Harlan Coben - Ni una palabra

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Qué haría un padre por proteger a su hijo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Le espiaría?¿Llegaría a mantenerle localizado permanente por el GPS de su móvil? Es lo que hacen Tia y Mike Baye, aunque vigilarle así no impedirá que Adam, su hijo de 16 años, desaparezca tras el suicidio de su mejor amigo. Ambos se lanzarán a una agónica búsqueda, mientras van conociendo con espanto que, en el fondo, no saben nada de la vida de su hijo.

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Tia estaba confundida con el cambio de tema.

– Eso parece.

– La azotea -repitió Betsy-. Es grande. Hay botellas rotas por todas partes.

Miró a Tia. Sin saber exactamente qué decir, se decidió por:

– Entendido.

– Los que quemaron estas velas -siguió Betsy- eligieron el punto exacto en el que encontraron a Spencer. No salió en el periódico. ¿Cómo lo sabían, entonces? Si Spencer estaba solo aquella noche, ¿cómo sabían dónde había muerto exactamente para encender las velas?

Mike llamó a la puerta.

Se quedó en el escalón y esperó. Mo se quedó en el coche. Estaban a menos de dos kilómetros de donde habían agredido a Mike la noche anterior. Deseaba volver al callejón, ver si podía recordar algo o deducir algo, lo que fuera. No tenía la más mínima pista. Se movía, indagaba y esperaba que algo le condujera más cerca de su hijo.

Sabía que esta parada probablemente era su mejor baza.

Llamó a Tia y le dijo que no había sacado nada de Huff. Tia le había contado su visita con Betsy Hill a la escuela. Betsy seguía en la casa.

– Adam ha estado más retraído desde el suicidio -dijo Tia.

– Lo sé.

– Puede que aquella noche sucediera algo más.

– ¿Como qué?

Silencio.

– Betsy y yo tenemos que hablar -dijo Tia.

– Sé prudente, ¿de acuerdo?

– ¿Qué quieres decir?

Mike no contestó, pero ambos lo sabían. La verdad era que, por horrible que pareciera, sus intereses y los de los Hill no eran del todo armónicos. Ninguno de los dos quería decirlo. Pero ambos lo sabían.

– Primero encontrémoslo -dijo Tia.

– Es lo que intento. Tú inténtalo a tu manera, y yo a la mía.

– Te quiero, Mike.

– Yo también te quiero.

Mike volvió a llamar. No hubo ninguna respuesta. Iba a llamar por tercera vez cuando se abrió la puerta. Anthony el gorila apareció en el umbral. Dobló sus brazos enormes y dijo:

– Está hecho un mapa.

– Gracias, muy amable.

– ¿Cómo me ha encontrado?

– Entré en la red y busqué fotografías recientes del equipo de fútbol de Dartmouth. Se licenció el año pasado. Su dirección está en la página de alumnos.

– Qué listo -dijo Anthony con una sonrisita-. Los de Dartmouth somos muy listos.

– Me agredieron en el callejón.

– Sí, ya lo sé. ¿Quién cree que llamó a la policía?

– ¿Usted?

Él se encogió de hombros.

– Vamos. Demos una vuelta.

Anthony salió y cerró la puerta. Iba vestido con ropa de deporte. Unos pantalones cortos y una de esas camisetas sin mangas ajustadas que se habían puesto de moda no sólo con tipos como Anthony, que podían permitírselas, sino con los de la edad de Mike que sencillamente no podían.

– Esto es sólo un trabajito de verano -dijo Anthony-. Lo del club. Pero me gusta. En otoño pienso ir a la facultad de derecho de Columbia.

– Mi esposa es abogada.

– Sí, lo sé. Y usted es médico.

– ¿Cómo lo sabe?

Sonrió.

– Usted no es el único que puede utilizar sus relaciones universitarias.

– ¿Me buscó en la red?

– No. Llamé al actual entrenador de hockey, un tipo llamado Ken Karl, que también había trabajado de entrenador defensivo en el equipo de fútbol. Le describí, le dije que afirmaba haber sido elegido mejor jugador aficionado nacional. Dijo «Mike Baye» enseguida. Dice que era uno de los mejores jugadores de hockey que han pasado por la escuela. Todavía goza de cierta reputación.

– ¿Significa esto que tenemos algo en común, Anthony?

El hombretón no contestó.

