– Bien, ahora déjenos.
– Heil -saludó ella. Y se escabulló como un ratón. Kohl recorrió la habitación con una mirada.
– ¿Ha notado, Janssen, que he hecho una deducción equivocada?
– ¿A qué se refiere, señor?
– He supuesto que el señor Morgan era alemán porque usaba prendas de paño hitleriano. Pero no todos los extranjeros tienen tanto dinero como para vivir en Unter den Linden y comprar ropa de primera calidad en KaDeWe, aunque ésa sea nuestra impresión.
Su asistente reflexionó por un momento.
– Es verdad, señor. Pero quizá tenía otro motivo para usar ropa ersatz.
– ¿Quizá deseaba hacerse pasar por alemán?
– Sí, señor.
– Bien, Janssen. Aunque tal vez, antes que hacerse pasar por uno de nosotros, lo que buscaba era no llamar la atención. De cualquier modo, ambas cosas lo hacen sospechoso. Veamos ahora si podemos restar misterio a nuestro misterio. Comencemos por los armarios.
El candidato a inspector abrió una puerta e inició su examen del contenido.
Kohl, por su parte, escogió la búsqueda menos exigente: se instaló en una silla chirriante para revisar los documentos del escritorio. Al parecer el norteamericano había sido una suerte de mediador, que proporcionaba servicios a varias empresas estadounidenses localizadas en Alemania. A cambio de una comisión ponía en contacto a un comprador norteamericano con un vendedor alemán o viceversa. Cuando venían a la ciudad empresarios de Estados Unidos se contrataba a Morgan para que los entretuviera y concertara reuniones con representantes alemanes de Borsig, Bata Shoes, Siemens, I. G. Farben, Opel y muchas más.
Había varias fotos de Morgan y documentos que confirmaban su identidad, pero a Kohl le resultó extraño que no hubiera efectos realmente personales: ni fotos familiares ni recuerdos.
… tal vez era hermano de alguien. Y esposo o amante de alguien. Y quizá tuvo la suerte de criar hijos. Ojalá haya tenido también antiguas amantes que lo recuerden de vez en cuando.
Kohl analizó las implicaciones de esa falta de información personal. ¿Significaría acaso que el hombre era un solitario? ¿O quizá tenía otros motivos para mantener en secreto su vida personal?
Janssen escarbaba en el ropero.
– ¿Hay algo en especial que deba buscar, señor?
Dinero estafado, el pañuelo de una amante casada, una carta de extorsión, la nota de una adolescente embarazada… cualquier cosa que pudiera señalar las causas por las que el pobre señor Morgan había muerto brutalmente en los inmaculados adoquines del pasaje Dresden.
– Busque cualquier cosa que nos ayude a esclarecer el caso de alguna manera. No puedo describirlo mejor. Es la parte más difícil de la tarea detectivesca. Use el instinto, la imaginación.
– Sí, señor.
El inspector continuó examinando el escritorio. Un momento después Janssen anunció:
– Mire esto, señor. El señor Morgan tenía fotos de mujeres desnudas. Aquí hay una caja.
– ¿Son fotografías impresas? ¿O tomadas por él mismo?
– No, son postales. Ha de haberlas comprado en algún lugar.
– Pues entonces no nos interesan, Janssen. Debe usted discernir cuándo los vicios de una persona son relevantes y cuándo no lo son. Y puedo asegurarle que, de momento, las postales voluptuosas no tienen importancia. Continúe con su búsqueda, por favor.
Hay hombres en quienes la calma crece en proporción directa a la desesperación. Estos hombres son raros y especialmente peligrosos, pues su implacabilidad no disminuye y jamás caen en el descuido.
Robert Taggert era de ese tipo. Aquel maldito sicario de Brooklyn lo había dejado de piedra al haberlo burlado y haber puesto en peligro su futuro, pero él no permitiría que la conmoción sufrida le turbara el buen juicio.
