Harlan Coben - Ni una palabra

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Qué haría un padre por proteger a su hijo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Le espiaría?¿Llegaría a mantenerle localizado permanente por el GPS de su móvil? Es lo que hacen Tia y Mike Baye, aunque vigilarle así no impedirá que Adam, su hijo de 16 años, desaparezca tras el suicidio de su mejor amigo. Ambos se lanzarán a una agónica búsqueda, mientras van conociendo con espanto que, en el fondo, no saben nada de la vida de su hijo.

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Así que cambiaría la manera de actuar: no permitiría que encontraran el cadáver.

Ésta era la clave. Nash había abandonado el cadáver de Marianne donde pudieran encontrarlo, pero el de Reba sencillamente no aparecería. Nash había dejado el coche de la mujer en el aparcamiento del hotel. La policía creería que había ido para tener una aventura ilícita. Se centrarían en esto, lo investigarían y estudiarían su entorno para encontrar a un amante. A lo mejor Nash tenía un golpe de suerte. A lo mejor Reba sí tenía uno. Sin duda la policía se echaría encima de él. De todos modos, si no se hallaba el cadáver, no tendrían nada y probablemente darían por bueno que se había fugado. No hallarían la relación entre Reba y Marianne.

Así que la guardaría aquí. Al menos por el momento.

Pietra tenía otra vez una expresión vacua en los ojos. Hacía años había sido una joven y preciosa actriz en el país que antes se denominaba Yugoslavia. Hubo una limpieza étnica. Mataron a su marido y a su hijo ante sus ojos de la forma más horrible que pueda imaginarse. Pietra no fue tan afortunada: sobrevivió. Nash trabajaba de mercenario para los militares en aquella época. La rescató. O rescató lo que quedaba de ella. Desde entonces Pietra sólo volvía a la vida cuando tenía que actuar, como en el bar, cuando se llevó a Marianne. El resto del tiempo estaba vacía. Aquellos soldados serbios se lo habían llevado todo.

– Se lo prometí a Cassandra -dijo él-. Me comprendes, ¿no?

Pietra apartó la cabeza. Él le miró el perfil.

– Te sientes mal por ésta, ¿verdad?

Pietra no dijo nada. Metieron el cadáver de Reba en una mezcla de astillas de madera y estiércol. Serviría durante un tiempo. Nash no quería arriesgarse a robar otra matrícula. Sacó la cinta eléctrica negra y cambió la F por una E. Esto debería bastar. En un rincón del almacén tenía un montón de «disfraces» para la furgoneta. Un rótulo magnético anunciando Pinturas Tremesis. Otro que decía Cambridge Institute. Esta vez decidió poner una pegatina que había comprado en una reunión religiosa llamada El amor de Dios, en octubre pasado. La pegatina decía:

DIOS NO CREE EN ATEOS

Nash sonrió. Qué sentimiento tan bueno y devoto. Pero la clave era que te fijabas en ella. La pegó con cinta de dos caras para poder arrancarla fácilmente si lo deseaba. La gente leería la pegatina y se ofendería o se divertiría. De un modo u otro, se fijarían. Y cuando te fijas en esta clase de cosas, no te fijas en el número de la matrícula.

Subieron al coche.

Hasta que conoció a Pietra, Nash nunca se había tragado que los ojos fueran el espejo del alma. Pero en este caso saltaba a la vista. Tenía unos ojos preciosos, azules con chispas amarillas, y aun así podías ver que no había nada dentro de ellos, que algo había apagado la vela y que nunca volvería a encenderse.

– Debe hacerse, Pietra. Tú lo sabes.

Por fin ella habló.

– Tú disfrutas.

No era un tono sentencioso. Hacía demasiado que conocía a Nash para que éste le mintiera.

– ¿Y qué?

Ella miró a otro lado.

– ¿Qué sucede, Pietra?

– Sabes lo que le pasó a mi familia -dijo.

Nash no dijo nada.

– Vi cómo mi hijo y mi marido sufrían de una forma horrible. Y ellos me vieron sufrir a mí. Ésa fue su última visión antes de morir: yo sufriendo con ellos.

– Lo sé -dijo Nash-. Y dices que yo disfruto con esto. Pero normalmente tú también, ¿no?

Ella respondió sin vacilar.

– Sí.