Bajaron los escalones. Anthony dobló a la derecha. Un hombre que venía en dirección contraria gritó: «¡Eh, Ant!», y los dos hombres realizaron un complicado apretón de manos antes de continuar.

– Cuénteme qué sucedió anoche -suplicó Mike.

– Tres o cuatro hombres le dieron una paliza brutal. Oí el jaleo. Cuando llegué, estaban huyendo. Uno de ellos tenía una navaja. Creía que se lo habían cargado.

– ¿Les asustó usted?

Anthony se encogió de hombros.

– Gracias.

Otro encogimiento de hombros.

– ¿Llegó a verlos?

– Las caras no. Pero eran blancos. Con muchos tatuajes. Vestidos de negro. Mugrientos, flacos y sin duda colocados a lo bestia. Muy rabiosos. Uno se agarraba la nariz y maldecía. -Anthony sonrió-. Creo que se la partió.

– ¿Y fue usted quien llamó a la policía?

– Sí. No entiendo cómo no está en la cama. Creía que estaría fuera de circulación al menos una semana.

Siguieron caminando.

– Anoche, el chico de la chaqueta universitaria -dijo Mike-. ¿Le había visto antes?

Anthony no dijo nada.

– También reconoció a mi hijo.

Anthony paró. Sacó unas gafas que llevaba colgadas de la camiseta y se las puso. Le tapaban los ojos. Mike esperó.

– Nuestra gran conexión no llega tan lejos, Mike.

– Ha dicho que le sorprendía que no estuviera en cama.

– Y me sorprende.

– ¿Quiere saber por qué?

Él se encogió de hombros.

– Mi hijo sigue desaparecido. Se llama Adam. Tiene dieciséis años, y creo que corre un gran peligro.

Anthony siguió caminando.

– Siento oírle decir eso.

– Necesito información.

– ¿Le parece que soy las Páginas Amarillas? Yo vivo aquí. No hablo de las cosas que veo.

– No me venga con esa estupidez del código de la calle.

– Pues usted no me venga a mí con esa estupidez de que los «alumnos de Dartmouth se apoyan».

Mike puso una mano en el gran brazo del hombre.

– Necesito su ayuda.

Anthony se apartó y siguió caminando, ahora más rápido. Mike corrió detrás de él.

– No me marcharé, Anthony.

– No creía que fuera a marcharse -dijo él. Se detuvo-. ¿Le gustaba aquello?

– ¿Qué?

– Dartmouth.

– Sí -dijo Mike-. Me gustaba mucho.

– A mí también. Era como otro mundo. Usted ya me entiende.

– Sí.

– En este barrio nadie conocía aquella escuela.

– ¿Cómo acabó allí?

Él sonrió y se ajustó las gafas.

– ¿Quiere decir un negrata de la calle como yo en la pura y blanca Dartmouth?

– Sí -dijo Mike-. Eso es exactamente lo que quiero decir.

– Era un buen jugador de fútbol, quizá muy bueno. Me reclutó la División 1A. Podría haber sido de los diez mejores.

– ¿Pero?

– Pero yo conocía mis limitaciones. No era bastante bueno para ser profesional. ¿Qué sentido tenía entonces? Sin educación y un diploma de risa. Así que me fui a Dartmouth. Carrera gratis y un título en artes liberales. Pase lo que pase, siempre tendré un título de la Ivy League.

– Y ahora irá a la Universidad de Columbia.

– Así es.

– ¿Y después? ¿Cuando se haya graduado?

– Me quedaré en el barrio. No he hecho esto para salir de aquí. Me gusta esto. Quiero mejorarlo.

– Está bien ser un tío legal.

– Sí, y está mal ser un chivato.

– No puede pasar de esto, Anthony.

– Sí, ya.

– En otras circunstancias, me encantaría seguir charlando de nuestra alma máter -dijo Mike.

– Pero tiene que salvar a su hijo.

– Así es.

– He visto a su hijo otras veces, creo. Bueno, a mí todos me parecen iguales, con esa ropa negra y las caras malhumoradas, como si el mundo les debiera algo y eso les cabreara. Me cuesta simpatizar con ellos. Aquí la gente se coloca para escapar. ¿De qué tienen que escapar esos mocosos?: ¿de una gran casa y unos padres que los adoran?

– No es tan sencillo -dijo Mike.

– Ya me lo imagino.

– Yo también salí de la nada. A veces creo que es más fácil. La ambición es natural cuando no tienes nada. Sabes lo que quieres.

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