Joyce Oates - Ave del paraíso

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Situada en la mítica ciudad de Sparta, en Nueva York, Ave del paraíso es una punzante y vívida combinación de romance erótico y violencia trágica en la Norteamérica de finales del siglo XX. Cuando Zoe Kruller, una joven esposa y madre, aparece brutalmente asesinada, la policía de Sparta se centra en dos principales sospechosos, su marido, Delray, del que estaba separada, y su amante desde hace tiempo, Eddy Diehl. Mientras tanto, el hijo de los Kruller, Aaron, y la hija de Eddy, Krista, adquieren una mutua obsesión, y cada uno cree que el padre del otro es culpable. Una clásica novela de Oates, autora también de La hija del sepulturero, Mamá, Infiel, Puro fuego y Un jardín de poderes terrenales, en la que el lirismo del intenso amor sexual está entrelazado con la angustia de la pérdida y es difícil diferenciar la ternura de la crueldad

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– Adivina.

– ¿Que adivine? ¿Cómo demonios voy a adivinar?

– Se apellida Diehl.

– Apellida… ¿cómo?

– Diehl.

Viola estaba junto al lavabo a mi lado y alzó la cabeza para mirar, en el espejo lleno de manchas encima del lavabo, a Aaron, que se hallaba detrás de nosotras, recostado en el marco de la puerta bebiendo cerveza.

– ¿Diehl…? Quieres decir… ¿él?

– ¿Qué otro puede ser? ¡Joder, Vi! ¿Cuántos Diehl hay?

Aaron se encogió de hombros. En el espejo Viola me siguió mirando con algo parecido a fascinada consternación. Ahora con más claridad que antes veía yo el parecido entre ella y su sobrino: no sólo las facciones y la piel morena, sino su forma de apretar las mandíbulas como si estuviera tratando de impedir que se le escaparan palabras terribles que no se atrevía a pronunciar.

Quería encontrar consuelo en la proximidad de aquella mujer. Quería consolarme con su calor corporal, con la manera en que la tela de su gastada camisa de franela se le tensaba sobre los pechos y en la manera en que me miraba como si fuera incapaz de saber los sentimientos que le inspiraba. Tenía, quizá, la edad de mi madre. Delicadas arrugas de preocupación junto a los ojos y una mínima pizca de carne debajo de la barbilla, pero Viola Kruller era todavía una mujer bien parecida, los hombres se volverían a mirarla en la calle.

A modo de rechazo, aunque tardío, me dio un empujoncito.

– ¡La hija de Ed Diehl! ¡Cielo santo!

No tenía respuesta para aquello. En el lavabo, la cara encendida y el pelo en los ojos, podía fingir que no había entendido. Estaba ida, «colocada». Podía fingir que no entendía muchas cosas.

Ablandándose, Viola dijo, después de esforzarse por conseguir que sus labios dibujaran algo parecido a una sonrisa:

– Bueno, supongo que no es culpa tuya, después de todo. No eres más que una niña. Su pequeña. Como que nadie tiene la culpa de quién sea su padre, se trate o no de un asesino.

Quise protestar ¡Pero mi padre no lo es! Papá no es pero tenía la garganta cerrada.

De repente sentí que me desmayaba. El desfallecimiento iba y venía en oleadas y aquélla era una muy fuerte. La tía de Aaron me sujetó por debajo de los brazos y me ayudó a sentarme sobre la taza del váter que tenía la tapa bajada. Un asiento de felpilla rizada. Viola Kruller y Lucille Bauer tenían al menos una cosa en común: el asiento del váter con cubierta de felpilla rizada.

En el baño del piso de abajo mamá tenía una cubierta amarilla. En el de arriba, de color rosa.

Sonreí al pensar ¡A mamá no le gustaría ver esto!

Me sentía otra vez mareada. Quería deslizarme hasta el suelo, acurrucarme sobre el linóleo manchado del pequeño cuarto de baño y dormir.

Una larvita blanca muy acurrucada, que cualquiera podría aplastar sin darse cuenta.

– ¡No, cielo! Eso no. No tienes que dar cabezadas, cariño. Sabes que no es una buena idea, en el estado en que te encuentras, cielo. Mejor no. No-o-o-o… -con energía me sacudió por los hombros para mantenerme despierta. Con dedos inseguros busqué a tientas una de sus manos, y me agarré a ella con una tenacidad que debió de sorprenderla. No recordaba cuándo era la última vez que me había agarrado a la mano de una persona mayor de aquella manera-. Muy bien, cielo. Aquí me tienes. Estás bien. Vas a estar perfectamente.

