La investigadora jefe del condado, Loren Muse, no le hizo caso y se acercó al cadáver.
– Por Dios -dijo uno de los agentes en voz baja-, hay que ver lo que le ha hecho en la cara.
Los cuatro permanecieron en silencio. Dos de los agentes eran los primeros en llegar al escenario. El tercero era el detective de homicidios que teóricamente estaba al cargo del caso, un gandul veterano con barrigón y modales de policía quemado llamado Frank Tremont. Loren Muse, la investigadora jefe del condado de Essex y la única mujer, era la más baja del grupo por más de un palmo.
– PM -pronunció Tremont-. Y no estoy hablando de militares.
Muse lo miró interrogativamente.
– PM, de puta muerta.
Ella frunció el ceño ante su sonrisita. Las moscas revoloteaban sobre la masa carnosa que antes había sido un rostro humano. No había nariz ni cuencas de los ojos, ni siquiera una boca.
Uno de los agentes dijo:
– Es como si le hubieran metido la cara en una trituradora de carne.
Loren Muse contempló el cadáver. Dejó que los agentes farfullaran. Algunas personas farfullan para calmar los nervios. Muse no era una de ellas. Ellos la ignoraron. Lo mismo que Tremont. Ella era la superior inmediata de Tremont, de todos en realidad, y sentía el resentimiento que desprendían como si fuera humedad subiendo de la acera.
– Eh, Muse.
Era Tremont. Le miró, con aquel traje marrón y la barriga fruto de demasiadas noches de cerveza y demasiados días de donuts. Era un problema en potencia. Desde que la habían ascendido a investigadora jefe del condado de Essex se habían filtrado quejas a los medios. La mayor parte eran procedentes de un periodista llamado Tom Gaughan, que estaba casado con la hermana de Tremont.
– ¿Qué pasa, Frank?
– Como he preguntado antes: ¿qué haces tú aquí?
– ¿Tengo que darte explicaciones?
– El caso es mío.
– Lo es.
– Y no necesito que mires por encima de mi hombro.
Frank Tremont era un incompetente sin remedio, pero debido a sus relaciones personales y sus años de «servicio», también era bastante intocable. Muse no le hizo caso. Se agachó, sin dejar de mirar la carne que antes había sido una cara.
– ¿Ya tienes identificación? -preguntó.
– No. Ni cartera, ni bolso.
– Probablemente robado -ofreció uno de los agentes.
Muchos asentimientos masculinos.
– Una banda -dijo Tremont-. Fíjate.
Señaló un pañuelo verde que la mujer muerta apretaba en la mano.
– Podría ser la nueva banda, un puñado de chicos negros que se hacen llamar Al Qaeda -dijo uno de los agentes-. Van de verde.
Muse se puso de pie y dio una vuelta al cadáver. Llegó la furgoneta del forense. Alguien había cerrado el escenario con cinta policial. Una docena de prostitutas, quizá más, estaban detrás de la cinta, alargando el cuello para ver mejor.
– Que los agentes hablen con las profesionales -dijo Muse-. A ver si conseguimos un alias, al menos.
– Vaya por Dios -dijo Frank Tremont suspirando teatralmente-. Como a mí no se me habría ocurrido…
Loren Muse no dijo nada.
– Eh, Muse.
– ¿Qué pasa, Frank?
– No me gusta que estés aquí.
– Y a mí no me gusta este cinturón marrón con los zapatos negros. Pero los dos tenemos que aguantarnos.
– No hay derecho.
Muse sabía que no le faltaba razón. La verdad era que le encantaba su prestigioso puesto nuevo como investigadora jefe. Muse, sin haber cumplido los cuarenta, era la primera mujer que ocupaba este cargo. Estaba orgullosa. Pero echaba de menos el trabajo de campo. Echaba de menos los homicidios. De modo que participaba siempre que podía, sobre todo cuando un imbécil quemado como Frank Tremont se encargaba del caso.
La forense, Tara O'Neill, se acercó y echó a los agentes.
– Vaya mierda -susurró O'Neill.
– Bonita reacción, doctora -dijo Tremont-. Necesito huellas enseguida para poder cotejarlas en el sistema.
