Stella Rimington - La invisible

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La impactante novela escrita por la directora del servicio de inteligencia británico.
Cuando la agente Liz Carlyle se dirige a la reunión semanal del servicio de antiterrorismo del MI5 -el servicio de inteligencia británico- no puede imaginarse la noticia que va a abrir la mañana: el Sindicato Islámico del Terror puede estar preparando a un invisible, un terrorista originario del país objetivo, en este caso Gran Bretaña. Carlyle y su equipo se embarcarán en una carrera contra el reloj para evitar un atentado terrorista en Inglaterra. El personaje de M, jefa de James Bond, está claramente inspirado en Stella Rimington.Con sus novelas, Rimington nos da una visión realista del trabajo de los servicios de inteligencia británicos.

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Así pues, era muy distinto de anteriores intentos de tráfico humano. En el pasado, a cambio de considerables sumas de dinero en efectivo pagadas en el país de origen, los emigrantes eran llevados -sucios, traumatizados y casi desfallecidos- hasta un área de descanso de cualquier autopista de la costa sur inglesa, y abandonados allí para que se las arreglasen por sí solos sin documentos ni moneda británica. Muchos morían en el camino, normalmente ahogados, en receptáculos sellados en el interior de contenedores o camiones.

No obstante, los organizadores de la Caravana sabían que en una época donde la velocidad de las comunicaciones se medía en fracciones de segundo, sus intereses a largo plazo se consolidarían ganándose una reputación de eficacia. De ahí los monos de trabajo, cuya intención quedó clara desde el momento en que el Susanne Hanke zarpó del puerto de Bremerhaven. El calado del barco era escaso, apenas metro y medio, y aunque podía presumir de que su estabilidad no era peor que la de cualquier otro navío que surcase el mar del Norte, se inclinaba y cabeceaba como un cerdo en una pocilga. Y el tiempo atmosférico, desde que el Suzanne Hanke había alcanzado mar abierto, había sido muy malo y ventoso. Una tormenta típicamente invernal. Además, el motor Caterpillar, funcionando a unos constantes 375 caballos, rápidamente llenó la reconvertida bodega de pescado con el mareante hedor del diesel.

Ninguno de esos factores preocupaba al barbudo capitán alemán del Susanne Hanke ni a sus dos tripulantes mientras mantenían el rumbo en la cálida cabina del timón, pero tenía un efecto desastroso en los pasajeros. El animado intercambio de cigarrillos y los optimistas estallidos de alegría cantando al unísono la banda sonora de alguna película hindú, no tardaron en dar paso a las arcadas y los lamentos. Los hombres intentaban permanecer sentados en sus banquetas, pero los vaivenes del barco los lanzaban alternativamente atrás o adelante, cuando no contra los costados o contra la bomba de achique. Los monos pronto se cubrieron de bilis y vómitos, y en un par de casos de sangre de narices rotas. Por encima de los hombres, las maletas y mochilas oscilaban enloquecidas dentro de sus redes de sujeción.

Y el clima, a medida que pasaban las horas, empeoraba todavía más. Las olas, aunque invisibles para los hombres que viajaban bajo cubierta, eran del tamaño de montañas. Los pasajeros se apretaban unos contra otros cada vez que el casco se alzaba o caía, pero también se veían lanzados, hora tras hora, contra las planchas de acero que daban forma a la bodega. Con los cuerpos golpeados y amoratados, los pies congelados y las gargantas en carne viva de tanto vomitar, habían renunciado a cualquier pretensión de dignidad.

Faraj Mansoor se concentraba en la mera supervivencia. Podía soportar el frío, era un hombre de montaña. En realidad, todos estaban acostumbrados a enfrentarse al frío con excepción del somalí, que sollozaba junto a él. Pero la náusea era otra cosa, y se preocupó de que pudiera debilitarlo más allá de lo soportable.

Los emigrantes no estaban preparados para los rigores de aquel viaje de cuatrocientas millas náuticas. Cruzar todo Irán, soportando el sofocante calor del contenedor, resultó incómodo; pero a partir de Turquía -Macedonia, Bosnia, Serbia y Hungría- el trayecto había sido relativamente cómodo. Hubo momentos temibles, pero los conductores de la Caravana sabían cuáles eran las fronteras más porosas y quiénes los guardias fronterizos más fácilmente sobornables.

