Ken Follett - La Caída De Los Gigantes

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La Caída De Los Gigantes: краткое содержание, описание и аннотация

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La caída de los gigantes sumerge al lector en una historia cargada de épica. Ésta primera novela, que forma parte de una trilogía, sigue los destinos de cinco familias diferentes a lo largo y ancho del mundo. Desde América a Alemania, Rusia, Inglaterra y Gales, Follet sigue la evolución de sus personajes a través de la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa y las primeras luchas por los derechos de la mujer.
Como siempre, Follet pone un especial interés por su tierra natal, Gales, al comenzar con la historia de Billy Williams, un sencillo minero; en América encontramos a Gus Dewar, un estudiante de derecho con el corazón partido por un desengaño amoroso. En Rusia, dos hermanos huérfanos, Grigori y Lev se ven en medio de una revolución que trastoca sus vidas y acaba por separar sus caminos. Como nudo entre las historias encontramos a la hermana de Williams, quien trabaja en Inglaterra como ama de llaves de Lady Fitzherbert, enamorada de un espía alemán, Walter von Ulrich.
Poco a poco estos personajes irán encontrándose a medida que la inmensa maquinaria creada por Follet avance, tan deprisa y violenta como el principio del siglo XX en el que se ven inmersos.
En los siguientes volúmenes de la trilogía, Follet seguirá con las mismas familias, creando un gran texto generacional con el que escribir y retratar uno de los siglos más terribles y maravillosos de la historia de la humanidad.

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La mañana del sábado en que estaba prevista la llegada de los reyes, Ethel se encargó personalmente de supervisar todas y cada una de las habitaciones de invitados, para asegurarse de que las chimeneas estaban encendidas y de que los almohadones habían sido ahuecados. En cada cuarto había al menos un jarrón con flores, llevadas esa misma mañana del invernadero; en cada escritorio había papel de cartas con el escudo de Ty Gwyn, y habían provisto toallas, jabón y agua para el aseo personal. Al anterior conde no le gustaba la fontanería moderna, y Fitz aún no había encontrado el momento de ordenar la instalación de agua corriente en todas las habitaciones. Solo había tres retretes en una casa con cien dormitorios, de manera que en la mayoría de las habitaciones seguían haciendo falta orinales. También habían colocado flores secas aromáticas en todas ellas, elaboradas por la señora Jevons según su propia receta, para eliminar los malos olores.

Se esperaba la llegada de la comitiva real para la hora del té. El conde acudiría a recibirlos a la estación de ferrocarril de Aberowen, donde sin duda se habría formado una gran multitud, esperando poder entrever fugazmente a los soberanos, aunque no había prevista allí ninguna aparición pública de los reyes. Fitz los llevaría a la casa en su Rolls-Royce, un automóvil grande y cerrado. El ayuda de cámara del rey, sir Alan Tite, y el resto del séquito que los acompañaba en el viaje irían detrás, con el equipaje, en una serie de vehículos tirados por caballos. Delante de Ty Gwyn, un batallón de los Fusileros Galeses ya estaba formando a uno y otro lado del camino de entrada para actuar como guardia de honor.

La pareja real aparecería públicamente ante sus súbditos el lunes por la mañana. Planeaban realizar un paseo por las aldeas de los alrededores en un coche de caballos descubierto y detenerse en el ayuntamiento de Aberowen para reunirse con el alcalde y los concejales antes de dirigirse a la estación de ferrocarril.

La llegada del resto de los huéspedes estaba prevista a mediodía. Peel se encontraba en el salón, asignando a las doncellas que debían conducirlos a sus habitaciones y a los mozos que debían subir el equipaje. Los primeros en llegar fueron los tíos de Fitz, el duque y la duquesa de Sussex. El duque era primo hermano del rey, y había sido invitado a fin de que este se sintiera más cómodo, en un entorno más familiar. La duquesa era la tía de Fitz y, al igual que la mayor parte de la familia, sentía un profundo y apasionado interés por la política, hasta el extremo de que en su casa de Londres celebraba una tertulia frecuentada por los miembros del gabinete ministerial.

La duquesa informó a Ethel acerca de que el rey Jorge V estaba un poco obsesionado con los relojes, y que no le gustaba nada ver que distintos relojes en una misma casa anunciasen una hora diferente. Ethel maldijo para sus adentros, pues en Ty Gwyn había más de un centenar de relojes. Tomó prestado el reloj de bolsillo de la señora Jevons y se dispuso a recorrer toda la casa para ajustar la hora.

