Harlan Coben - Ni una palabra

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Qué haría un padre por proteger a su hijo? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Le espiaría?¿Llegaría a mantenerle localizado permanente por el GPS de su móvil? Es lo que hacen Tia y Mike Baye, aunque vigilarle así no impedirá que Adam, su hijo de 16 años, desaparezca tras el suicidio de su mejor amigo. Ambos se lanzarán a una agónica búsqueda, mientras van conociendo con espanto que, en el fondo, no saben nada de la vida de su hijo.

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No tenía nada.

Además, si llamaba ahora, lo más que podía esperar era que un agente pasara por su casa. Encontraría a Mo. Esto podría provocar un malentendido.

Espera esos veinte o treinta minutos.

Tia quería llamar a casa de Guy Novak y hablar con Jill, sólo para oír su voz, para tranquilizarse. Maldita sea. Tia estaba tan contenta con este viaje y con su lujosa habitación, poniéndose el gran albornoz y utilizando el servicio de habitaciones, y ahora lo único que anhelaba era su rutina doméstica. Esa habitación no tenía vida alguna, no era acogedora. La sensación de soledad la hizo estremecer. Tia se levantó y bajó el aire acondicionado.

Era todo tan frágil, ése era el problema. Está claro, pero en general lo negamos, preferimos no pensar en lo fácilmente que puede partirse nuestra vida en dos, porque cuando lo reconocemos, nos volvemos locos. Los que tienen miedo todo el tiempo, los que necesitan medicarse para funcionar, es porque entienden la realidad, lo fina que es la línea. No es que no puedan aceptar la verdad, es que no pueden negarla.

Tia era así. Lo sabía y se esforzaba mucho para dominarse. De repente envidió a su jefa, Hester Crimstein, por no tener a nadie. Quizá era lo mejor. Sin duda, en general, era más sano tener a personas a las que querer más que a ti misma. Lo sabía. Pero a cambio experimentabas ese miedo horroroso a perderlo todo. Dicen que las posesiones te poseen. No es eso. Los seres amados te poseen. Eres su rehén para siempre, si son tan importantes para ti.

El reloj no avanzaba.

Tia esperó. Encendió el televisor. Los anuncios dominaban el panorama nocturno. Anuncios de aparatos de entrenamiento, empleos y escuelas. Por lo visto las únicas personas que veían la tele a aquellas horas absurdas no tenían ninguna de esas cosas.

Por fin sonó el móvil poco antes de las cuatro de la madrugada. Tia lo cogió a toda prisa, vio el número de Mo en. la pantalla y contestó.

– Diga.

– Ni rastro de Mike -dijo Mo-. Y de Adam tampoco.

En la puerta de Loren Muse decía investigadora jefe del condado de essex. Se paraba y lo leía en silencio cada vez que abría la puerta. Su despacho estaba en la esquina derecha. Sus detectives tenían mesas en el mismo piso. El despacho de Loren tenía ventanas y ella nunca cerraba la puerta. Quería sentirse una más y al mismo tiempo por encima de ellos. Cuando necesitaba intimidad, que no sucedía a menudo, utilizaba una de las salas de interrogatorio de las que abundaban en la comisaría.

Cuando llegó a las seis y media sólo había dos detectives y los dos estaban preparados para marcharse en cuanto llegara el cambio de turno de las siete. Loren miró el tablón para asegurarse de que no había homicidios nuevos. No había ninguno. Esperaba tener los resultados del Centro de Información Nacional sobre las huellas de su desconocida, la falsa prostituta del depósito. Miró el ordenador. Por ahora nada.

La policía de Newark había localizado una cámara de vigilancia en funcionamiento no muy lejos del escenario del asesinato de la desconocida. Si habían transportado el cadáver en un coche -y no había ninguna razón para pensar que lo había llevado alguien a cuestas- podía ser que el vehículo saliera en la cinta. Por supuesto, decidir de cuál de ellos se trataba sería una tarea infernal. Seguramente saldrían centenares de vehículos y ella dudaba que ninguno llevara un rótulo detrás que dijera «cadáver en el maletero».

Volvió a mirar en el ordenador y, sí, le habían descargado las imágenes. La oficina estaba en silencio, así que pensó, ¿por qué no? Estaba a punto de apretar la tecla ENTER cuando alguien llamó suavemente a su puerta.

– ¿Tienes un segundo, jefa?

