Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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McGill miró por la puerta abierta de la cabina de mando y a través del parabrisas. Podía ver a sólo unos cientos de metros la entrada al cercado recinto de seguridad. De hecho, Sorentino ya estaba casi en las puertas.

– ¿Andy?

– Mira, he examinado personalmente a unos cien pasajeros en cada una de las tres cabinas… He hecho una especie de reconocimiento. Están todos fríos. De hecho, ahora me encuentro en la cúpula, y ya está empezando a oler mal.

– De acuerdo… sólo queríamos asegurarnos. -El teniente Pierce continuó-: Ahora estoy en el área de seguridad y veo que estás llegando.

– Enterado. ¿Algo más?

– Negativo. Corto.

McGill volvió a sujetarse la radio en el cinturón.

Miró de nuevo a los tres hombres con los que él debería haber salido del avión. Se aproximó a los dos que estaban sentados juntos, el agente federal y su esposado prisionero.

McGill, que era ante todo policía y sólo en segundo término bombero, pensó que debía recoger las pistolas para que, si desaparecían, más tarde no hubiera problemas. Desabrochó la chaqueta del agente y encontró la pistolera de la cintura, pero no había ninguna arma en su interior.

– ¿Qué diablos…?

Se dirigió hacia el agente de la fila posterior en busca de un arma y tampoco encontró más que una pistolera vacía. Extraño. Otra cosa de la que preocuparse.

McGill se dio cuenta de que estaba sediento y fue a la despensa de cola. Sabía que no debía tocar nada, pero tenía la garganta completamente seca. Procuró no fijarse en las azafatas mientras miraba a su alrededor. Encontró una lata pequeña de agua de soda en el mueble bar, luchó con su conciencia durante medio segundo y luego abrió la lata y bebió largamente. Decidió que necesitaba algo más fuerte y desenroscó la tapa de un diminuto botellín de whisky. Se lo bebió de un trago, tomó la' soda que quedaba y tiró la lata y el botellín a la papelera. Eructó brevemente y se sintió bien.

El avión iba reduciendo la velocidad, y sabía que cuando se detuviera las cabinas se llenarían de gente. Antes de que eso sucediera y antes de que tuviera que hablar con los jefes, tenía que mear.

Salió de la despensa, fue hasta la puerta del lavabo y empujó, pero estaba cerrada. El pequeño letrero rojo decía «ocupado».

Se detuvo un instante, confuso. Había mirado en el interior del lavabo al subir a la cúpula. Aquello no tenía sentido. Empujó de nuevo la puerta, y esta vez se abrió.

Ante él, de pie en el lavabo, había un hombre alto y moreno vestido con un mono azul que llevaba el logotipo de Trans-Continental en el bolsillo superior.

McGill se quedó sin habla unos momentos y luego consiguió articular:

– ¿Cómo ha…?

Alzó la vista hacia el rostro del hombre y vio dos ojos negros y profundos que lo taladraban con la mirada.

El hombre levantó la mano derecha, y McGill vio que tenía una manta de viaje enrollada en torno a la mano y el brazo.

– ¿Quién diablos es usted?

– Soy Asad Jalil.

McGill apenas oyó el sonido ahogado del disparo y nunca sintió la bala del calibre 40 que le perforó la frente.

– Y tú estás muerto -dijo Asad Jalil.

Tony Sorentino cruzó la entrada del recinto de seguridad, también conocido como área de secuestro.

Miró a su alrededor. Era un cercado en forma de herradura, con luces de vapor de sodio instaladas en altos postes. Le recordaba a un estadio de béisbol, salvo que toda la superficie estaba pavimentada con cemento.

Hacía varios años que no estaba en el recinto de seguridad, y paseó la vista en derredor. La cerca se alzaba a unos cuatro metros de altura y cada diez metros o cosa así había una plataforma de tirador detrás de la cerca. Cada plataforma tenía una placa protectora blindada provista de una aspillera, aunque, por lo que podía ver, ninguna de ellas estaba ocupada.

Miró por los espejos retrovisores para cerciorarse de que el tipo del remolcador no se había asustado en la entrada y había detenido su vehículo. A ambos lados de la entrada, la cerca era lo bastante baja como para que pudieran pasar las alas de casi cualquier reactor comercial, pero los conductores de los remolcadores no siempre lo sabían.