Cuando entró en el comedor pequeño, se encontró con el conde. Este estaba de pie ante el ventanal, y parecía consternado. Ethel se paró a observarlo un momento. Era el hombre más guapo que había visto en su vida; era como si aquella tez pálida, iluminada por la tenue luz invernal, estuviese cincelada en mármol blanco. Tenía la mandíbula cuadrada, los pómulos prominentes y la nariz griega. Su cabello era negro y los ojos verdes, una combinación poco frecuente. No llevaba barba ni bigote, ni siquiera patillas. Con una cara tan hermosa como esa, pensó Ethel, ¿para qué taparla con pelo?

Él la sorprendió mirándolo.

– Acabo de saber que al rey le gusta tener cestos de naranjas en la habitación – exclamó -. ¡Y no hay una maldita naranja en toda la casa!

Ethel frunció el ceño. Ni uno solo de los tenderos de Aberowen tendría naranjas fuera de temporada, pues sus clientes no podían permitirse semejantes lujos. Ocurriría lo mismo en todas las demás poblaciones de los valles del sur de Gales.

– Si pudiera usar el teléfono, tal vez podría hablar con un par de fruterías de Cardiff – repuso ella -. Puede que tengan naranjas en esta época del año.

– Pero ¿cómo haremos para que nos las manden hasta aquí?

– Les pediré que coloquen una cesta en el tren. – Consultó el reloj que había estado ajustando -. Con un poco de suerte, las naranjas llegarán a la vez que el rey.

– Eso es – dijo él -. Eso es lo que haremos. – La miró directamente -. Eres asombrosa – exclamó -. No estoy seguro de haber conocido alguna vez a una muchacha como tú.

Ethel le sostuvo la mirada. A lo largo de las dos semanas anteriores, él se había dirigido a ella de forma muy similar a aquella, en un tono extremadamente familiar, con cierta intimidad, y eso le había hecho sentir extraña, le había provocado una especie de incómoda euforia, como si algo peligrosamente emocionante estuviese a punto de suceder. Era como ese momento en los cuentos de hadas en el que el príncipe entra en el castillo encantado.

El chirrido de unas ruedas fuera, en el camino de entrada, rompió el hechizo. Se oyó una voz familiar.

– ¡Peel! ¡Cuánto me alegro de verte!

Fitz miró por la ventana e hizo una mueca.

– ¡Oh, no! – exclamó -. ¡Es mi hermana!

– Bienvenida a casa, lady Maud – repuso la voz de Peel -, aunque lo cierto es que no la esperábamos.

– Al conde se le olvidó invitarme, pero he venido de todos modos.

Ethel contuvo una sonrisa. Fitz adoraba a su díscola hermanita, pero le resultaba difícil tratar con ella. Sus opiniones políticas eran alarmantemente liberales: era una sufragista, una activa militante del movimiento que propugnaba la concesión del voto a la mujer. A Ethel, Maud le parecía maravillosa, justo la clase de mujer independiente que a ella le habría gustado ser.

Fitz salió del comedor y Ethel lo siguió al salón, una estancia imponente decorada con el estilo gótico por el que tanta predilección sentían los victorianos como el padre de Fitz: revestimientos de madera oscura, papel de pared con abundantes motivos ornamentales y sillas de madera de roble labradas como si fueran tronos medievales. Maud ya estaba entrando por la puerta.

– Fitz, querido, ¿cómo estás? – lo saludó.

Maud era alta como su hermano, y ambos guardaban un gran parecido, pero las facciones cinceladas que hacían que el conde evocase la estatua de un dios no resultaban tan favorecedoras en el rostro de una mujer, por lo que Maud era más bien atractiva, en lugar de verdaderamente guapa. Contradiciendo la fama de anticuadas en la forma de vestir de las feministas, la joven iba ataviada según los cánones de la última moda, y llevaba una falda larga de tubo encima de unos botines abotonados, un abrigo de color azul marino con cinturón ancho y puños de varios botones, y un sombrero con una pluma clavada en la parte delantera como si fuera una bandera de regimiento.

La acompañaba tía Herm. Lady Hermia era la otra tía de Fitz. A diferencia de su hermana, que se había casado con un duque rico, Herm había contraído matrimonio con un barón despilfarrador que murió joven y en la ruina más absoluta. Diez años antes, cuando los padres de Fitz y Maud fallecieron en un intervalo de escasos meses, tía Herm se fue a vivir con ellos para cuidar principalmente de Maud, quien a la sazón tenía trece años, y aún seguía ejerciendo de señora de compañía de la joven, sin tener sobre esta ni sobre sus actos ninguna clase de autoridad.

– ¿Qué haces aquí? – le preguntó Fitz a Maud.

– Ya te dije que no le iba a hacer ninguna gracia – murmuró tía Herm.

– No podía faltar a la visita del rey – contestó Maud -. Habría sido una falta de respeto.

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