Phillip Margolin - Jamás Me Olvidarán

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En Portland, Oregón, las esposas de varios destacados hombres de negocios han desaparecido sin dejar más rastro que una rosa negra con un simple mensaje: "Jamás me olvidaran".
Diez años antes, en Nueva York, se habían producido otras desapariciones similares, pero el asesino fue atrapado y el caso quedó cerrado.
Nancy Gordon, detective de homicidios del departamento de Policía de Nueva York y miembro original del grupo de investigación del "asesino de la rosa", lleva diez años acosada por pesadillas con un sádico asesino que, asegura, aún anda suelto…
Alan Page, abogado del distrito de Oregón, está tratando de encontrar sentido a la misteriosa serie de desapariciones. Una noche llama a su puerta Nancy Gordon con la intencion de contarle una terrrible historia…

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– Sí.

Betsy hizo una pausa y miró directamente al juez Norwood.

– No más preguntas, Su Señoría.

– ¿Señor Highsmith? -preguntó el juez.

– No tengo más que preguntar al señor Page.

– Puede bajar del estrado, señor Page.

Page se puso de pie lentamente. Betsy creyó verlo fatigado y vencido. Se sintió satisfecha por esto. No disfrutó humillando a Page, parecía un tipo decente, pero Page se había merecido la pena que ella le infligiera. Era claro que había arrestado a Darius con una evidencia mínima, lo hizo pasar varios días en la cárcel y lo difamó públicamente. Una derrota pública era un precio pequeño a pagar por esa clase insensible de desinterés en sus deberes públicos.

– ¿Hay más testigos? -preguntó el juez.

– Sí, Su Señoría. Dos, ambos breves -contestó Highsmith.

– Proceda.

– El Estado llama a Ira White.

Un hombre rechoncho, mal vestido con un traje de color marrón, se apresuró desde el fondo del tribunal. Sonrió nervioso cuando hizo el juramento. Betsy supuso que debería tener alrededor de treinta años.

– Señor White, ¿en qué trabaja usted? -preguntó Randy Highsmith.

– Soy vendedor en Herramientas Finletter.

– ¿Dónde queda su casa matriz?

– Phoenix, Arizona, pero mi territorio es Oregón, Montana, Washington, Idaho y partes del norte de California, cerca de la frontera de Oregón.

– ¿Dónde se encontraba usted a las dos de la tarde, el once de octubre de este año?

La fecha la hizo acordarse de algo. Betsy verificó los informes de la policía. Esa noche, se había informado que Victoria Miller había desaparecido.

– En mi habitación del hotel Hacienda -dijo White.

– ¿Dónde se encuentra ese hotel?

– Está en Vancouver, Washington.

– ¿Por qué estaba usted en su habitación?

– Acababa de registrarme. Tenía programada una reunión para las tres y deseaba desempacar, ducharme y cambiarme la ropa de viaje.

– ¿Recuerda usted el número de su habitación?

– Bueno, usted me mostró una copia del registro del hotel, si es eso a lo que se refiere.

Highsmilh asintió.

– Éra la 102.

– ¿Dónde está situada en relación con la oficina del gerente?

– Justo junto a ella, en la planta baja.

– Señor White, aproximadamente a las dos de la tarde, ¿oyó usted algo en la habitación que estaba junto a la suya?

– Sí. Una mujer que gritaba y lloraba.

– Dígale al juez lo que sabe.

– Muy bien -dijo White, girando de tal forma que pudiera mirar a la cara al juez Norwood-. No oí nada hasta que salí de la ducha. Eso fue porque el agua corría. Tan pronto como cerré la canilla, oí un grito, como de alguien que estaba sufriendo. Me sobresaltó. Las paredes del hotel no son gruesas. La mujer suplicaba que no la lastimaran y lloraba, gemía. Era difícil oír las palabras, como para comprender unas pocas. Sin embargo, oí que lloraba.

– ¿Por cuánto tiempo se prolongó eso?

– No mucho.

– ¿Vio al hombre o a la mujer que estaban en el cuarto contiguo?

– Vi a la mujer. Pensé en llamar al gerente, pero todo se silenció. Como dije, no duró mucho. De todos modos, me vestí para mi cita y me fui alrededor de las dos y media. Ella salió al mismo tiempo que yo.

– ¿La mujer del cuarto contiguo?

White asintió.

– ¿Recuerda cómo era?

– Oh, sí. Muy atractiva. Rubia. Buena figura.