Clarence Morrow estaba en el umbral de la puerta y asomaba la cabeza. Era negro, se acercaba a la sesentena, y tenía un bigote tosco canoso en una cara en la que todo parecía un poco hinchado, como si hubiera participado en una pelea. Era agradable y, a diferencia de los demás hombres de la división, nunca blasfemaba ni bebía.

– Claro, Clarence, ¿qué hay?

– Estuve a punto de llamarte anoche.

– ¿Ah, sí?

– Creía haber descubierto el nombre de tu desconocida.

Esto hizo que Loren se incorporara un poco.

– ¿Pero?

– Recibimos una llamada del departamento de policía de Livingston sobre un tal señor Neil Cordova. Vive en el pueblo y tiene una cadena de barberías. Casado, dos hijos, sin antecedentes. Dijo que su esposa, Reba, había desaparecido y, bueno, aproximadamente se ajustaba a la descripción de tu desconocida.

– ¿Pero? -repitió Muse.

– Pero ella desapareció ayer, después de que encontráramos el cuerpo.

– ¿Estás seguro?

– Del todo. El marido dijo que la había visto por la mañana antes de ir a trabajar.

– Podría estar mintiendo.

– No lo creo.

– ¿Alguien lo ha investigado?

– Al principio, no. Pero esto es lo raro. Cordova conocía a alguien de la policía de su pueblo. Ya sabes cómo funcionan en esos sitios. Todos conocen a alguien. Encontraron su coche. Estaba aparcado en el Ramada de East Hanover.

– Ah -dijo Muse-. Un hotel.

– Sí.

– ¿Así que la señora Cordova no había desaparecido?

– Bueno -dijo Clarence, rascándose la barbilla-, esto es lo raro.

– ¿Qué?

– Evidentemente el poli de Livingston pensó lo mismo que tú. La señora Cordova se reunió con un amante y se le hizo tarde para volver a casa. Por eso me llamó, el policía de Livingston. No quería ser él el que diera a su amigo, el marido, esta noticia. Y me pidió que lo hiciera yo. Como un favor.

– Sigue.

– Así que yo llamé a Cordova. Le expliqué que encontramos el coche de su esposa en un aparcamiento de un hotel cercano. Me dijo que era imposible. Le dije que está allí todavía si quería comprobarlo. -Se paró-. Mierda.

– ¿Qué?

– ¿Debería habérselo dicho? Pensándolo bien… Podría ser una invasión de la intimidad de la esposa habérselo dicho. Supongamos que se presenta con una pistola o algo así. Vaya, no lo pensé bien. -Clarence arrugó la cara bajo el mostacho tosco-. ¿Debería haberme callado lo del coche, jefa?

– No te preocupes.

– De acuerdo, bueno. El tal Cordova se niega a creer lo que insinúo.

– Como todos los hombres.

– Sí, por supuesto, pero después va y dice algo interesante. Dice que le entró el pánico cuando ella no fue a recoger a la hija de nueve años a una clase especial de patinaje sobre hielo en Airmont. No era propio de ella. Dijo que ella tenía pensado pasar por el Palisades Mall de Nyack, dijo que le gusta comprar cosas para las niñas en el Target, y que después iría a recoger a la hija.

– ¿Y no se presentó?

– No. Al no presentarse la madre, los de la pista de patinaje llamaron al móvil del padre. Cordova fue a recoger a la niña. Pensó que quizá su esposa había encontrado un atasco o algo. Hubo un accidente en la 287 a primera hora y, por lo visto, solía olvidarse de cargar el móvil, o sea que se preocupó, pero no perdió la cabeza cuando no pudo localizarla. Pero, al pasar el tiempo, se fue preocupando cada vez más.

Muse reflexionó.

– Si la señora Cordova se reunió con un amante en un hotel, quizá se olvidó de recoger a su hija.

– Estoy de acuerdo, si no fuera por un detalle. Cordova ya había entrado en la red y había comprobado la tarjeta de crédito de su esposa. Había estado en el Palisades Mall aquella tarde. Efectivamente, compró cosas en el Target. Se gastó cuarenta y siete dólares y ochenta centavos.

– Mmm… -Muse indicó a Clarence que se sentara y él obedeció-. De modo que va hasta el Palisades Mall y después vuelve a retroceder para encontrarse con su amante, y se olvida de que su hija está dando clases de patinaje al lado del centro comercial. -Le miró-. Es bastante raro.

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