Echó a andar por el amplio pasillo, irritado y un poco triste. Poco después de casarse, aquella clase de rifirrafes lo dejaban desconcertado y abatido, pero últimamente se estaba acostumbrando. ¿Ocurría lo mismo en todos los matrimonios? No lo sabía.
Un lacayo de gran estatura que estaba bruñendo el pomo de una puerta se incorporó, se colocó con la espalda hacia la pared y bajó la mirada, tal como los miembros del personal del servicio de Ty Gwyn tenían instrucciones de hacer cada vez que el conde desfilaba ante ellos. En algunas mansiones, el servicio tenía que colocarse de cara a la pared, pero eso a Fitz le parecía demasiado feudal. El conde reconoció al hombre, pues lo había visto jugando un partido de críquet entre el personal de Ty Gwyn y los mineros de Aberowen. Era un buen bateador.
– Morrison – dijo Fitz, que recordó su nombre -. Avisa a Peel y a la señora Jevons para que acudan a la biblioteca.
– Enseguida, milord.
Fitz bajó la majestuosa escalera. Se había casado con Bea porque esta lo había encandilado, pero también por una razón más poderosa: soñaba con la idea de fundar una insigne dinastía anglorrusa cuyo dominio se extendiese hasta los últimos confines de la Tierra, tal como los Habsburgo habían gobernado diversas partes de Europa durante siglos.
Sin embargo, para eso necesitaba un heredero, y el mal humor de Bea significaba que aquella noche no iba a dejarlo entrar en su dormitorio. Podía insistir, pero eso nunca resultaba demasiado satisfactorio. Habían pasado ya un par de semanas desde la última vez. No quería una esposa que estuviese siempre dispuesta a hacer aquellas cosas, sería una vulgaridad, pero, por otra parte, dos semanas era mucho tiempo.
Su hermana, Maud, seguía soltera a sus veintitrés años, y para colmo, sería capaz de educar a cualquier hijo suyo para que acabara siendo un socialista rabioso que no vacilaría en malgastar toda la fortuna familiar imprimiendo panfletos revolucionarios.
Él llevaba casado tres años y empezaba a preocuparse. Bea solo se había quedado encinta una vez, el año anterior, pero perdió el niño a los tres meses. Ocurrió justo después de una disputa entre ambos. Fitz había cancelado un viaje que tenían planeado a San Petersburgo y Bea se alteró muchísimo, comenzó a llorar y a gritar que quería irse a su casa. Fitz se mantuvo en sus trece y se negó rotundamente – al fin y al cabo, un hombre no podía dejar que su mujer le diese órdenes – pero entonces, cuando ella sufrió el aborto, la culpabilidad que sintió lo convenció de que había sido culpa suya. Si ella se quedaba embarazada de nuevo, se juró a sí mismo que no haría absolutamente nada que pudiese turbarla hasta el nacimiento de su hijo.
Tras posponer mentalmente esa preocupación para más tarde, el conde entró en la biblioteca y se sentó al escritorio con incrustaciones de cuero para confeccionar una lista. Al cabo de uno o dos minutos, Peel apareció acompañado de una doncella. El mayordomo era el hijo menor de un granjero, y su rostro plagado de pecas y el pelo entrecano evocaban cierto aire a campo y a labores al aire libre, pero llevaba toda su vida trabajando como sirviente en Ty Gwyn.
– La señora Jevons está mala, milord – dijo. Hacía tiempo que Fitz había renunciado a tratar de mejorar el habla y el léxico de sus sirvientes galeses -. La barriga – añadió Peel con tono lúgubre.
– Ahórrame los detalles. – Fitz miró a la doncella, una joven hermosa de unos veinte años. Su cara le resultaba vagamente familiar -. ¿Y esta quién es?
La propia muchacha contestó.
– Ethel Williams, milord. Soy la ayudante de la señora Jevons. – Hablaba con el acento cantarín de los valles de Gales del Sur.
– Bueno, Williams, lo cierto es que pareces muy joven para asumir las tareas de un ama de llaves.
– Permítame, señor, pero la señora Jevons dijo que seguramente mandaría llamar al ama de llaves de Mayfair, aunque espera que, entretanto, tal vez yo consiga satisfacer sus necesidades.
