Durante el trayecto por el pasillo, Mosolov se mantuvo tres pasos largos detrás de Bond, y en el ascensor se apostó en el rincón más lejano. No cabía duda de que el agente soviético había recibido un buen entrenamiento. Un movimiento sospechoso por parte de Bond, y la pistola dejaría oír un sordo estampido, amortiguado por el silenciador, que originaría un grueso orificio en las entrañas vitales del agente 007.
Se dirigieron al aparcamiento, hacia donde estaba el Saab. Unos metros antes de llegar al vehículo, Bond se volvió.
– Voy a sacar la llave del bolsillo, ¿conforme?
Kolya guardó silencio y se limitó a asentir con un movimiento de cabeza a la vez que removía el cañón del arma oculta debajo del abrigo para refrescarle la memoria. Bond tomó la llave mientras escrutaba de una ojeada los alrededores. El aparcamiento estaba solitario; ni un alma a la vista. El hielo crujía bajo sus pies y sintió el sudor que se concentraba en los sobacos bajo las gruesas prendas de abrigo. Era de día.
Llegaron al coche. Bond abrió la portezuela del lado del conductor y luego volvió la espalda a Kolya.
– Tengo que pulsar el botón de encendido, no poner el motor en marcha, sino el circuito electrónico para desbloquear el cierre -dijo.
Kolya asintió de nuevo mientras Bond se inclinaba sobre el asiento del conductor. Al introducir la llave en el encendido desbloqueó el volante y comunicó al ruso que tenía que tomar asiento para abrir el compartimento donde se hallaba oculto el teléfono. Kolya volvió a dar su asentimiento. Bond sintió casi en propia carne el cañón del arma de Kolya apuntándole desde debajo del anorak, sabedor de que a la sazón la sorpresa y la rapidez eran sus únicos aliados.
Con gesto casi maquinal Bond pulsó el botón cuadrado de color negro en el tablero de mandos, en tanto su mano izquierda se colocaba en el lugar que correspondía. Se oyó un silbido producido por el mecanismo hidráulico que abría el compartimento secreto. Segundos después su mano izquierda empuñaba la enorme Ruger Redhawk.
Entrenado a disparar con ambas manos, y con la confianza que inspiraban sus movimientos pausados y normales, Bond, apremiado como estaba, se volvió ligeramente y disparó el arma apenas salida de su escondite. La explosión del cartucho de la Magnum le chamuscó los pantalones y el anorak.
Kolya Mosolov no tuvo tiempo de enterarse de lo ocurrido. Momentos antes tenía el dedo en el gatillo de la Stetchkin con silenciador y segundos después una explosión cegadora, un dolor que ni siquiera llegó a sentir, y, por último, la oscuridad y las tinieblas eternas.
El impacto de la bala arrancó al ruso del suelo, le perforó el gaznate y casi desgajó la cabeza del cuerpo. Los zapatos arañaron el hielo al resbalar hacia atrás y el cuerpo giró en el instante de desplomarse, yendo a parar a casi dos metros del punto de caída, tal había sido la fuerza del impacto.
Bond ni siquiera vio lo sucedido. Tan pronto hubo disparado, cerró de golpe la portezuela, retornó la Redhawk al compartimento y dio vuelta completa a la lleve del encendido.
El Saab retornó a la vida. La mano de Bond procedió con destreza y confiada calma. Primero pulsó el botón de cierre del escondite, ancló el cinturón flexible de seguridad, soltó el freno de mano y el coche inició el avance, al tiempo que ajustaba las entradas de aire de la calefacción y ponía en funcionamiento la luneta térmica.
En el momento de arrancar el coche atisbó muy rápidamente lo que quedaba del espía soviético: un pequeño montón de ropa sobre el hielo y un charco de sangre que se agrandaba por momentos. Viró Para tomar Mannerheimintie y sumarse al reducido tráfico que en aquella hora se dirigía al aeropuerto Vantaa.
