Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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Me llevó a casa. Aaron Kruller se atrevió a llevarme aquella noche a nuestra casa de Hurón Pike Road.

Hablamos poco por el camino. Era tarde, casi media noche. Viola, la tía de Aaron, me había preparado café instantáneo y dijo con tono solemne Algo de cafeína te ayudará. Sólo Dios sabe lo que le vas a contar a tu madre, pero no mezcles a Aaron y por lo que más quieras no me mezcles a mí.

Prometí que no lo haría.

El primer sorbo de café, muy cargado y caliente, me produjo náuseas, pero conseguí bebérmelo, apurarlo hasta el final.

Con la misma docilidad con que me había enjuagado la boca que apestaba a vómitos, utilizando su reluciente vaso de plástico.

Cuando la muerte está cerca, aprendes a obedecer. Aprendes a disfrutar obedeciendo, un dulce placer desgarrador que no podrías imaginar de otra manera.

Buena cosa que no te murieras en aquel sitio. Se hubieran deshecho de tu cadáver, chica. En un vagón de mercancías. Debajo del terraplén del río. Aaron te ha salvado la vida, así que no le busques problemas, ¿me oyes, chica?

La oía. Le di las gracias. Veía en su rostro -y en el de su sobrino- hasta qué punto querían librarse de mí como si nuestra relación de aquella noche nunca hubiera tenido lugar.

Aaron me llevó a casa sin necesidad de preguntarme dónde vivía. Podía haber fingido que no sabía dónde estaba la casa de Eddy Diehl, pero, como es lógico, todos los Kruller sabían dónde había vivido.

Aaron Kruller sin la menor duda. También yo había pasado en bicicleta por delante de la casa de su familia y del taller de su padre en Quarry Road, podía darse que Aaron Kruller hubiera cruzado alguna vez en bicicleta por delante de nuestra casa en Hurón Pike Road.

Fuimos en silencio casi todo el tiempo. Ahora que ya me había despejado -o casi-, que llevaba la cara restregada con fuerza con un trapo húmedo por la mano desaprobadora de Viola, ahora que sentía como si me hubieran frotado la piel con papel de lija, y que había desaparta ido de mi pelo hasta el último de los coágulos de vómito, todas las preguntas que se me ocurría hacer me parecían tan estúpidas como palabras que flotaran en un globo sobre la cabeza de algún personaje de cómic.

Sí recuerdo haberle preguntado a Aaron «qué era aquella cosa que se mo… movía» con voz repentinamente asustada. Había estado tratando de enfocar mis ojos doloridos en la carretera que se lanzaba contra nosotros iluminada por los faros teñidos de amarillo de Aaron y en un extremo de mi campo visual, como una grieta en el borde de mi cerebro, había aparecido algo líquido y estremecido como plomo fundido o mercurio no del todo visible o identificable en las sombras a la izquierda de la carretera y Aaron dijo que era el río.

– ¿El ri… río?

– El río. Donde tú vives.

Yo estaba mirando a aquella cosa enigmática y ondulante como algún metal fundido. No me parecía que hubiera visto nunca aquella cosa, aunque llevara toda mi vida en Hurón Pike Road junto al Black River.

Quizá Aaron vio el miedo en mi cara. Quizá miró en otra dirección porque no quería verlo.

– Estás bien -dijo al cabo de un momento-. Necesitas dormir y después te encontrarás bien. Lo que sientes no será permanente.

Sí. Lo será, pensé.

Al final de nuestro camino de entrada para coches, Aaron detuvo el suyo. Preocupado y cauteloso al ver todo el camino hasta la casa, Aaron vaciló e hizo una mueca:

– ¿Crees que llegarás? No voy a entrar.

Rápidamente le dije sí.

– ¿Sabes? Si llego hasta la casa, luego tardaría mucho tiempo en dar la vuelta. En el caso de que tu madre quiera ver quién soy.

Le dije que podía llegar por mi cuenta y que daría alguna excusa plausible a mi madre para explicar por qué volvía tan tarde a casa, por qué no la había telefoneado, y que no le contaría dónde había estado ni con quién.

23

17 de abril de 1987

Querido Aaron:

Gracias por salvarme la vida.

Krista Diehl

Pero aquello no estaba bien. Probablemente no. Era una exageración.