La gente suele pensar que la víctima de actos de horrible violencia sentirá una repulsión natural ante futuros derramamientos de sangre, cuando es todo lo contrario. La verdad es que el mundo no funciona así. La violencia engendra violencia, pero no sólo en la forma evidente de la venganza. Al crecer, el niño que ha sufrido abusos puede que abuse de niños. El hijo traumatizado por el padre por maltratar a su madre es más que probable que un día pegue a su propia mujer.

¿Por qué? ¿Por qué los seres humanos no aprendemos las lecciones que deberíamos aprender? ¿De qué estamos hechos que hace que nos sintamos atraídos por lo que debería repugnarnos?

Después de que Nash la salvara, Pietra había clamado venganza. Era en lo único en lo que pensó durante su recuperación. Tres semanas después de que le dieran de alta en el hospital, Nash y Pietra localizaron a uno de los soldados que había torturado a su familia. Lo agredieron cuando estaba solo. Nash lo ató y lo amordazó. Dio a Pietra unas tijeras de podar y la dejó sola con él. El soldado tardó tres días en morir. Al final del primer día, el soldado suplicaba a Pietra que lo matara. Pero no le mató.

Disfrutó de cada momento.

Al final, las personas suelen encontrar poca recompensa en la venganza. Se sienten vacías después de hacer algo tan horrible a otro ser humano, aunque crean que se lo merece. Pietra no. La experiencia sólo le hizo desear más. Y por eso en gran parte ahora estaba con él.

– ¿Qué es diferente esta vez? -preguntó Nash.

Esperó. Ella se tomó su tiempo, pero finalmente lo dijo.

– La ignorancia -dijo Pietra en tono bajo-. No saber nunca. Infligir dolor… lo hacemos y no tengo problema. -Volvió a mirar el almacén-. Pero que un hombre tenga que pasar el resto de su vida preguntándose qué le pasó a la mujer que amaba. -Sacudió la cabeza-. Eso me parece peor.

Nash le puso una mano en el hombro.

– Ahora no se puede evitar. Lo comprendes, ¿no?

Ella asintió mirando fijamente delante.

– Pero ¿algún día?

– Sí, Pietra. Algún día. Cuando acabemos, le haremos saber la verdad.

22

Cuando Guy Novak paró el coche en la entrada de su casa, tenía las manos a las dos y diez. Apretaba el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Se quedó un rato así, con el pie en el freno, esperando sentir algo que no fuera su tremenda impotencia.

Miró su reflejo en el espejo retrovisor. Sus cabellos empezaban a clarear y había empezado a dejar que los que le quedaban le cayeran hacia la oreja. Todavía no era una forma descarada de taparse la calva, pero ¿no es esto lo que piensan todos? Esa parte va bajando tan lentamente que no te percatas de cuánto de un día para otro o de una semana para otra y, sin que te des cuenta, un día la gente empieza a burlarse de ti a tus espaldas.

Guy miró al hombre del espejo y no podía creer que fuera él. Sin embargo, los cabellos seguirían cayendo. Esto no tenía vuelta de hoja. Y eran mejor cuatro pelos que una calva reluciente.

Apartó una mano del volante, puso punto muerto y cerró el contacto. Echó otra mirada al hombre del retrovisor.

Lastimoso.

Aquello ni siquiera era un hombre. Pasar frente a una casa con el coche y reducir la velocidad, vaya, qué miedo. Échale huevos, Guy, ¿o tienes demasiado miedo de hacerle algo a ese cabronazo que ha destrozado la vida de tu hija?

¿Qué clase de padre eres? ¿Qué clase de hombre?

Un padre penoso.

Sí, claro, Guy protestó ante el director como un chiquillo chivato. El director se había mostrado muy solidario, pero no hizo nada. Lewiston seguía dando clase. Lewiston seguía volviendo a casa cada noche, donde besaba a su bonita esposa y probablemente levantaba a su hija en brazos y escuchaba sus risas. La esposa de Guy, la madre de Yasmin, se había marchado cuando la niña tenía menos de dos años. Casi todo el mundo culpaba a su ex por abandonar a su familia, pero la verdad era que Guy no era suficientemente hombre. Así que su ex había empezado a ligar y al cabo de un tiempo dejó de importarle que él lo supiera.

Ésa había sido su esposa. Él no había sido bastante fuerte para retenerla. Bueno, eso era una cosa.

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