Matilde Asensi - Venganza en Sevilla

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Venganza en Sevilla: краткое содержание, описание и аннотация

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Sevilla 1607. Catalina Solís -la protagonista de Tierra firme- llevará a cabo su gran venganza en una de las ciudades más ricas e importantes del mundo, la Sevilla del siglo XVII. Catalina cumplirá así el juramento hecho a su padre adoptivo de hacer justicia a sus asesinos, los Curvo, dueños de una fortuna sin igual amasada con la plata robada en las Américas.
Su doble identidad -como Catalina y como Martín Ojo de Plata- y un enorme ingenio le hacen diseñar una venganza múltiple con distintas estrategias que combinan el engaño, la seducción, la fuerza, la sorpresa, el duelo, la medicina y el juego, sobre un profundo conocimiento de las costumbres de aquella sociedad…

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– ¿Y cómo va ella a mandar a uno de sus criados a seguir a Diego Curvo? Podría verse comprometida.

– Dile que envíe a Alonsillo. Es un pícaro amigo de burlas. Sabrá ejecutarlo sin llamar la atención y te aseguro, compadre, que, si él no pudiera, conoce a otra mucha gente que sí.

Rodrigo partió y yo bajé hasta el patio y subí en mi coche, con el ánimo dispuesto para soportar otra larga noche en una fiesta de opulencia, esplendor e hipocresía, luciendo ante una caterva de títulos nobiliarios, ilustres autoridades de Sevilla, frailes y obispos de la Santa Iglesia mi singularidad de viuda indiana, hablando encantadoramente de las obras de mi espléndido palacio y de las costumbres y curiosidades del Nuevo Mundo. La alta aristocracia sólo vivía para visitarse y exhibir sus linajes y grandes fortunas, como hacían aquel día los duques de Villavieja, que daban su fiesta para mostrar en sociedad los dos lienzos del maestro Francisco Pacheco que habían encargado para regalar a cierto monasterio cisterciense. Ningún mercader ni comerciante había sido invitado a la fiesta. Yo era la flor exótica que los duques lucían aquella noche en su jardín y eso me convenía porque aumentaba mi valor ante los ojos de los hermanos Curvo, pues, gracias a la ayuda de don Luis, era afectuosamente recibida donde ellos no podían entrar.

Mas el mundo de lujo y alcurnias en el que me movía no me había hecho olvidar quién era yo, cuál era mi sitio verdadero y para qué estaba allí y, si algún peligro hubiera corrido de olvidarlo, los paseos en mi carruaje de un palacio a otro y de una fiesta a otra me lo hubieran recordado, pues en las calles se veía la indigencia de las pobres y humildes gentes del pueblo de Sevilla: los niños descamisados y descalzos bajo el frío, las abuelas vendedoras de huevos fritos que se resguardaban en las esquinas, los picaros hambrientos comidos a su vez por pulgas, los padres sin trabajo ni pan para sus hijos que caminaban sin rumbo enseñando los dedos a través del cuero roto de las botas… Esa era la España real, la verdadera, la que no recibía ni un solo maravedí de las inmensas riquezas del Nuevo Mundo.

Aquella noche, en el palacio de los duques de Villavieja, bailé la Pavana con el anciano duque hasta que amaneció, y estuve tan brillante y encantadora que lo dejé plenamente cautivado. Dijo de mí que yo era una mujer hermosa, inteligente y modesta, como correspondía a una viuda de vida excepcional. Me reí y le hice una graciosa reverencia. A fe que no sabía él cuánta razón tenía.

La primera visita que recibí en mi propio palacio el mismo día que me instalé fue la de Alonsillo. El antiguo esportillero, acompañado por un misterioso compinche, entró en las cocinas usando la portezuela que daba a un callejón trasero y pidió a los criados ser recibido por Rodrigo quien, al punto y conociendo las nuevas que traían, condujo a ambos secuaces discretamente hasta mi antecámara utilizando los corredores más solitarios de la inmensa casa. Rodrigo llamó a mi puerta y Alonso y él entraron. Me dio grande alegría volver a ver al sonriente pícaro, mucho más guapo con sus nuevas ropas de criado de casa pudiente.

– ¿Dónde está mi señor Martín? -preguntó con una galante inclinación de cabeza.

– Ahora mismo le llamo para que salga y hable contigo -respondí, siguiéndole la chanza.

– Decidle que tengo ganas de verle.

El corazón me dio un vuelco. Me gustaba su sonrisa y su desvergüenza. Se había aderezado como un pino de oro para que yo le viera.

– ¿Qué me traes? -le pregunté, tomando asiento.

