Walter Mosley - El Caso Brown
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Sostuvieron a Xavier entre dos policías y continuamos nuestro viaje hacia abajo.
A Tina la sacaron a rastras del edificio y la metieron en la parte trasera de un coche patrulla. A Xavier y a mí también nos hicieron entrar en el asiento trasero. Él, sin sentido por segunda vez en una sola noche e intentando comprender todas las fuerzas que estaban en juego en aquellos momentos.
Los policías no hablaban demasiado. Xavier era completamente dócil, y yo hacía lo que me decían.
Nos separaron en la comisaría del centro. A mí me llevaron a un despacho y me esposaron a una pesada silla de metal.
A través de las cortinas de listones vi a varios policías de uniforme y detectives de paisano sentados en sus escritorios, tomando café y hablando por teléfono. Nadie me miraba. A nadie le importaba si tenía que ir al baño o no. Veía un reloj a través de las rendijas. Habían pasado dos horas. En alguna parte debía de haber una ventana, porque podía notar que el sol iba saliendo.
Habría pagado una multa de quinientos dólares sólo por un cigarrillo.
Al fin entró un hombre achaparrado. Llevaba un traje color arándano con una placa en la que se leía: «TTE. J. PITALE». No sabía cómo pronunciar aquel nombre, así que no lo intenté. No le pedí ir al lavabo, ni un cigarrillo, ni le pregunté el motivo por el cual estaba encadenado allí sin haberse presentado cargo alguno contra mí.
– Rawlins… -dijo el hombrecillo del traje feo.
– Teniente… -repliqué.
– Posesión de un arma ilegal -dijo, como si yo le hubiese preguntado qué cargos se me imputaban-. Allanamiento de morada. Resistencia a la autoridad. Agresión a un agente…
Supongo que fruncí el ceño al oír la última acusación, porque Pítale dijo:
– El agente Janus se ha hecho un esguince en el pulgar al tratar de dominar a su compañero con la porra.
Dejé escapar una risita.
– ¿Cree usted que esto es divertido, Rawlins?
– No, señor -dije, sencillamente.
– Entonces, ¿de qué se ríe?
– Acusar a un hombre de agresión cuando uno se rompe un dedo golpeándole… -dije-. Usaré esta historia para enseñar a mis hijos a sobrevivir.
– ¿Tiene usted hijos?
No contesté.
– Porque no creo que sus hijos vean a su padre durante mucho tiempo.
Yo suspiraba por un pitillo.
– El oficial Janus todavía puede usar la porra -me advirtió Pitale.
– ¿Qué quiere de mí, teniente?
– ¿Por qué entró en ese apartamento?
– La puerta estaba abierta -dije.
– ¿Qué iba a hacer con el arma?
– Encontré el cuarenta y cinco en la mesa del salón. Me preocupaba mucho que estuviera allí al alcance de cualquiera, de modo que la cogí. Cuando oí que entraba alguien por la puerta me la guardé en los pantalones, porque no sabía qué esperar. Lo que pensaba hacer era llamar a la policía y decirles que vinieran e investigaran dónde estaba Bobbi Anne y por qué había un arma allí. -Dos horas encadenado a una silla le dan a uno la oportunidad de pensar mucho.
Esta vez fue Pitale el que sonrió. Estaba acostumbrado a las historias urdidas por los malhechores.
«Vi las llamas desde la ventana, oficial. Y subí por la escalera de incendios para ver si tenía que salvar a alguien. Y… bueno… ya sabe, cuando vi ese televisor nuevo tan bonito, pensé que el propietario seguramente querría que yo lo salvara…»
La historia que yo había tramado era consistente. No creía que ningún juez tuviera que llegar a oírla nunca, pero siempre es mejor asegurarse por si acaso.
– ¿Y qué hacía usted con miembros de una organización comunista? -me preguntó.
– ¿Comunista?
– Ya me ha oído.
– Sí -afirmé-. Ha dicho comunista. Es la primera vez que oigo eso de comunista. Xavier y Christina son amigos de mi hijo adoptivo. No sabía que eran rusos.
– Puede usted morir en esta habitación, Rawlins -me dijo.
