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Phillip Margolin: Jamás Me Olvidarán

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Phillip Margolin Jamás Me Olvidarán

Jamás Me Olvidarán: краткое содержание, описание и аннотация

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En Portland, Oregón, las esposas de varios destacados hombres de negocios han desaparecido sin dejar más rastro que una rosa negra con un simple mensaje: "Jamás me olvidaran". Diez años antes, en Nueva York, se habían producido otras desapariciones similares, pero el asesino fue atrapado y el caso quedó cerrado. Nancy Gordon, detective de homicidios del departamento de Policía de Nueva York y miembro original del grupo de investigación del "asesino de la rosa", lleva diez años acosada por pesadillas con un sádico asesino que, asegura, aún anda suelto… Alan Page, abogado del distrito de Oregón, está tratando de encontrar sentido a la misteriosa serie de desapariciones. Una noche llama a su puerta Nancy Gordon con la intencion de contarle una terrrible historia…

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Russ y Vicky habían sido presentados a Martin Darius ese verano, en una fiesta que Darius ofreciera para celebrar la inauguración del nuevo centro comercial. Todos los hombres que habían trabajado en la cuenta estuvieron allí, pero Russ tuvo la impresión de que Darius lo había elegido. Una semana después, llegó una invitación para que fuera al yate de Darius. Desde entonces, él y Vicky habían sido invitados a dos fiestas en su casa. Stuart Webb, otro ejecutivo de cuenta en Brand Gates, dijo que se sentía como si estuviera de pie en medio del viento helado cuando estaba con Darius, pero ése era el hombre más dinámico que Russ jamás hubiera conocido y tenía debilidad por hacer que Russ se sintiera la persona más importante de la tierra. Russ estaba seguro de que Martin Darius era el responsable de que él se transformara en el jefe de equipo de la cuenta de Construcciones Darius. Si tenía éxito en el puesto, quién sabía lo que haría en el futuro. Tal vez hasta podría dejar Brand Gates y trabajar directamente para aquel hombre.

Cuando Russ pisó la entrada de automóviles, la puerta del garaje se abrió automáticamente. La lluvia que golpeaba contra el techo del lugar sonaba como el fin del mundo, y Russ se sintió contento de entrar en la cálida cocina. Sobre la cocina había una gran olla de metal; por tanto, supo que Vicky estaba preparando pastas. La sorpresa estaría en la salsa. Russ llamó a su esposa, mientras espiaba debajo de la tapa de otra olla. Estaba vacía. Había una tabla llena de verduras, pero ninguna estaba cortada. Russ frunció el entrecejo. El fuego no estaba encendido debajo de la olla grande. Levantó la tapa. Estaba llena de agua, pero las pastas se hallaban sin cocinar, junto a la fabricadora de fideos que él le había comprado a Vicky en su tercer aniversario.

– Vicky -llamó nuevamente Russ. Se aflojó la corbata y se quitó la chaqueta. Las luces de la sala estaban encendidas. Más tarde, Russ le contó a la policía que no había llamado con mayor prontitud, ya que todo parecía normal. El televisor estaba encendido. La novela de Judith Krantz que Vicky estaba leyendo estaba abierta y boca abajo sobre la mesa del rincón. Cuando se dio cuenta de que Vicky no estaba en casa, supuso que estaba en la casa de algún vecino.

La primera vez que Russ entró en el dormitorio no vio ni la rosa ni la nota. Le dio la espalda a la cama cuando se quitó las ropas y las colgó en el armario. Después de eso, se puso un conjunto de gimnasia y revisó la guía de televisión para ver lo que daban. Cuando pasaron quince minutos sin que Vicky apareciera, Russ regresó al dormitorio para telefonear a su mejor amiga, que vivía a una cuadra. Fue entonces cuando vio la nota sobre la almohada de la inmaculada cama. Había una rosa negra sobre el blanco papel. Con cuidada caligrafía se hallaban escritas las palabras: "Jamás me olvidarán".

Capítulo 2

Cuando Austin Forbes, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, se dirigió hacia donde se encontraba el senador de la nación Raymond Francis Colby, pasó por los rayos de sol que se colaban a través de las altas puertas ventana del salón oval, dando la impresión de que Dios estaba iluminando a su hijo elegido. Si lo hubiera notado, el diminuto Jefe de Estado habría apreciado el voto de confianza que provenía desde arriba. Los resultados de su elección terrenal no fueron ni por asomo complementarios.

– Gusto en verte, Ray -dijo Forbes-. ¿Conoces a Kelly Hendelow, no es así?