– Doña Clara me ha dicho que viniera a informaros. Lo sé todo sobre Diego Curvo.

– Ya será menos, bribón -afirmé, sonriendo-. Habla.

– Le he seguido seis días vestido de andrajos y fingiendo estar tullido y enfermo. He dormido en el portal que hay frente a su casa para que no se me escapara en sus salidas. He hablado con la gente y…

– Y no habrás levantado sospechas, espero -le atajé.

– Ninguna. Mi padre me ayudó. Y no hay quien gane a mi señor padre en estos asuntos.

Alcé las cejas, sorprendida y furiosa, presta a la disputa, mas el pícaro me contuvo con un gesto.

– Permitid que os lo presente. Está fuera, esperando.

Aquello era más de lo que podía soportar. Rodrigo, en cambio, permanecía tranquilo y sonriente y eso me retuvo. Alonso fue hacia la puerta y la abrió.

– Entrad, padre.

Un fraile vestido con el hábito de San Francisco y con la capilla calada hasta el pico para ocultar el rostro entró en mi cámara.

– ¡Descubríos! -le ordenó Rodrigo.

El fraile se retiró la capilla y se dejó ver. Era un hombre mayor, de unos cuarenta años, bastante calvo aunque con barba rubia y pobladas cejas. No podía ser un fraile verdadero pues era el padre de Alonsillo y sus ojos claros, azulados, lo demostraban, de donde se venía a sacar que era tan dado a las fullerías y picarescas como el hijo y, como el hijo, igual de gallardo. Deploré que se acopiara tanta galanura en una familia de bellacos y embelecadores como aquélla.

– Éste es mi señor padre, doña Catalina.

– En nombre sea de Dios -dijo el fraile a modo de saludo.

Rodrigo y yo soltamos una carcajada y Alonso se ofendió.

– ¡Mi padre es un franciscano verdadero, señora! Dejad de reíros.

– ¿Es fraile de verdad? -me burlé.

– Así es, señora -respondió el aludido, dando un paso adelante-. De la orden mendicante de San Francisco. Abandoné el convento cuando conocí a la madre de Alonso. Dejé de pedir limosna por los caminos y me quedé a vivir con ella y con ella tuve cuatro hijos a los que sigo cuidando pues su madre ya no está con nosotros.

– ¿Os abandonó? -quise saber, cada vez más sorprendida. Aquel hombre parecía estar diciendo la verdad, por increíble que fuese.

– Murió de sobreparto, señora, hace ahora cinco años. Mis hijos me retienen aquí, pues, de otro modo, habría regresado ya al convento.

– Queréis decir… ¿Cómo os llamáis? -le preguntó Rodrigo.

– Respondo por padre Alfonso o fray Alfonso Méndez.

– Así pues, fray Alfonso -inquirió Rodrigo, colocándose a su lado-, habéis logrado escapar de la Santa Inquisición y criar a vuestros hijos sin que la Iglesia os haya quemado.

– No soy el único fraile ni cura que vive decentemente con su barragana y cría a sus hijos en Sevilla y en Castilla -su voz sonaba altiva y su gesto era de dignidad-. Somos tantos que la Inquisición no tiene calabozos para nosotros. Algún día, cuando sus tribunales estén menos ocupados con las herejías, emprenderá la reformación de las costumbres y, entonces, nos encarcelará y juzgará, mas, por el momento, nos deja vivir tranquilos.

– Mi padre se gana muy bien el pan confesando a las gentes de los pueblos y las aldeas -nos aclaró Alonso con orgullo-. ¿Quién no prefiere recibir el sacramento del perdón de un sacerdote con hijos que entiende las debilidades humanas? Todos los hermanos del gremio de ladrones y rufianes de Sevilla tienen a mi padre por su confesor.

No daba crédito a lo que oía. A mi verdadero padre lo habían sentenciado en Toledo por fornicar fuera del matrimonio y por no conocer las oraciones primordiales de la Iglesia y, en cambio, a aquel fraile franciscano le permitían vivir con su barragana y engendrar cuatro hijos sin quemarle en la hoguera. Ya eran tres las justicias despóticas y caprichosas con las que me había topado: la del rey, la de los Curvos y la de la Inquisición. ¿No sería acaso que la justicia, como tal, no existía?

– Y bien, padre Alfonso -dije-, ¿cómo habéis ayudado vos en la tarea que le encomendé a Alonsillo?

El fraile me miró y, por vez primera, advertí en sus ojos la misma mirada desvergonzada y burlona de su hijo. Por más, desprendía el mismo tufo a ajos crudos.

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