Merion cuando sonó el móvil. Lo descolgó y contestó.

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