Sabía cómo había llegado Schumann a descubrirlo todo: en el suelo del cobertizo había un trozo de alambre y, al lado, trocitos de plomo. Había revisado el cañón del arma y descubierto el tapón, naturalmente. Taggert pensó, furioso, por qué no se le habría ocurrido vaciar las balas de pólvora. Así no habrían sido peligrosas para Ernst y Schumann habría descubierto la traición demasiado tarde, cuando el cobertizo estuviera ya rodeado por la SS.
Pero aquello, se dijo, aún tenía remedio.
En un breve segundo encuentro con Himmler y Heydrich, en la sala de prensa, les había asegurado no saber de la conspiración mucho más de lo que ya les había explicado; luego abandonó el estadio, informando a los alemanes de que se pondría inmediatamente en contacto con Washington para preguntar si tenían más detalles. Los dejó a ambos murmurando sobre las conspiraciones de judíos y rusos. Le sorprendió que le permitieran salir del recinto sin detenerlo: aunque su arresto no habría sido lógico, sabía muy bien que existía ese riesgo, puesto que el país estaba colmado de sospechas y paranoia.
Ahora Taggert analizaba a su presa. Paul Schumann no era estúpido, desde luego. En la trama en la que le habían implicado, lo hacían pasar por ruso y sabía que eso era lo que buscarían los alemanes. Sin duda a esas horas ya se habría deshecho de su falsa identidad y se presentaría nuevamente como norteamericano. Pero Taggert prefirió no revelar eso a los alemanes; sería mejor presentar al «ruso» muerto, junto con su cómplice: el jefe de una banda delincuente y una disidente; sin duda, Käthe Richter tendría algunos amigos que simpatizaran con los kosi, lo cual añadiría credibilidad a la historia del asesino ruso.
Desesperado, sí.
Pero mientras conducía el furgón blanco hacia el sur, sobre un canal tan pardo como las Tropas de Asalto, se mantenía sereno como una piedra. Aparcó en una calle transitada y se apeó. No dudaba de que Schumann regresaría a la pensión en busca de Käthe Richter: había exigido de manera inflexible llevarse a esa mujer a Estados Unidos. Eso significaba que no la dejaría allí, ni siquiera en esos momentos. Taggert también estaba seguro de que se presentaría en persona en vez de llamarla: Schumann conocía los peligros de los teléfonos intervenidos de Alemania.
Marchaba a buena velocidad por las calles, sintiendo el golpeteo tranquilizador de la pistola contra la cadera. En una esquina viró hacia el pasaje Magdeburger y se detuvo a inspeccionar minuciosamente la pequeña calle. Parecía desierta y polvorienta en el calor de la tarde. Después de pasar disimuladamente frente a la pensión de Käthe Richter, como no percibía ninguna amenaza, regresó deprisa y bajó hasta la entrada al sótano. La abrió a golpes con el hombro y entró subrepticiamente al húmedo subsuelo.
Subió por una escalera de madera, siempre pisando en el lateral de los peldaños, para reducir los crujidos lo máximo posible. Al llegar arriba abrió la puerta y, después de sacar la pistola del bolsillo, salió al vestíbulo de la planta baja. Estaba desierto. No había ruidos ni movimiento alguno, aparte del zumbido frenético de una mosca enorme, atrapada entre dos cristales.
Caminó a lo largo del corredor y se detuvo ante cada puerta para escuchar, pero no se oía nada. Por fin regresó a aquella de la que pendía un letrero toscamente pintado que ponía «Casera». Allí golpeó.
– ¿Señora Richter?
Se preguntaba cómo sería aquella mujer. Esas habitaciones habían sido alquiladas para Schumann por el verdadero Reginald Morgan, pero al parecer ella y Morgan no habían llegado a conocerse personalmente, pues lo habían resuelto todo por teléfono; en cuanto a la carta de aceptación y el efectivo, los intercambiaron por medio de un sistema de mensajería que recorría toda la ciudad.
Otro toque a la puerta.
– He venido por una habitación. La puerta de la calle estaba abierta.
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