El remolcador continuaba detrás de Sorentino, y las alas del 747 se deslizaron por encima de la cerca.

– Sigue moviéndote, muchacho. Sigue a Tony.

Miró a su alrededor la escena que se desarrollaba sobre la superficie de cemento. Casi todo el mundo había llegado allí antes que él. Vio el Centro Móvil de Mando, una enorme furgoneta en cuyo interior se alojaban radios, teléfonos y jefes. Tenían comunicación directa con medio mundo, y para entonces ya habían llamado al Departamento de Policía de Nueva York, al FBI, a la Administración Federal de Aviación, quizá incluso a la Guardia Costera, que a veces ayudaba proporcionando helicópteros. Por supuesto, llamó a la Aduana y a Control de Pasaportes. Aunque todos los pasajeros estuviesen muertos, pensó Sorentino, nadie entraba en los Estados Unidos sin pasar por la Aduana y el Control de Pasaportes. Ahora solamente había dos diferencias: una, que todo se haría allí y no en la terminal; y, dos, que los pasajeros no tendrían que responder a ninguna pregunta.

Sorentino redujo la velocidad de su vehículo de interceptación rápida y comprobó su posición y la posición del 747. Unos metros más y quedarían centrados.

Sorentino vio también el depósito de cadáveres móvil y el enorme camión frigorífico que estaba a su lado, ambos rodeados por numerosas personas vestidas de blanco, los empleados que colocarían una tarjeta a los pasajeros y los introducirían en sacos de plástico.

A ambos lados del recinto había un total de seis escaleras móviles. Junto a cada una de ellas había uno de sus propios hombres, policías de la Autoridad Portuaria y miembros del Servicio de Emergencia, preparados para subir a bordo y comenzar el desagradable trabajo de descargar cadáveres.

También vio numerosos vehículos de Trans-Continental, camiones, cintas transportadoras, carros de equipajes y un camión tijera para descargar los contenedores de equipajes alojados en la bodega. Había unos veinte mozos de equipajes de Trans-Continental ataviados con sus monos azules y sus guantes de cuero. De ordinario, estos operarios debían trabajar con gran rapidez, bajo la vigilancia implacable de un supervisor. Pero no había ninguna urgencia para la descarga del vuelo 175.

Sorentino vio también un vehículo con un equipo móvil de rayos X para examinar el equipaje. Reparó igualmente en la presencia de cuatro camiones de suministro de comidas, que sabía que no estaban allí para llevar alimentos a bordo. Esos camiones, que podían elevar automáticamente sus cabinas hasta la altura de las puertas de los 747, eran en realidad el mejor medio para descargar cadáveres.

Todo el mundo estaba allí, pensó. Todas las personas y las cosas que normalmente se encontraban en la terminal estaban allí. Todas las personas, excepto las que esperaban a que el vuelo 175 llegase hasta la puerta. Aquellos pobres diablos, pensó Sorentino, estarían pronto en una sala privada con empleados de Trans-Continental.

Sorentino trató de imaginar a la Trans-Continental realizando todas aquellas notificaciones, llevando la cuenta del depósito en que se instalaba a cada uno de los cadáveres, devolviendo el equipaje y los efectos personales a las familias. Santo Dios.

Y después, al cabo de unos días o semanas, cuando aquel 747 quedara despachado y se hubiera resuelto el problema, él volvería a su puesto, a ganar dinero para la compañía. Sorentino se preguntó si a las familias de los pasajeros les devolverían una parte del importe de los billetes.

Un policía de la Autoridad Portuaria estaba ahora de pie ante el vehículo de Sorentino, haciéndole señales de que avanzase un poco; luego levantó las manos, y Sorentino se detuvo. Miró por los espejos retrovisores para asegurarse de que el idiota del remolcador se detenía también; así lo hizo. Sorentino levantó la mano y apagó la luz giratoria destellante. Inspiró profundamente, sepultó la cara entre las manos y sintió que le corrían las lágrimas por las mejillas, lo cual le sorprendió porque no sabía que estaba llorando.

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