Detrás de nosotras habló Aaron, sorprendente la cercanía de su voz, había olvidado que estaba allí:

– Si la puedo sacar de aquí y llevarla a su casa, si es que se despeja…

Su tía dijo:

– Maldita sea, Aaron, tendrías que haber pensado en eso antes de traerla.

Aaron respondió:

– Era el sitio más cercano que conocía. Tú hubieras hecho lo mismo, Vi.

– ¿Por qué no la llevaste al hospital, si pensabas que estaba mal por una sobredosis? -preguntó ella.

– Respiraba bien y podía andar -dijo Aaron.

– Entonces… podrías llevártela ahora, quitártela de encima -dijo Viola.

– Me da miedo cagarla con mi libertad condicional -dijo Aaron.

– ¿Tu libertad condicional? ¿Y qué hay de la mía? Mal dita sea, Aaron. Los chicos como tú 110 pensáis.

Reprendido, Aaron guardó silencio. Estaba claro que se trataba de un diálogo repetido con frecuencia. Había un afecto lleno de exasperación en la voz de la tía y un algo conciliador y confiado en el sobrino. Encontré fascinante que aquellos dos extraños hablaran de mí como si yo tuviera importancia. Como si tuviera importancia que fuera víctima de una sobredosis por drogas. Y qué extraño que hablaran de mí como si fuera una niña pequeña, sin responsabilidad por mi comportamiento. La mujer volvió a preguntar si me habían hecho daño -supe que tenía que traducir aquello como si me habían violado - y Aaron dijo que estaba convencido de que no, habría habido «señales» en el caso contrario.

– Parece que se ha orinado encima, pobrecita -dijo la mujer, frotándome la ropa con una toalla húmeda.

Y Aaron dijo, con su risa áspera y amarga:

– Con tal de que no se trate de sangre, la humedad no me importa.

Rieron los dos. Tía y sobrino riendo juntos. Los Kruller riendo juntos. Viola me dio en la cara con la toallita húmeda, reprendiéndome con dureza:

– Te lo he dicho, cielo. No te duermas -y a Aaron-: Si entra en coma, si se muere en el suelo aquí mismo, eso te va a jorobar la libertad condicional a base de bien, señor sabelotodo.

– Joder, tía -protestó Aaron-. Ya se habría muerto a estas alturas si estuviera para morirse.

Me temblaron los labios con un alivio pueril. ¡No me iba a morir!

Viola se marchó al ver que me mantenía bien sobre el asiento del váter y no me iba a caer. Desde otra habitación la oí hablar por teléfono. No me pareció que estuviera llamando a emergencias.

Solos los dos, Aaron Kruller y yo. Parecía una clase distinta de soledad que antes.

Como si ahora ya nos conociéramos. Nos habíamos identificado y presentado mutuamente.

– Tú. Eres «Krista», ¿no es eso? Algunos días, después de las clases… te veía.

Queriendo decir Te vela siguiéndome. Y sabía por qué.

No era una pregunta. Aaron sabía la respuesta.

– El cretino de tu hermano… Ben. Sabe que más le vale no cruzarse en mi camino.

¡Qué desprecio en la voz de Aaron! La fea cicatriz como de anzuelo en la ceja se le destacó con una palidez de cera.

Era desconcertante pensar en lo joven que resultaba mi hermano -mi «blanco» hermano Ben- al ponerlo junto a Aaron Kruller. Ben apenas necesitaba afeitarse, su voz era una voz de adolescente todavía quebrada, mientras que a Aaron ya le crecía la barba, su voz era grave y burlona y sus manos, grandes, se parecían más a las de mi padre que a las de mi hermano, que eran todavía las manos de un adolescente, de manera que el odio entre los dos podía ser peligroso para Ben. Hubiera querido defenderlo ¡Pero Ben nunca te ha agredido!

En la puerta del baño, Aaron Kruller se alzaba muy por encima de mí y, en el aire inmóvil de aquel baño tan pequeño, olía su cuerpo y también, en su aliento, el aroma un poco salobre de la cerveza. Se había quitado la chaqueta y llevaba una camiseta negra con una desteñida inscripción de color lila: Black River Breakdown. Sus hombros eran anchos, los brazos tenían músculos como cuerdas tensas y los dos antebrazos estaban cubiertos de falsos tatuajes con pequeños jeroglíficos que daban a su piel oscura un resplandor morado fosforescente.

Esos tatuajes son nuevos, pensé. De después de que lo expulsaran para siempre del instituto.

También Delray Kruller estaba «cubierto» de tatuajes. Al menos eso se decía. Los parientes de mi madre hablaban de él con repugnancia, con indignación. Creían que el marido de Zoe Kruller no sólo era un mestizo con una mezcolanza de sangres sino un asesino adicto al crack y miembro de los Ángeles del Infierno.

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