Duncan Metz no me hubiera matado, seguro que no. Cuanto más tiempo lo pensaba, y fue bastante, con más claridad llegaba a ver que se había estado burlando de mí, quizá tenía la intención de hacerme daño, sí, quizá violarme, pero no creía que hubiera llegado a matarme y tampoco pensaba que la droga que había fumado hubiera llegado a matarme.

Pongamos que Duncan me hubiera abandonado en el vagón de mercancías. Pongamos que me hubiera quedado allí. Toda la noche. Mi madre habría llamado a la policía con toda seguridad si no hubiera vuelto a casa pasadas las doce y fuera cual fuese el estado en que me encontrara, comatoso, medio inconsciente, entre quejas y gemidos y gritos pidiendo auxilio por la mañana, algún empleado del ferrocarril habría acabado por encontrarme.

O mejor aún, como concluí cuando pensé con más calma, en los días que siguieron, una de las chicas, Mira o Bernadette, se habría compadecido de mí, y se habría preocupado, y habría acabado por llamar al 911 en algún momento durante la noche. Aunque fuese de manera anónima, habría informado de la presencia de una chica en aquel vagón de mercancías - Parece que sufre de una sobredosis, o quizá alguien le ha pegado - y la policía y alguien de Protección Civil habrían salido a buscarme y me habrían encontrado antes de que fuera demasiado tarde.

De eso estaba segura. Me habrían encontrado y no habría muerto.

Duncan Metz y sus amigos no me querían muerta.

17 de abril de 1987

Querido Aaron:

Muchas gracias.

Tu amiga,

Krista Diehl

Pero tampoco podía enviar aquello. Tan lacónico, tan sencillo, sonaba tacaño, tonto. No se parecía en nada a lo que quería decir.

De la misma manera que el silencio que rodea el repique de una campana te permite oír la campana. Sin el silencio habría sólo ruido. Esa era la manera en que necesitaba hablar con Aaron Kruller. Con palabras breves y sencillas tan cortantes como piedras afiladas.

Rompí aquellas dos notitas y las tiré. Me imaginaba a Aaron Kruller que abría un sobre y fruncía el ceño mientras desplegaba la hoja de bloc. Podía tratarse de la primera «carta» que Aaron Kruller recibía en su vida y era posible que le avergonzara, o le hiciera sonrojarse de incomodidad.

Si era su padre quien recogía el correo aquel día, le habría tomado el pelo.

¿Una chica que te escribe?¿Quién demonios…?

23 de mayo de 1987

Querido Aaron:

Creo que hubo una época, cuando era pequeña, en la que quería a tu madre. No me mires mal por decir que «Zoe» era un nombre que me gustaba mucho. «Zoe» era como música para mí. Como las canciones que «Zoe» cantaba en el quiosco de la música para hacernos sonreír. Algunas veces llorar, pero casi siempre sonreír. Cuando tu madre trabajaba en Honeystone's se acordaba siempre de que me llamo Krissie. Una niñita puede querer a la madre de otra persona tanto como a la suya. Una niñita puede querer que la madre de otra persona sea su madre. Incluso aunque no conozca en realidad a esa persona. Como tampoco te conozco a ti en realidad. Pero te quiero.

Krista Diehl

¡Qué cosa tan ridícula! Lamentable. Si Aaron Kruller hubiera recibido una carta así, la habría roto en mil pedazos. El rostro de piel ordinaria de Aaron Kruller torcía el gesto como si estuviera notando un mal olor.

12 de junio de 1987

Querido Aaron:

Necesito intentarlo de nuevo. No consigo encontrar las palabras. Nunca olvidaré tu amabilidad conmigo. La tuya y la de tu tía cuando cuidasteis de mí aquella noche. Estabas avergonzado, creo. Por lo que habías hecho conmigo. La parte de sexo. ¡Las cosas que hago conmigo pensando en ti, Aaron! Me aprieto la garganta con las manos hasta que casi no puedo respirar. Mi visión se llena de puntos, no veo. El sexo es muy fuerte. El sexo es muy dulce. Dijiste Así fue como lo hizo, estranguló a mi madre pero eso no es cierto, Aaron. Crees que fue mi padre quien estranguló a tu madre pero eso no es verdad, Aaron. Eso lo sé.

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