La amenaza no me preocupó demasiado, pero cuando sacó un Pall Mall me puse al borde de las lágrimas.
– ¿Puedo hacer mi llamada de rigor, teniente?
Pítale accedió a marcar el número que yo le dijese, y sujetó el auricular junto a mi oído.
Tenía dos cosas a mi favor: la primera es que tengo muy buena memoria, y la segunda que estaba bastante seguro de que la brigada D estaba de servicio las veinticuatro horas. Llamé al número de Vincent Knorr y al responderme un hombre, dije:
– Soy Easy Rawlins, y llamo a Knorr. Dígale que yo mismo, Xavier Bodan y Christina Montes hemos sido arrestados y que nos tienen en la comisaría central. Y dígale que a Lakeland no le gustaría que yo me pudriese aquí. Pudriese. -Repetí la palabra, porque el policía de guardia aquella madrugada parecía no comprenderla bien.
– ¿Knorr es su abogado? -me preguntó Pítale cuando me quitó el receptor del oído.
– Digámoslo así -dije.
– Es muy curioso que un hombre inocente tenga un abogado dispuesto a saltar en su defensa a cualquier hora del día o de la noche.
– ¿Ha sido usted blanco toda su vida, teniente? -le pregunté.
– ¿Qué demonios quiere decir con eso?
– Quiero decir que la señorita Escarlata no necesita ningún abogado. Pero que Mammy debe disponer de uno. Sabría a qué me refiero si alguna vez en su vida hubiese estado encadenado a esta silla de aquí.
Me pareció ver un destello de comprensión en el rostro de Pitale. Creo que me entendió, cosa que no era necesariamente buena. La única ventaja que siempre hemos tenido los negros sobre los blancos es que estos nunca han comprendido de verdad nuestras motivaciones. Pero aunque un hombre te comprenda, eso no significa que sea amigo tuyo.
– No importa lo que yo sienta o lo que sepa -dijo Pitale-. Lo que importa es lo que estaba haciendo usted en ese apartamento y de dónde ha salido el arma.
– Ya he respondido a esa pregunta -dije-. Y no quiero decir nada más hasta que venga mi abogado.
– Para entonces no será capaz de hablar… -respondió Pitale.
No hice la pregunta, pero creo que mis ojos traicionaron mi miedo.
– … porque le faltarán todos los dientes. -Pitale acabó la frase con una sonrisita.
Me preguntaba cuándo llamarían al oficial Janus para que el cargo por agresión fuese doble cuando sonó el teléfono.
Era un teléfono grandote y negro con cinco o seis luces en la parte posterior. Pitale volvió la cabeza esperando el siguiente timbrazo. Cuando éste llegó, una de las luces centrales parpadeó. El teniente refunfuñó y cogió el receptor.
– ¿Sí? -dijo, y luego se quedó callado. Mientras escuchaba, su rostro se iba ablandando, hasta volverse casi sumiso-. Pero capitán, les hemos cogido con las manos en la masa en B y E. Pero… Sí, señor. Inmediatamente, señor.
Colgó el teléfono y me miró.
– ¿A quién acaba de llamar?
– A mi agente de seguros -dije.
– ¿Qué mierda está pasando aquí? ¿En qué están metidos?
– ¿Puedo irme, agente? -pregunté.
No pude evitar sonreír.
30
– Olympic con South Flower -dije en la cabina telefónica-. ¿Puedes venir a recogerme?
– Claro, cariño -dijo Bonnie-. Estaré ahí en cuanto pueda.
– Y no te olvides de traerme unos cigarrillos del armario -le pedí.
Esperé en un banco de la parada de autobús hasta que Bonnie pudo pasar a recogerme. Allí sentado, notando el helado rocío matinal, pensé en lo solo que había estado durante la mayor parte de mi vida. El Ratón había sido mi amigo más íntimo, pero estaba loco. Los niños y yo teníamos unos lazos de unión muy profundos, pero ellos eran niños todavía, con necesidades y deseos que les impedían comprender el mundo adulto.
Pero Bonnie era en todo mi igual. Ella se enfrentaba a la vida cara a cara, y aunque la conocía sólo desde hacía unos meses, sabía que podía confiar en ella, por muy mal que fuesen las cosas.
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