Highsmitli se dirigió al testigo y le mostró una fotografía.

– ¿Le parece conocida esta mujer?

White miró la fotografía.

– Es ella.

– ¿Cuan seguro está?

– Absolutamente seguro.

– Su Señoría -dijo Highsmith-, presento la prueba del Estado número treinta y cinco, una fotografía de Victoria Miller.

– No hay objeción -dijo Betsy.

– No más preguntas -dijo Highsmith.

– No tengo preguntas para el señor White -dijo Betsy al juez.

– Puede retirarse, señor White -dijo el juez Norwood al testigo.

– El Estado llama a Ramón Gutiérrez.

Un joven pulcramente vestido, de tez oscura, que lucía un bigote muy fino se ubicó en el estrado.

– ¿Dónde trabaja, señor? -preguntó Randy Highsmith.

– En el hotel Hacienda.

– ¿Queda eso en Vancouver?

– Sí.

– ¿Qué es lo que hace allí?

– Soy empleado de día.

– ¿Qué hace por las noches?

– Voy a la universidad, en el Estado de Portland.

– ¿Qué es lo que estudia?

– Para premédico.

– ¿Así que usted trabaja también? -le preguntó Highsmith con una sonrisa.

– Sí.

– Eso parece duro.

– No es fácil.

– Señor Gutiérrez, ¿estaba usted trabajando en el Hacienda, el once de octubre de este año?

– Sí.

– Describa la distribución del hotel.

– Tiene dos pisos. Hay un pasillo que rodea todo el segundo piso. La oficina está en el extremo norte de la planta baja; luego tenemos las habitaciones.

– ¿Cómo están numeradas las habitaciones de la planta baja?

– La habitación que está junto a la oficina es la 102. La siguiente la 103, y así sucesivamente.

– ¿Trajo usted consigo la hoja de registro del once de octubre?

– Sí-dijo Gutiérrez, dándole al asistente del fiscal una gran página amarillenta del libro de registro.

– ¿Quién se registró en la habitación 102, esa tarde?

– Ira White, de Phoenix, Arizona.

Highsmith dio la espalda al testigo y miró a Martin Darius.

– ¿Quién se registró en la habitación 103?

– Una tal Elizabeth McGovern, de Seattle.

– ¿Registró usted a la señora McGovern?

– Sí.

– ¿A qué hora?

– Un poco después del mediodía.

– Le muestro al testigo la evidencia del Estado número treinta y cinco. ¿Reconoce a esta mujer?

– Es la señora McGovern.

– ¿Está seguro?

– Sí. Era hermosa -dijo tristemente Gutiérrez-. Luego, vi su fotografía en el Oregonian. La reconocí al instante.

– ¿A qué fotografía se refiere?

– La fotografía de las mujeres asesinadas. Sólo que decía que su nombre era Victoria Miller.

– ¿Llamó a la oficina del fiscal de distrito tan pronto como leyó el diario?

– Al instante. Hablé con el señor Page.

– ¿Por qué llamó usted?

– Decía que ella había desaparecido esa noche, el once, de modo que pensé que la policía desearía saber sobre el tipo que vi.

– ¿Qué tipo?

– El que estaba en la habitación con ella.

– ¿Usted vio a un hombre en la habitación con la señora Miller?

– Bueno, no en la habitación. Pero lo vi a él entrar y salir. Él había estado allí antes.

– ¿Con la señora Miller?

– Sí. Como una o dos veces por semana. Ella se registraba y él llegaba más tarde. -Gutiérrez meneó la cabeza-. Lo que no podría imaginarme, si él deseaba pasar inadvertido, ¿por qué conducía ese coche?

– ¿Qué coche?

– Ese fantástico Ferrari de color negro.

Highsmith buscó una fotografía entre las pruebas que estaban en el escritorio del empleado del juzgado y se la mostró al testigo.

– Le muestro a usted la evidencia del Estado número 19, que es una fotografía del Ferrari negro de Martin Darius, y le pregunto si éste es como el que conducía el hombre que entró en la habitación con la señora Miller.

– Se que era el automóvil.

– ¿Cómo lo sabe?

Gutiérrez señaló a la mesa de la defensa.

– ¿Ése es Martin Darius, no es así?

– Sí, señor Gutiérrez.

– Él es el tipo.

– ¿Por qué no me dijo usted lo de Victoria Miller? -le preguntó Betsy a Martin Darius, tan pronto como ellos se quedaron a solas en la sala de visitas.

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