Una vez enfilada la ruta, Bond echó mano del teléfono y activó el dispositivo que había sido causante del error que había costado la vida a Kolya Mosolov. La suya era una simple llamada urbana que no necesitaba de unidad piloto ni de arreglos especiales, ya que el enlace local, bajo cuyo control teórico estaba Bond, disponía de un número situado a menos de quince kilómetros del punto donde a la sazón se encontraba el Saab, camino del aeropuerto.
Marcó el número en cuestión, pulsando los botones al tacto más que con la vista, ya que Bond tenía que estar alerta a todos los detalles dada la situación. A través del microteléfono oyó un zumbido lejano, pero nadie atendió la llamada. De todas maneras, Bond se dio por satisfecho.
Condujo con cuidado, atento a la velocidad, pues la policía finesa era particularmente susceptible en esta materia y no perdonaba al infractor. El reloj del tablier, ajustado ya a la hora de Helsinki indicaba las ocho y cinco de la mañana. Llegaría a Vantaa sobre las ocho y media, sin necesidad de acelerar, seguramente a tiempo de enfrentarse cara a cara con Von Glöda.
El aeropuerto, como sucede en todas las terminales internacionales, estaba muy concurrido. Aparcó el Saab en un lugar de fácil acceso y se metió la aparatosa Ruger Redhawk en el interior del anorak, el largo cañón del arma introducido al sesgo en el cinturón. En las escuelas de tiro enseñan a no utilizar jamás el truco que tantas veces aparece en las películas, consistente en portar la pistola sujeta por el interior del cinto con el cañón en línea recta con la pierna; por el contrario, recomiendan llevarla atravesada, pues en caso de accidente uno podría perder fácilmente un pie, y eso con suerte. Si la desgracia se ceba en el que porta el arma de manera poco ortodoxa, corre el riesgo de perder lo que un instructor denominaba «el aparejo marital», expresión que Bond encontraba de mal gusto. Introduzca el arma de lado, y a lo sumo se chamuscará la piel, aunque puede que el infortunado que esté demasiado cerca encaje el tiro.
El gran reloj de pared de la sala de espera destinada a los vuelos internacionales marcaba las ocho y media menos dos minutos.
Con paso vivo, abriéndose paso entre la multitud, Bond llegó al mostrador de información y se enteró de la hora a que tenía prevista su salida el avión de las nueve con destino a París. La azafata ni siquiera levantó la vista. El número del vuelo era AY 873 vía Bruselas. No avisarían a los pasajeros hasta un cuarto de hora más tarde, pues había un poco de demora por razones de avituallamiento.
Por el momento no era preciso, pues, requerir a Von Glöda a través de los altavoces. Si los acompañantes que integraban su escolta andaban esparcidos por ahí, quizá pudiera arrinconarle en aquel sector de la terminal. Si no resultaba posible, no le quedaría más remedio que salirle al paso en la zona contigua a las pistas.
Cuidando de protegerse las espaldas en la medida de lo posible, Bond traspuso con dificultad la zona de las tiendas, con la idea de apostarse cerca del pasillo que discurría por el extremo izquierdo del edificio, por el que se iba a las cabinas de control de pasaportes y a las salas de espera vecinas al área de estacionamiento de los aviones.
Al fondo de esta sección de la zona de salidas, frente a unos grandes ventanales, había una cafetería separada de la sala principal por un seto de flores artificiales de muy poca consistencia. A la izquierda de esta valla, muy cerca del punto donde se encontraba Bond, estaba la sección de control de pasaportes, con sus estrechas cabinas ocupadas por funcionarios de la policía.
El superespía empezó a escrutar los rostros con la esperanza de descubrir el de Von Glöda. En la sección mencionada había un incesante flujo de pasajeros, en tanto que la cafetería también rebosaba de público, la mayoría sentado en torno a unas mesillas redondas y de baja altura.
De repente, casi sin quererlo, Bond vio por el rabillo del ojo la faz de su presa: el mismísimo Von Glöda que se levantaba de una de las mesas de la cafetería.
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