Jeffery Deaver - El jardín de las fieras

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Berlín 1936: Un matón de la mafia es contratado para asesinar al lugarterniente de Hitler
El protagonista de esta historia es Paul Schumann, un matón de la mafia de Nueva York, conocido por su sangre fría y su “profesionalidad”.
Sin embargo, sin que él lo sepa, está en el punto de mira de los servicios secretos de su país: acorralado, tendrá que escoger entre pudrirse en la cárcel o aceptar un “trabajo” prácticamente imposible: asesinar al lugarteniente de Hitler que está dirigiendo el plan para rearmar Alemania.
En cuanto Schumann llega al Berlín de las olimpiadas del 36, los bien trazados planes del Gobierno de Estados Unidos comienzan a torcerse cuando el mejor y más implacable detective de la policía alemana se lance en persecución del sicario americano.
A medida que se va desarrollando la trama, los dos hombres comprenderán que la mayor amenaza que se cierne sobre ellos y sus es el irrefrenable ascenso de los nazis.
Jeffery Deaver consigue atrapar al lector desde la primera página de esta trepidante novela, atípica en su trayectoria, pero consecuente con su talento.

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Y le entregó una carta. Él la abrió y dio un codazo a Manielli. Ambos leyeron:

Gordon, Avery y Manelli (o como se escriba):

Llevad a estas personas a Inglaterra, América o a donde quieran ir. Buscadles casa y trabajo. No me importa cómo, pero ocupaos de eso.

Y si se os ocurre enviarlos de regreso a Alemania, recordad que tengo amigos periodistas; a Damon Runyon o a cualquiera de los otros les interesaría mucho enterarse de la misión para la que me enviasteis a Berlín. ¡Sí que sería un artículo estupendo! Sobre todo en año de elecciones.

Ha sido un placer; muchachos.

Paul

PD.: En la trastienda de mi gimnasio vive un negro llamado Sorry Williams. Ocupaos de que el local quede a su nombre, como sea. Y dadle un poco de pasta. Sed generosos.

– También me ha dado esto -dijo ella. Y le entregó a Avery varias hojas maltrechas, escritas en alemán, a máquina-. Se trata de algo llamado Estudio Waltham. Paul dijo que el comandante debía leerlo.

Avery se guardó el documento en el bolsillo.

– Me ocuparé de que lo reciba.

Manielli se acercó al avión, seguido por su compañero, y ambos miraron dentro de la cabina desierta.

– Él no confiaba en nosotros. Pensaba que lo entregaríamos a Dewey, después de todo, y ha hecho que el piloto aterrizara en otro lugar antes de llegar aquí.

– ¿En Francia, quizá? -sugirió Manielli-. Tal vez conoció el país durante la guerra… No, ya sé. Debe de estar en Suiza.

Ofendido por el hecho de que Schumann los creyera capaces de no cumplir el trato, Avery alzó la voz, dirigiéndose hacia la cabina:

– Oiga, ¿dónde lo ha dejado?

– ¿Qué?

– ¿Dónde ha aterrizado para dejar a Schumann?

El piloto arrugó el entrecejo e intercambió una mirada con el copiloto. Luego se volvió hacia Avery. Su voz resonó en el metal del fuselaje.

– ¿Acaso él no les ha dicho nada?

Epílogo

Sábado, 21 de noviembre de 1936

Una noche fría en la Selva Negra.

Dos hombres avanzaban pesadamente por la nieve poco profunda. Estaban helados pero parecían tener un objetivo en la mente y una tarea importante que ejecutar cuando llegaran allí.

El propósito, como el deseo, invariablemente insensibiliza el cuerpo contra las molestias.

Y también el obstler, ese potente licor austríaco, que ellos bebían generosamente, compartiendo la petaca.

– ¿Cómo está tu panza? -preguntó Paul Schumann en alemán, al ver que la mueca de dolor duraba mucho en la cara de su compañero.

El de los bigotes lanzó un gruñido.

– Duele, claro. Dolerá siempre, señor John Dillinger.

Al regresar a Berlín, Paul había hecho algunas sutiles averiguaciones en la Cafetería Aria, hasta enterarse de dónde vivía Otto Webber; quería hacer lo que pudiera por ayudar a las «chicas» de su amigo. Visitó a una de ellas, Berthe, y se llevó la alegre sorpresa de descubrir que Webber aún vivía.

