John Gardner - Misión De Honor

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En su última película, James Bond renuncia a la categoría de 007, abandona el servicio y parte hacia Montecarlo, al volante de su Bentley Mulsanne Turbo, para cumplir una misión distinta a todo lo que había hecho hasta aquel momento. ¿Cómo explicar el súbito cambio de vida del hombre que venía siendo la más elogiada arma defensiva de cuantas ha tenido el Estado británico? ¿Y qué imprevisibles consecuencias tendrá esta decisión para el juego internacional de fuerzas cuyo equilibrio nos permite a los ciudadanos corrientes dormir tranquilos? Bond ha sido nombrado heredero de su tío Bruce, de Australia, con una condición de obligado cumplimiento: tiene que gastar las primeras cien mil libras del legado frívolamente, en actividades censurables cuya elección deja a su albedrío, dentro de un plazo determinado. Y Bond decide conciliar parte de ese mandato con su renovada pasión por ese príncipe de los coches que es el Bentley. Pero su abandono del Servicio exige explicaciones más consistentes. En el Parlamento, la oposición interpela al Ministerio a propósito de fallos en el sistema de seguridad británico encubiertos por el Gobierno. El que se sospeche de él no preocupa tanto a Bond como la posibilidad de que en el esclarecimiento de los hechos su honorabilidad se ponga en tela de juicio. Esta nueva y diabólica trama de John Gardner conduce a James Bond hasta un genio de los ordenadores que traiciona al Pentágono. También le enfrenta a un siniestro ejército mercenario que está fraguando una audaz operación terrorista, y le lleva a un alocado vuelo en zeppelín sobre Ginebra coincidiendo con la celebración de una conferencia en la cumbre de defensa de la paz. Y para salvar su honor, James Bond tendrá que vencer todos esos obstáculos…

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Bond depositó el total de sus ganancias en el par, y salió el catorce, rojo. Setenta y cinco mil francos sobre la apuesta de igual importe. Podía dar por concluida la noche. Lanzó una ficha de cinco mil francos sobre el tapete y, musitando Pour les employés [9], echó hacia atrás la silla. La operación provocó un breve gemido a su espalda, al rozar la silla la pierna de la muchacha, con lo cual se derramó de su vaso una porción de liquido que fue a parar a la mejilla de él. El incidente era de todo punto natural, no habiéndose percatado el inglés de que la joven estaba detrás de él, pero lo cierto es que todo el asunto se había previsto meticulosamente tiempo atrás en Londres, en el piso franco de St. Martin's Lane.

– Lo siento infinitamente… Pardon, madame, je…

– Descuide, hablo inglés -la voz era modulada y clara, sin la nasalidad típica del acento norteamericano-. La culpa ha sido mía. No debí acercarme tanto. Pero como el juego estaba tan…

– Permítame por lo menos que le invite a tomar otra copa.

Y terminando de secarse la cara, la asió del codo y la llevó hacia la pequeña barra. Uno de los agentes de seguridad de la casa, de negro esmoquin, sonrió al verles alejarse. ¿Cuántas veces habría asistido a esa maniobra femenina para enganchar a un hombre? La cosa carecía de importancia, desde luego, siempre y cuando la mujer fuese respetable, y aquélla era una turista norteamericana. Les deseó, para sus adentros, buena suerte

– ¿Cómo ha dicho que se llamaba? -inquirió ella, alzando hacia la suya su copa de champán.

– James Bond. James, para los amigos.

– Los míos me llaman Percy. Lo de Persephone Proud resulta demasiado largo.

Los ojos de Bond la miraron sonrientes sobre el borde de la copa.

– ¿De veras? -dijo, enarcando una ceja-. Brindo por poderme contar entre los que usan el diminutivo…

Percy era una joven sosegada, de conversación fácil, dueña de esa doble virtud que es el sentido del humor junto al del ridículo.

– Muy bien, James… -estaban en el hotel de París, en la habitación de ella, provistos de sendos cócteles de champán-. Pasemos a los detalles. ¿Qué información te han dado?

– Muy poca.

«Los pormenores se los proporcionará ella -le había dicho «M»-. Muéstrese a la altura de las circunstancias, confíe y aprenda. Ella conoce mejor que nadie este asunto.

– ¿Conoces esta cara? -preguntó, al tiempo que sacaba de su bolso una fotografía de pequeño formato-. Tengo que destruirla en cuanto te la haya mostrado. No conviene que me la encuentren encima.

Era el mismo retrato, pero de menor tamaño, que Bond había visto en el piso de St. Martin's Lane.

– Jay Autem Holy -dijo Bond.

El hombre en cuestión parecía muy alto y era dueño de una voluminosa nariz ganchuda y de un cráneo de alta bóveda cuya calva no la conseguía disimular el escaso pelo.

Profesor Jay Autem Holy -corrigió ella.

– Fallecido. Y eres su viuda, aunque no te hubiese reconocido… después de haber visto ciertas fotos tuyas.

Ella respondió con una risita contagiosa.

– Se han hecho algunos cambios.

