Jeffery Deaver - El jardín de las fieras

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Berlín 1936: Un matón de la mafia es contratado para asesinar al lugarterniente de Hitler
El protagonista de esta historia es Paul Schumann, un matón de la mafia de Nueva York, conocido por su sangre fría y su “profesionalidad”.
Sin embargo, sin que él lo sepa, está en el punto de mira de los servicios secretos de su país: acorralado, tendrá que escoger entre pudrirse en la cárcel o aceptar un “trabajo” prácticamente imposible: asesinar al lugarteniente de Hitler que está dirigiendo el plan para rearmar Alemania.
En cuanto Schumann llega al Berlín de las olimpiadas del 36, los bien trazados planes del Gobierno de Estados Unidos comienzan a torcerse cuando el mejor y más implacable detective de la policía alemana se lance en persecución del sicario americano.
A medida que se va desarrollando la trama, los dos hombres comprenderán que la mayor amenaza que se cierne sobre ellos y sus es el irrefrenable ascenso de los nazis.
Jeffery Deaver consigue atrapar al lector desde la primera página de esta trepidante novela, atípica en su trayectoria, pero consecuente con su talento.

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No hubo respuesta.

Intentó abrir. No estaba cerrada con llave. Al entrar vio que en la cama había una maleta abierta, rodeada de ropa y libros. Eso lo tranquilizó: significaba que Schumann aún no había regresado. Pero ella, ¿dónde estaba? Tal vez quería cobrar algún dinero que le debían o, más probablemente, pedir prestado lo que fuera posible a amigos y parientes. Emigrar de Alemania por las vías permitidas implicaba poder llevar sólo ropa y algo de dinero para gastos personales; si pensaba partir ilegalmente con Schumann llevaría todo el efectivo posible. La radio estaba encendida; las luces, también. Regresaría pronto.

Taggert vio junto a la puerta un tablero con las llaves de todas las habitaciones. Después de coger las que correspondían a las de Schumann, salió nuevamente al corredor y recorrió silenciosamente el pasillo. Con un movimiento veloz, abrió la cerradura y entró con la pistola en alto.

La sala estaba desierta. Cerró la puerta con llave antes de pasar al dormitorio, sin hacer ruido. Schumann no estaba allí, pero su maleta sí. Taggert se detuvo a reflexionar en el centro de la habitación. El sicario podía ser sentimental en su interés por la mujer, pero era un profesional concienzudo: antes de entrar miraría por las ventanas del frente y de la parte trasera, para ver si había alguien dentro.

Decidió esperar escondido. La única opción realista era el armario. Dejaría la puerta un poco entreabierta para oír a Schumann cuando entrara. Cuando se pusiera a preparar el equipaje, él saldría del ropero para matarlo. Con un poco de suerte vendría con Käthe Richter y podría matarla también. Si no, la esperaría en su cuarto. Desde luego, cabía esperar que ella fuera la primera en llegar; en ese caso él podría matarla inmediatamente o aguardar hasta que llegara Schumann. Habría que decidirse por lo más conveniente. Luego inspeccionaría las habitaciones, para asegurarse de que no quedaran rastros de la verdadera identidad de Schumann, y finalmente llamaría a la SS y a la Gestapo para informarles de que ya había acabado con el ruso.

Taggert entró en el amplio armario y, después de cerrar la puerta casi por completo, se desabrochó casi toda la camisa para aliviar el terrible calor. Inhaló bien hondo, llenando de aire los pulmones doloridos. El sudor le moteaba la frente y le escocía en los sobacos, pero eso no le importaba, pues Robert Taggert estaba totalmente impulsado, o antes bien intoxicado, por un elemento mucho mejor que el oxígeno húmedo: la euforia del poder. El chaval de Hartford, el chico a quien golpeaban sólo por pensar más y correr menos que los otros mozalbetes de ese barrio pobre y gris, acababa de conocer al mismísimo Adolf Hitler, el político más sagaz de la tierra, y los ardorosos ojos azules de ese hombre lo habían mirado con admiración y respeto, un respeto que pronto se repetiría en Estados Unidos, a su regreso, cuando informara a sus superiores sobre el éxito de su misión.

Embajador en Inglaterra, en España. Sí, y con el tiempo incluso en Berlín, ese país que tanto le gustaba. Podría llegar adonde quisiera.

Se enjugó la cara otra vez, preguntándose cuánto tiempo tendría que esperar a Schumann.

La respuesta llegó apenas un momento después: Taggert oyó que se abría la puerta de la calle. Luego, fuertes pisadas en el pasillo, que pasaron de largo ante esa habitación. El toque a una puerta.

– ¿Käthe? -preguntó la voz distante.

Quien hablaba era Paul Schumann.

