Bond se acercó al bordillo y detuvo el automóvil.
– Lo sé, Paula -al tiempo que decía estas palabras sacó de la guantera las condecoraciones de Von Glöda y las arrojó a la falda de su compañera-. Las encontré en el tocador cuando me presenté en tu apartamento antes de partir para la zona ártica. Estaba, en efecto, todo revuelto.
Por unos segundos la muchacha pareció muy irritada.
– En tal caso, ¿por qué no hiciste uso de ellas? Habrías podido mostrárselas a Anni.
Bond le dio unas palmaditas en la mano.
– Lo hice y las reconoció, cosa que me produjo sospechas y recelos en lo concerniente a ti. ¿Dónde las conseguiste?
– Me las dio Von Glöda, por supuesto. Quería que las mandara limpiar y bruñir. Tenía como una obsesión por ellas, al igual que por su glorioso destino -hizo chasquear la lengua, como recriminándose por el hecho-. Demonios, debiera haber supuesto que aquel hijo de perra las utilizaría contra mí.
Bond tomó las medallas y las metió otra vez en la guantera.
– Está bien -dijo, aliviado-, quedas absuelta. Vamos a solazarnos un poco, Paula. ¿Qué tal si tomamos la suite nupcial del Intercontinental?
– ¿A ti qué te parece? -Paula apretó la mano de Bond entre las suyas y luego le rozó la palma con un dedo a todo lo largo.
Se inscribieron sin dificultad en el registro del hotel y el servicio ininterrumpido de restaurante les procuró alimento y bebida en corto tiempo. El viaje en coche, las explicaciones mutuas y la larga amistad que les unía consiguieron dar al traste con todas las barreras que se interponían entre ellos.
– Voy a darme una ducha -indicó Paula- y luego podremos disfrutar a gusto. No sé en tu caso, pero yo diría que ninguno de nuestros departamentos tiene por qué saber que hemos llegado a Helsinki hasta dentro de veinticuatro horas.
– ¿No crees que sería mejor ponernos en contacto con ellos? Siempre nos cabe el recurso de decir que estamos en camino -sugirió Bond.
Paula reflexionó unos instantes.
– Bien, quizá me decida a llamar a mi enlace un poco más tarde. Cuando hay algo urgente, mi jefe siempre me deja un número al que poder llamar. ¿Y tú?
– Dúchate tú primero y luego lo haré yo. No creo que mis superiores necesiten nada de mí hasta mañana por la mañana.
Paula le dedicó una encantadora sonrisa y se dirigió al baño con la bolsa de viaje en la mano.
James Bond soñaba. Era un sueño que había tenido antes muchas veces: el sol y una playa que identificaba sin lugar a dudas como la de Royale-les-Eaux. Era el mismo paseo marítimo de antaño por supuesto. No el nido de turistas en que se había convertido. En el sueño de Bond la vida y el tiempo se habían detenido, y aquel marco era el de su infancia y adolescencia. Sonaba una banda de música. Los macizos de salvias, alhelíes y lobelias formaban una orgía de color. Hacía calor y él se sentía contento.
Era un sueño que se le presentaba normalmente cuando se sentía a gusto, y, ciertamente, aquella noche le había deparado muchas alegrías. Junto con Paula había conseguido escapar de las garras de Kolya Mosolov, había llegado hasta Helsinki y allí… bueno, las cosas se sucedieron mejor incluso de lo que ambos esperaban.
Paula volvió del baño vestida tan sólo con una vaporosa bata, el cuerpo lozano y fresco, con un aroma que a Bond se le antojaba más incitante que nunca.
Antes de ducharse, el superagente hizo una llamada a Londres. Más en concreto, a un número reservado para los mensajes grabados de M. En el supuesto de que hubiese alguna novedad, ahora se enteraría de ello, como respuesta al mensaje cifrado que había mandado desde el Saab cuando se encontraba todavía en Salla.