– Kelly y yo nos conocíamos -dijo Colby, recordando la entrevista que el mediador del Presidente había tenido con él hacía dos semanas.

El senador Colby se sentó en la silla que el Presidente le indicó y echó una mirada a las ventanas que estaban en dirección al este y que daban al jardín de rosas. El Presidente se sentó en un viejo sillón que había estado en su despacho judicial de Misuri y que lo había seguido en su escalada de poder hacia el salón oval. Se lo veía pensativo.

– ¿Cómo está Ellen? -preguntó Forbes.

– Ella está bien.

– ¿Y tú? ¿Te encuentras bien?

– Excelente, señor Presidente. Me hice un estudio importante el mes pasado -le contestó Colby, sabiendo que el FBI le habría informado a Forbes en detalle de toda su ficha clínica.

– Ningún problema personal. ¿Está todo bien en tu casa? ¿Las finanzas, bien?

– El mes próximo, Ellen y yo celebraremos nuestro trigésimo segundo aniversario de casamiento.

Forbes miró a Colby con detenimiento. El viejo muchacho se desvaneció para dar paso al avezado político que había ganado, en la última elección, en cuarenta y ocho estados.

– No puedo tolerar otro fiasco como el caso Hutchings -dijo Forbes-. Te estoy diciendo esto en confidencia, Ray. Hutchings estuvo sentada donde te encuentras tú ahora y mintió. Luego vino ese periodista del Post a descubrirlo y…

Forbes dejó que el pensamiento se desvaneciera. Todos en la habitación tenían dolorosa conciencia del golpe que se le había propiciado al prestigio de Forbes cuando el Senado votara en contra de la confirmación del nombramiento de Mabel Hutchings.

– ¿Existe algo en tu pasado que pudiera provocarnos problemas, Ray? ¿Algo? Cuando trabajaste para Marlin Steel, ¿aceptaste alguna vez algún soborno de una corporación? ¿Fumaste marihuana en Princeton o en la facultad de derecho de Harvard? ¿Dejaste embarazada a alguna muchacha cuando estabas en el secundario?

Colby sabía que esas preguntas no eran ridiculas. Las aspiraciones presidenciales y obtener nombramientos en la Corte Suprema habían dado por tierra ante aguas tan poco profundas como éstas.

– No habrá sorpresas, señor Presidente.

El silencio del salón oval se hizo más profundo. Luego, Forbes habló.

– Tú sabes por qué estás aquí, Ray. Si yo te nomino como candidato a presidente de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, ¿aceptarás?

– Sí, señor Presidente.

Forbes sonrió. La tensión que flotaba en la habitación se evaporó.

– Mañana haremos el anuncio. Serás un gran presidente de justicia.

– Estoy en deuda con usted -dijo Colby, sin pensar en agregar más. Había sabido que el Presidente haría el ofrecimiento cuando fue convocado a la Casa Blanca, pero aquello no evitó que se sintiera tan liviano como una nube flotando en el cielo.

Raymond Colby se sentó tan silencioso como le fuera posible y arrastró los pies por la alfombra hasta que encontró sus pantuflas. Ellen Colby se movió en el otro extremo de la anchísima cama matrimonial. El senador observó el juego que hacía la luz de la luna sobre aquella forma pacífica. Movió la cabeza sorprendido. Sólo su esposa podía dormir como los ángeles después de lo que había sucedido hoy.

Había un armario con bebidas alcohólicas en el cuarto de trabajo que Colby tenía en su hogar de Georgetown. Colby se sirvió un coñac. En el descanso de la planta superior, el antiguo reloj del abuelo contaba el paso de los segundos, y cada movimiento de las antiguas manecillas era perfectamente audible en medio de aquel silencio.

Colby dejó su copa sobre la repisa de la chimenea y tomó una desteñida fotografía en blanco y negro que estaba enmarcada y que había sido tomada el día en que su padre defendió un caso ante la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos. Howard Colby, distinguido socio de uno de los estudios de abogados más prestigiosos de Wall Street, había muerto en su escritorio dos meses después de tomada aquella fotografía. Raymond Colby pudo haber sido diploma de honor en la facultad de derecho de Harvard, trabajado con Marlin Steel, gobernador de Nueva York y senador de los Estados Unidos, pero siempre se vio a sí mismo en relación con su padre, tal como lo había sentido aquel día en la escalinata de los tribunales, cuando un muchachito de diez años estaba bajo la protección de un sabio y ceñudo gigante al cual Raymond recordaba como el hombre más inteligente que jamás hubiera conocido.

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