¿Acaso vio un brillo pícaro en sus ojos cuando habló de satisfacer sus necesidades? A pesar de que hablaba con la debida deferencia, tenía aspecto de descarada.
– Muy bien – dijo Fitz.
Williams llevaba un grueso cuaderno en una mano y dos lápices en la otra.
– He ido a ver a la señora Jevons a su cuarto y se sentía con fuerzas suficientes para repasarlo todo conmigo.
– ¿Por qué llevas dos lápices?
– Por si se rompe uno – contestó ella, y sonrió.
Las sirvientas no debían sonreír al conde, pero Fitz no pudo evitar devolverle la sonrisa.
– Bien – dijo -, dime qué es lo que has anotado en ese cuaderno.
– Tres cosas – contestó la joven -: huéspedes, personal y provisiones.
– Muy bien.
– Por la carta que envió el señor, tenemos entendido que habrá veinte huéspedes. La mayoría de ellos vendrá acompañada por uno o dos asistentes personales, supongamos un promedio de dos, de modo que eso suma un total de cuarenta personas más en cuanto a alojamiento del servicio. Todos llegarán el sábado y se marcharán el lunes.
– Correcto. – Fitz sentía una mezcla de aprensión y placer muy similar a las emociones que había experimentado antes de pronunciar su primer discurso ante la Cámara de los Lores: estaba entusiasmado por hacer aquello y, al mismo tiempo, preocupado por hacerlo bien.
Williams siguió hablando.
– Obviamente, Sus Majestades se alojarán en las Habitaciones Egipcias.
Fitz asintió. Aquellas eran las dependencias privadas más espaciosas. El papel pintado de las paredes contenía motivos ornamentales de los templos egipcios.
– La señora Jevons ha sugerido qué otras dependencias deberíamos acondicionar y las he anotado en aquí.
La expresión «en aquí» era un localismo, una forma de hablar que resultaba redundante, pues significaba exactamente lo mismo que «aquí».
– A ver, enséñame eso – dijo Fitz.
La muchacha rodeó el escritorio y colocó el cuaderno abierto delante del conde. Los sirvientes domésticos estaban obligados a bañarse una vez a la semana, de modo que no olía tan mal como solían hacerlo los miembros de la clase trabajadora. De hecho, su cuerpo cálido desprendía una fragancia floral. Tal vez había robado el jabón aromático de Bea. Leyó la lista que le había enseñado.
– Muy bien – sentenció -. La princesa se encargará de asignar los huéspedes a las distintas habitaciones. Puede que tenga ideas muy concretas al respecto.
Williams pasó la página.
– Esta es una lista del personal adicional que vamos a necesitar: seis muchachas en la cocina, para lavar las verduras y fregar los cacharros; dos hombres con las manos limpias para servir la mesa; tres doncellas más y tres mozos para limpiar las botas y encender las velas.
– ¿Y sabes dónde podemos conseguir a toda esa gente?
– Huy, sí, milord, tengo una lista de lugareños que ya han trabajado aquí antes, y si con ellos no basta, les podemos pedir que nos recomienden a otros.
– Nada de socialistas, sobre todo – dijo Fitz con cierta angustia -. Intentarían hablarle al rey de las perversidades del capitalismo. – «Con los galeses, nunca se sabe», pensó.
– Por supuesto, milord.
– ¿Qué hay de las provisiones?
La doncella pasó otra página del cuaderno.
– Esto es lo que necesitamos, basándonos en los banquetes previos que se han celebrado en la casa.
Fitz examinó la lista: cien barras de pan, veinte docenas de huevos, cuarenta litros de nata, cuarenta y cinco kilos de tocino, trescientos kilos de patatas… Empezó a aburrirse.
– ¿No deberíamos dejar eso hasta que la princesa haya decidido los menús?
– Es que hay que traerlo todo de Cardiff – repuso Williams -. Las tiendas en Aberowen no pueden asumir pedidos tan cuantiosos, y hasta a los proveedores de Cardiff hay que avisarlos con tiempo, para asegurarnos de que tengan cantidades suficientes el día en cuestión.
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