– Y que lo digas. La otra no hubiese resultado atractiva, de luto. Y a ti te sentaría bien cualquier color.

– Manejas con mucha habilidad la lisonja, James Bond. Pero en verdad no creo que la anterior señora de Jay Autem Holy necesitase crespones de viuda. Porque, ¿sabes?, él no murió.

– Cuéntame eso.

Empezó por lo que «M» ya le había anticipado a Bond. Mas de diez años atrás, en la época en que el profesor Jay Autem Holy trabajaba en exclusividad para el Pentágono, un Grumman Mohawk de la Infantería de Marina de los Estados Unidos se había estrellado en el Gran Cañón. El profesor Holy y el general Joseph Zwingli, de sobrenombre «Rolling Joe» («Joe Vueltas»), eran los únicos pasajeros.

– Como ya sabes -continuó Percy-, Jay Autem se había anticipado a su época. Antes de que la mayor parte de la gente hubiera oído hablar de los ordenadores, él ya era un genio en esa materia. En el momento del accidente estaba trabajando en un avanzadísimo programa del Pentágono. El avión fue a estrellarse en un lugar por demás inaccesible. Sus restos acabaron en el fondo de una escarpada garganta. No se pudieron recuperar los cadáveres… ni el bonito montón de importantes cintas de ordenador que Jay Autem llevaba consigo. Se referían a un programa de entrenamiento para jefes militares que tenía casi ultimado y con el cual, mediante el proceso de datos, era posible anticipar los movimientos del enemigo en campaña. Un trabajo literalmente inestimable.

– ¿Y el general?

– ¿«Joe Vueltas»? Un chiflado. Condecoradísimo y más que valiente, pero un chiflado. Aseguraba que los Estados Unidos se habían ido al pote…, al pote comunista, y decía abiertamente que el país necesitaba un cambio del sistema político, con el ejército en el poder. Según él, los políticos estaban vendidos, la moral se había relajado por completo y la gente necesitaba que se le enseñara a respetar los valores.

Bond asintió.

– ¿Por qué le llamaban «Joe Vueltas»?

Percy volvió a reír.

– Porque en sus tiempos de piloto, durante la segunda guerra mundial, probaba las fortalezas volantes haciéndolas voltear en el aire, a trescientos metros del suelo.

– ¿También el profesor Holy tenía un apodo?

– Sus colegas y algunos amigos le llamaban el Santo Terror [10]. Era muy duro como jefe… -respondió Percy. Y tras una pausa, añadió: -Y como esposo.

– Difunto esposo -le recordó Bond, que se quedó mirándola fijamente, sin parpadear, mientras ella apuraba el cóctel de champán y pasaba cuidadosamente la copa en una mesita auxiliar.

– De difunto, nada -Percy sacudió la cabeza-. Jay Autem Holy no murió en aquel accidente aéreo. Un reducido número de personas lo supieron desde el principio. Pero ahora hay pruebas.

– ¿Pruebas? ¿Dónde? -indagó Bond, propiciando el momento para el cual le había preparado «M».

– Como quien dice en la puerta de vuestra casa, James. En un rincón del Oxfordshire, en el corazón de la Inglaterra rural. Pero no para ahí la cosa. ¿Te acuerdas del robo de la colección Kruxator, ocurrido en Londres?

Bond asintió.

– ¿Y del golpe de los veinte millones de libras en lingotes de oro? ¿Y de aquel caso del secuestro aéreo de los mil millones? ¿Recuerdas el avión que transportaba billetes de banco recién impresos en Inglaterra por cuenta de países extranjeros?

– Lo recuerdo muy bien.

– ¿Y cuál dirías tú, James, que fue el común denominador de esos delitos?

Bond presentó su pitillera de bronce a Percy, que declinó la invitación con un ademán casi imperceptible. A él mismo le sorprendió que la pitillera volviese a su bolsillo sin haber sido abierta. Con el ceño fruncido, respondió:

– Yo diría que… la importancia de las sumas que se barajaban…, la cuidadosa preparación… ¡Un momento…! ¿No dijo Scotland Yard que casi parecían delitos planeados con ordenadores?

– Ni más ni menos. Has dado con la respuesta exacta.

– Percy… -en la voz de Bond vibraba el desconcierto-. ¿Qué tratas de insinuar?

– Que el profesor Jay Autem Holy está vivito y coleando, e instalado en un pequeño pueblo de los alrededores de Banbury, en vuestro agradable Oxfordshire, que lleva el nombre de Nun's Cross. ¿Conoces Banbury, James? Es un lugar idílico -Percy comprimió un poco los labios-. Pues bien, allí le tienes. Planeando operaciones delictivas, y a buen seguro también terroristas, a base de simulacros obtenidos por ordenador.

– ¿Pruebas?

– Bien… -nueva pausa-. Decir que no se recuperó ningún cadáver después del accidente aéreo, no acaba de ajustarse a la verdad. Encontraron los restos del piloto. Pero sólo los suyos. Los Servicios Secretos, la policía y los cuerpos de seguridad andan desde entonces en busca de Jay Autem Holy.

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