La mayoría de los cruces fronterizos, si no todos, se realizaron de noche. En Esztergom, paso situado en el noroeste húngaro, incluso llegaron a encontrar un campo de fútbol desierto y disfrutaron de un pequeño partido y unos cigarrillos, antes de volver al camión para cruzar el río Morava y adentrarse en Eslovaquia. La última frontera antes de entrar en Alemania fue la de Liberec, a unos ochenta kilómetros al norte de Praga, y un día después ya podían estirar las piernas en Bremerhaven. Allí durmieron entre los tornos y los bancos de trabajo de un almacén. Después llegó el fotógrafo, y doce horas más tarde ya tenían los pasaportes; y, en el caso de Faraj, su carnet de conducir británico. Ahora lo llevaba, junto con los demás documentos, en una bolsita estanca guardada en el bolsillo interior de su cazadora, bajo el sucio mono de trabajo.

Abrazado a sí mismo en su asiento, Faraj intentó sobrevivir a los vaivenes y bandazos del Susanne Hanke. ¿Era su imaginación o esos infernales picos y simas por fin empezaban a amainar? Presionó el botón índigo de su reloj. Pasaba un poco de las dos de la madrugada, horario británico. Bajo el leve fulgor de la esfera pudo ver los pálidos y temerosos rostros de sus compañeros de viaje, agrupados como fantasmas. Para animarlos, sugirió que rezasen juntos.

A las 2.30, Ray Gunter divisó por fin el barco. La luz del Susanne Hanke era demasiado débil para distinguirla a simple vista, pero gracias al intensificador de imágenes aparecía como una clara flor verde cerca del horizonte.

– Ya te tengo -susurró, lanzando la colilla del cigarrillo contra los guijarros de la playa. Tenía las manos congeladas, pero la tensión, como siempre, mantenía el frío a raya.

– ¿Vamos? -preguntó Kieran Mitchell.

– Sí. Adelante.

Empujaron juntos los botes hasta el agua, sintiendo la espuma en sus rostros y el agua helada en sus pantorrillas. Al ser el marinero más experimentado de los dos, Gunter subió a la embarcación-guía. Encendió una barra luminosa que brilló con un azul fosforescente, y la colocó en un agujero de popa. Era esencial que ambos botes no se distanciaran demasiado.

Separados por pocos metros, los dos hombres enfilaron la mar picada, corrigiendo constantemente el rumbo a causa del fuerte viento del este. Ambos llevaban gruesas chaquetas impermeables y salvavidas. Cuando se acercaron hasta unos cien metros, guardaron los remos y pusieron en marcha los fueraborda Evinrude. Ambos motores cobraron vida y su sonido fue arrastrado por el viento. Situándose tras la estela de Gunter, con los ojos fijos en su fuente de luz, Mitchell lo siguió hasta mar abierto.

Diez minutos después, llegaban junto al Susanne Hanke. Los pasajeros reunieron su escaso equipaje y, ya sin los estropeados monos de trabajo -que más tarde se lavarían y prepararían para el siguiente contingente de ilegales-, fueron saliendo uno a uno de la bodega, y ayudados a transbordar a los botes mediante una escala de cuerda. Era un proceso lento y peligroso para llevarlo a cabo en una oscuridad casi absoluta y en alta mar, pero, media hora después, los veintiuno estaban sentados en los botes con los equipajes a sus pies. Todos excepto uno. Uno de ellos, de forma educada pero enérgica, insistió en llevar personalmente su pesada mochila. «Si te caes por la borda y te arrastra al fondo, amigo -pensó Mitchell-, será por tu maldita culpa.»

Rieran Mitchell sólo sabía una palabra en urdu, khamosh, que significa «silencio», pero en aquel momento no necesitó utilizarla. El cargamento, como era normal, parecía intimidado, temeroso y adecuadamente respetuoso. Como supuesto patriota, a Mitchell no le gustaban los moros ilegales y sería mucho más feliz enviando a todo el lote de vuelta a sus casas. No obstante, como hombre de negocios -y un hombre de negocios que trabajaba a tiempo completo para Melvin Eastman- tenía las manos atadas.

El viaje de vuelta a la orilla era la parte que más temía Mitchell. Los botes pesqueros, cuyo maderamen ya era viejo, podían soportar como máximo doce pasajeros y su borda quedaba terriblemente cerca del agua. La gran habilidad de Gunter como marino mantenía a la gente más o menos seca, pero los que viajaban con Mitchell no tenían tanta suerte y las olas rompían contra ellos casi continuamente. Por fin, fue un grupo desaliñado el que ayudó a arrastrar el bote hasta la playa y el que -como solían hacer todas las remesas- cayó de rodillas sobre los húmedos guijarros para dar las gracias por su llegada sano y salvo. Todos excepto uno, por supuesto, todos excepto el hombre de la mochila negra, que permaneció de pie mirando alrededor.

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