Tal como esperaba, se dejó oír la voz de su jefe. Era un comunicado escueto en un lenguaje ambiguo que casi equivalía a una felicitación por la forma en que Bond había llevado las cosas. También confirmaba que se sabía que Paula trabajaba para el SUPO. Bond se dijo entonces que ya no podían surgir más sorpresas.
Paula fue la primera en tomar la iniciativa y le hizo el amor como una especie de anticipo de lo que iba a venir. Luego, tras un breve reposo durante el cual Paula conversó y bromeó acerca de las difíciles situaciones que casi les llevaron a la catástrofe, Bond continuó allí donde la chica se había detenido.
Eran aquéllos unos instantes llenos de paz, ternura y calor. Un calor sólo atenuado por el frío tacto de un no sé qué en el cuello. Medio adormilado, Bond trató de sacudirse con la mano lo que parecía una intromisión anormal en la cálida sensación que su cuerpo experimentaba, y al hacerlo topó con un objeto duro y que adivinaba desagradable, aunque de manera muy vaga. Abrió repentinamente los ojos y sintió la presión del objeto frío en la garganta. ¡Se acabó Royale-les-Eaux! Una vez más se imponía la cruel realidad.
– Limítese a enderezarse y estése quieto, señor Bond.
El superespía volvió la cabeza y vio a Kolya Mosolov que retrocedía unos pasos. En su mano, apuntando al cuello de Bond, esgrimía una aparatosa Stetchkin que aún parecía mayor debido a que llevaba un silenciador acoplado al cañón.
– ¿Cómo…? -farfulló Bond. Luego pensó en Paula y vio que estaba profundamente dormida a su lado.
Mosolov soltó una risita, un detalle inusitado en él, pero nada extraño tratándose de un hombre de múltiples registros.
– No te preocupes por Paula -dijo con voz sosegada, seguro de sí mismo-. Debíais de estar muy cansados, supongo, porque pude forzar la cerradura, ponerle una pequeña inyección y echar un vistazo por la habitación sin despertaros.
Bond juró por lo bajo. Aquello era impropio de un agente de su experiencia. ¿Cómo pudo haber sido tan necio para descuidar la guardia y dejar que el sueño le venciera por completo? Por lo demás, había tomado todas las precauciones que era menester. Incluso recordaba haber inspeccionado la estancia en busca de artefactos de escucha como primera medida.
– ¿Qué clase de inyección? -trató de no aparentar inquietud.
– Dormirá como una bendita por espacio de seis o siete horas. Suficiente para que nosotros hagamos lo que cumple hacer.
– ¿De qué se trata?
Mosolov hizo un ademán con la mano que sostenía la Stetchkin.
– Vístete. Queda un trabajito que quiero terminar. Luego emprenderemos un viaje de placer. Incluso te he conseguido un pasaporte nuevo; sólo para estar seguro. Saldremos de Helsinki en coche, después subiremos a un helicóptero y, por último, transbordaremos a un avión que nos estará esperando. Para cuando Paula esté en condiciones de dar la alarma, nosotros ya estaremos muy lejos.
Bond se encogió de hombros. No tenía muchas alternativas, si bien deslizó la mano hasta la almohada, debajo de la cual había colocado su automática. Kolya Mosolov rebuscó en su anorak, que llevaba desabrochado, y finalmente dejó ver la P-7 de Bond metida en su cinturón.
– Me pareció más seguro. Para mí, claro está.
Bond puso los pies en el suelo y alzó la vista hasta el ruso.
– ¿No abandonas fácilmente, verdad Mosolov?
– Mi carrera depende de que te lleve conmigo a Moscú.
– Al parecer da lo mismo vivo que muerto -Bond se puso en pie.
– A ser posible con vida. Lo que sucedió en la frontera resultó de lo más preocupante, pero al fin tengo ocasión de terminar lo que había empezado -exclamó Kolya con satisfacción.
– No lo entiendo -Bond empezó a caminar hacia el sillón donde estaba su ropa doblada-. Tu gente hubiese podido acabar conmigo los últimos años si les hubiera venido en gana. ¿Por qué precisamente ahora?
– Limítate a ponerte esa ropa.
Bond obedeció, pero sin dejar de conversar.
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