La forense asintió.
– Ayudaré a interrogar a las prostitutas, y a buscar a algunos miembros de esa escoria de banda -dijo Tremont-. Si te parece bien, jefa.
Muse no respondió.
– Una puta muerta, Muse. Aquí no hay un buen titular para ti. No es una prioridad.
– ¿Por qué ella no es una prioridad?
– ¿Qué?
– Has dicho que no hay un buen titular para mí. Y después has añadido que «no es una prioridad». ¿Por qué no?
Tremont hizo una mueca burlona.
– Ah, claro, qué fallo. Una puta muerta es prioritario. La tratamos como si acabaran de cargarse a la esposa del gobernador.
– Es por esta actitud, Frank. Por eso estoy aquí.
– Sí, claro, por esto. Yo te explicaré cómo ve la gente a las putas muertas.
– No me lo digas: ¿como si se lo hubieran buscado?
– No. Pero escucha y a lo mejor aprendes algo. Si no quieres acabar muerta en un contenedor, no te metas en líos en el Distrito Quinto.
– Deberías ponerlo en tu epitafio -dijo Muse.
– No me malinterpretes. Pillaré a este chiflado. Pero no me vengas con prioridades y titulares. -Tremont se acercó un poco más, hasta que su estómago tocaba el de Loren. Muse no retrocedió-. Este caso es mío. Vuelve a tu despacho y deja el trabajo para los adultos.
– ¿o?
Tremont sonrió.
– No te convienen tantos problemas, guapa. Créeme.
Se fue hecho una furia. Muse se volvió. La forense se estaba concentrando en abrir su maletín de trabajo, fingiendo no haber oído nada.
Muse hizo un esfuerzo y estudió el cadáver. Intentó ser una investigadora clínica. Los hechos: la víctima era una mujer blanca. A juzgar por la piel y el cuerpo parecía tener unos cuarenta años, pero las calles podían envejecer mucho. No tenía tatuajes a la vista.
Ni cara.
Muse sólo había visto algo tan destructivo en una ocasión. Cuando tenía veintitrés años, pasó seis semanas con la policía estatal en la autopista de Nueva Jersey. Un camión cruzó la mediana y se estrelló de cara contra un Toyota Célica. El conductor del Toyota era una chica de diecinueve años que volvía a casa para las vacaciones.
La destrucción fue espeluznante.
Cuando finalmente arrancaron el metal, la chica de diecinueve años tampoco tenía cara. Como ésta.
– ¿Causa de la muerte? -preguntó Muse.
– Todavía no estoy segura. Pero vaya, este criminal es un hijo de puta chiflado. Los huesos no están simplemente rotos. Es como si los hubieran aplastado a pedacitos.
– ¿Cuánto hace?
– Diría que diez o doce horas. No la mataron aquí. No hay bastante sangre.
Muse ya se había dado cuenta. Examinó la ropa de la prostituta, el top rosa, la falda estrecha de piel, los tacones de aguja.
Meneó la cabeza.
– ¿Qué?
– Esto no está bien -dijo Muse.
– ¿Qué pasa?
Su móvil vibró. Miró el nombre en la pantalla. Era su jefe, el fiscal del condado Paul Copeland. Miró hacia Frank Tremont. Él la saludó con la mano abierta y sonrió.
Muse contestó el teléfono.
– Hola, Cope.
– ¿Qué estás haciendo?
– Trabajando en un escenario.
– Y fastidiando a un colega.
– Un subordinado.
– Un subordinado problemático.
– Pero estoy por encima de él, ¿no?
– Frank Tremont va a armar jaleo. Nos echará a los medios encima, pondrá en pie de guerra a sus colegas detectives. ¿Nos conviene tanta agresividad?
– Creo que sí, Cope.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque está enfocando mal el caso.
Dante Loriman entró primero en la consulta de Ilene Goldfarb. Estrechó la mano de Mike con demasiada firmeza. Susan entró detrás. Ilene Goldfarb se levantó y esperó detrás de su mesa. Se había puesto las gafas otra vez. Se inclinó y estrechó rápidamente la mano a los dos. Después se sentó y abrió un sobre que tenía en la mesa.
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