¿Entraría en la habitación de la mujer para esperarla?

No: las pisadas regresaban hacia donde le esperaba el traidor agazapado.

Taggert oyó el repiqueteo de la llave, el chirrido de los goznes viejos y, luego, el chasquido de la puerta al cerrarse. Paul Schumann había entrado al cuarto donde moriría.

28

Con el corazón acelerado, como cualquier cazador que tiene a la presa cerca, Robert Taggert escuchaba con atención.

– ¿Käthe? -llamó la voz de Schumann.

Robert oyó el crujido de las tablas, el ruido del agua que corría en el lavabo. Los tragos de un hombre que bebía con sed.

Levantó la pistola. Sería mejor dispararle al pecho, de frente, como si él lo hubiera atacado. La SS lo querría vivo para interrogarlo, naturalmente; no les gustaría que Taggert lo matara por la espalda. Aun así, no podía arriesgarse: Schumann era demasiado corpulento y peligroso como para enfrentarse a él cara a cara. Diría a Himmler que no había tenido más remedio, pues el asesino había tratado de huir o de coger un cuchillo y él se había visto obligado a dispararle.

Oyó que el hombre entraba en el dormitorio. Un momento después, un rumor de cajones revueltos: comenzaba a llenar la maleta.

«Ahora», pensó.

Empujó una de las dos puertas del armario para abrirla un poco más. Eso le permitió ver todo el dormitorio. Levantó la pistola.

Pero Schumann no estaba a la vista. Taggert sólo pudo ver la maleta en la cama. Alrededor, esparcidos, algunos libros y otros objetos. Frunció el entrecejo al divisar, en el vano de la puerta, un par de zapatos que antes no estaba allí.

Oh, no…

Comprendió que Schumann había entrado en el dormitorio, pero luego se había quitado los zapatos para pasar nuevamente a la sala, caminando en calcetines.

Desde la puerta había estado arrojando libros a la cama, para hacerle pensar que aún estaba allí. Y eso significaba que…

El enorme puño atravesó la puerta del ropero como si fuera algodón de azúcar. Los nudillos golpearon a Taggert en el cuello y en la mandíbula. Un rojo cegador llenó su campo visual, en tanto salía a la sala, a trompicones. Dejó caer la pistola para cogerse el cuello y apretar la carne atormentada.

Schumann cogió a Taggert por las solapas y lo arrojó al otro lado de la habitación, donde se estrelló contra una mesa. Quedó tendido en el suelo, despatarrado como la muñeca alemana que había aterrizado junto a él, sin quebrarse, fijos en el cielo raso los fantasmagóricos ojos violáceos.

– No eres quien dices ser, ¿verdad? No eres Reggie Morgan.

Paul no se molestó en explicar que había actuado como cualquier sicario que se precie: antes de salir se memoriza el aspecto de la habitación, para comparar ese recuerdo con lo que se ve al regresar. Había notado que la puerta del armario ya no estaba cerrada, sino entreabierta. Y como sabía que Taggert estaba obligado a seguirlo para matarlo, comprendió que estaba oculto allí.

– Yo…

– ¿Quién? -bramó el sicario.

Como el hombre no decía nada, lo cogió por el cuello de la camisa con una mano mientras le vaciaba los bolsillos con la otra. Cartera, varios pasaportes estadounidenses, una credencial diplomática a nombre de Robert Taggert y la tarjeta de las Tropas de Asalto que había mostrado a Paul en el callejón, durante su primer encuentro.

– No te muevas -murmuró, mientras examinaba lo que había encontrado.

La cartera había pertenecido a Reginald Morgan; contenía un carné de identidad, varias tarjetas con su nombre, una dirección en Washington y otra en Berlín, en la calle Bremer. También incluía varias fotos, todas del hombre que había muerto en el pasaje Dresden. En una de ellas, tomada en una reunión social, estaba entre un hombre y una mujer entrados en años; los tenía abrazados y todos sonreían a la Kodak.

Uno de los pasaportes, muy usado y lleno de sellos de entradas y salidas, estaba a nombre de Morgan. Ése también contenía una foto del hombre del callejón.

Otro pasaporte, el que había mostrado a Paul el día anterior, también estaba a nombre de Reginald Morgan, pero la foto era del hombre que tenía ante sí. Lo acercó a una lámpara para examinarlo con atención; parecía falso. Un segundo pasaporte, aparentemente auténtico y lleno de sellos y visados, estaba extendido a nombre de Robert Taggert, al igual que la credencial diplomática. Los dos pasaportes restantes también mostraban la foto del hombre presente; uno era estadounidense, a nombre de Robert Gardner; el otro lo presentaba como Artur Schmidt, alemán.

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