La bala que le perforara el vientre en el almacén junto al Spree había causado daños graves, pero no letales, en su breve tránsito por la abundante carne. El herido había flotado un largo trecho por el río en su funeral vikingo, hasta que unos pescadores lo sacaron y decidieron que no estaba tan muerto como parecía. Lo llevaron a una cama y detuvieron la hemorragia. Pronto estuvo en manos de un antiguo médico de las bandas callejeras, quien a cambio de un pago, lógicamente, lo cosió sin hacer preguntas. La infección posterior fue peor que la herida. («Las Luger disparan las balas más sucias que existen», había asegurado Webber. «El fiador deja entrar gérmenes».) Pero Berthe compensaba su falta de habilidad para cocinar o limpiar con una infinita dedicación como enfermera. Con la ayuda de Paul, pasó algunos meses devolviendo la salud al pandillero alemán.

Paul se mudó a otra pensión, lejos del pasaje Magdeburger y la Alexanderplazt, en una parte olvidada de la ciudad, y allí permaneció un tiempo sin llamar la atención. Trabajaba un poco haciendo de sparring en gimnasios; también ganaba unos marcos en alguna imprenta. De vez en cuando salía con mujeres de la zona; casi todas habían sido socis, artistas o escritoras, que se escondían en sitios como Berlín Norte y la plaza Noviembre de 1923. En las primeras semanas de agosto iba con regularidad a una oficina de correos o a una sala de proyección para ver los Juegos Olímpicos en directo, en los televisores Telefunken o Fernseh instalados para los que no habían conseguido entradas para presenciarlos. Disfrazado de buen nacionalsocialista (con el pelo muy decolorado, nada menos), se había obligado a hacer un gesto ceñudo por cada una de las cuatro medallas de oro que ganó Jesse Owens, pero resultó que la mayoría de los alemanes sentados a su alrededor vitoreaban con entusiasmo las victorias del negro. Los alemanes se llevaron la mayor parte de las medallas de oro, cosa que no sorprendió a nadie, pero Estados Unidos ganó unas cuantas y acabó segundo. La única sombra que atribuló a Paul fue que Stoller y Glickman, los corredores judeoamericanos, hubieran sido descalificados de la carrera.

Terminados los Juegos, mientras agosto avanzaba hacia septiembre, acabaron las vacaciones de Paul. Decidido a compensar el poco tino demostrado en la Academia Militar Waltham, reanudó su gesta: matar al plenipotenciario alemán de Estabilidad Interior.

Pero el sistema de contactos de Webber, una herramienta de información increíble, le proporcionó un dato interesante: Reinhard Ernst había desaparecido. Sólo se sabía que su oficina de la Cancillería estaba desocupada. Al parecer había abandonado Berlín con su familia y pasaba mucho tiempo viajando. Se le concedió un título nuevo (Paul había descubierto que los nacionalsocialistas arrojaban títulos, cintas y medallas como maíz a las gallinas) y ahora era «Líder supremo del Estado para el enlace especial industrial».

No se sabían más detalles sobre él. ¿Significaba eso que lo habían retirado definitivamente del escenario? ¿O eran simples medidas de seguridad para proteger al zar del rearme?

Paul Schumann no tenía la menor idea.

Pero una cosa era obvia: el rearme militar de Alemania avanzaba a pasos vertiginosos. Ese otoño debutó en España un nuevo avión de combate, el Me109, con tripulación alemana, en ayuda de Franco y sus tropas nacionalistas. El éxito del aparato fue asombroso, pues diezmó las posiciones de los republicanos. El Ejército alemán continuaba con nuevas levas; los astilleros trabajaban a su máxima capacidad en la producción de submarinos y buques de guerra.

Hacia octubre hasta los barrios más apartados de Berlín se habían vuelto peligrosos. En cuanto Otto Webber estuvo en condiciones de viajar, él y Paul se echaron a los caminos.

– ¿Cuánto falta para llegar a Neustadt? -preguntó ahora el norteamericano.

– No mucho. Unos diez kilómetros.

– ¿Diez? -gruñó Paul-. Que Dios me ampare.

En realidad se alegraba de que su próximo objetivo no estuviera cerca. Era mejor poner alguna distancia entre ellos y St. Margen, su parada más reciente, donde los oficiales de la Schupo debían de estar descubriendo el cadáver de un jefe local del Partido. Había sido una persona brutal; solía ordenar a sus matones que reunieran y golpearan a los comerciantes para arianizar sus tiendas. Tenía muchos enemigos que deseaban perjudicarlo, pero la investigación de la Kripo o la Gestapo revelarían que las circunstancias de su muerte apuntaban a la casualidad; aparentemente, había detenido su coche a la vera del camino para orinar en el río; al perder el equilibrio en el ribazo helado había rodado cinco o seis metros hasta golpearse la cabeza contra las piedras, después de lo cual murió ahogado por la corriente torrentosa. Junto a él se encontró una botella de schnapps medio vacía. Un lamentable accidente. No habría necesidad de continuar investigando.

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