– Hace años que conozco al señor Chen, es muy buena persona.
– ¿Cómo está? He intentado llamarlo esta mañana, pero no ha contestado.
– Supongo que estará fuera de la ciudad en algún viaje de negocios -respondió Peiqin vagamente. No estaba segura de si Jiao estaba al tanto de los últimos acontecimientos.
– Los hombres de negocios son así -dijo Jiao, y añadió-: Voy a salir esta mañana, así que hablemos ahora de lo que tiene que hacer. No hace falta que venga cada día. Tres veces por semana, cuatro horas cada día. Principalmente, tendrá que limpiar el piso y lavar la ropa. De vez en cuando le pediré que prepare la cena, como hoy, pero cuando acabe puede irse. Por estos servicios le pagaré ochocientos al mes, extras aparte. ¿Le parece bien?
– Sí, por mí está bien.
– Deje que le haga una lista de todo lo que tiene que comprar y preparar para esta noche. -Jiao escribió deprisa en un trozo de papel-. ¡Ah! No tiene que cocinar todos los platos, deje algunos sólo preparados y ya los acabaré de cocinar yo.
– Entiendo -respondió Peiqin echándole un vistazo a la lista, que parecía muy específica, no sólo en cuanto a los ingredientes, sino también en cuanto a los sabores de cada plato-. ¿Cuándo va a volver?
– A las seis.
– ¿Y a qué hora cena?
– Hacia las siete.
– En este caso, creo que será mejor que empiece a cocinar el tocino hacia las cuatro, porque el tocino estofado en salsa roja tarda varias horas en hacerse. En cuanto al pescado, lo prepararé con cebolleta y jengibre en una vaporera, y sólo tendrá que acabar de hacerlo al vapor unos cinco o seis minutos, según prefiera.
– Muy bien -aprobó Jiao, asintiendo con la cabeza-. Tiene mucha experiencia.
– ¿Alguna instrucción en particular sobre el tocino o sobre el pescado?
– Sí, que la grasa del tocino quede crujiente -indicó Jiao-. ¡Ah! Y no use salsa de soja.
– Pero ¿quiere que la salsa…? -A media pregunta se le ocurrió una idea-. Ya entiendo. Podría freír azúcar en el wok hasta que se dore, y usarlo para dar color al tocino.
– Es toda una profesional -dijo Jiao con una sonrisa.
Era una receta que Peiqin había aprendido en el restaurante. Jiao debía de haberla hecho alguna vez, puesto que no dio muestras de sorpresa.
– Calcularé el tiempo para que el tocino esté hecho, pero no demasiado, cuando usted vuelva. También puede añadirle cualquier especia que le guste.
– No cabe duda de que el señor Chen me ha hecho una recomendación excelente. Prepárelo como le parezca mejor. Aquí tiene el dinero para comprar los ingredientes.
Jiao, que parecía tener prisa por irse, seguía hablando mientras se ponía las medias apoyada en una silla de caoba. Después se puso unos zapatos de tacón.
– Si algún día el trabajo le lleva más de cuatro horas, dígamelo y le pagaré un poco más, ¿de acuerdo? -añadió Jiao cuando se dirigía hacia la puerta.
Era un sueldo más que razonable para una asistenta, pensó Peiqin mientras oía los pasos de Jiao alejarse por el pasillo y entrar en el ascensor. Entonces cerró la puerta.
No sabía qué le habría dicho Chen a Jiao sobre ella, pero su «carrera como asistenta» había empezado mejor de lo que había imaginado. Jiao la había aceptado sin hacerle ni una sola pregunta. El horario de trabajo también le convenía, ya que ni siquiera tendría que pedir días de permiso en el restaurante. Como contable con un horario flexible, Peiqin podía ir al restaurante cuando le viniera bien. Algunos días podría trabajar en casa de Jiao durante la hora de comer.
Tras sacar un delantal de la bolsa de lona, Peiqin empezó a trajinar como una asistenta sin dejar de observarlo todo como la mujer de un policía, en busca de cualquier cosa que se saliera de lo normal o que guardara relación con Mao.
El piso era muy lujoso. La distribución le pareció poco habitual, aunque desconocía cómo serían otros pisos de ese tipo. El salón, rectangular, era enorme, con lienzos desperdigados por todas partes, acabados y por acabar. Tal vez Jiao lo usara principalmente como estudio. En una pared colgaba un largo pergamino de seda con caracteres chinos. A Peiqin le costó leer los caracteres, que semejaban dragones voladores y fénix danzantes. Le llevó varios minutos reconocer cinco o seis caracteres, hasta que cayó en la cuenta de que el texto del pergamino era un poema de Mao titulado «Oda a la flor de ciruelo»; lo había leído en su libro de texto de la escuela secundaria.
En la poesía clásica china, las beldades y las flores a veces eran metáforas intercambiables. El calígrafo quizás había copiado el poema para Jiao como un cumplido, aunque, por lo que Peiqin recordaba, la flor de ciruelo no simbolizaba a una chica joven y moderna.
Quizá le buscaba demasiados significados. En el mercado actual, los pergaminos de un calígrafo célebre tenían un valor inestimable, sin importar su temática. También se adquirían para evidenciar los gustos refinados de sus propietarios, fueran jóvenes o no. Peiqin volvió a leer el poema. Había una fecha en el calendario lunar chino que no conseguía descifrar. Tendría que buscarla en algún libro de consulta de la biblioteca.
A continuación Peiqin entró en el dormitorio, que también era excepcionalmente grande. Tenía dos vestidores y un baño principal. Los muebles, sin embargo, eran muy distintos a los del salón. Sencillos y prácticos. La gran cama de madera sorprendió a Peiqin: era mayor que una cama de matrimonio grande, y quizás estaba hecha a medida. Costaba adivinar por qué una chica joven y soltera necesitaba una cama como aquélla. También había una librería hecha a medida empotrada en la sencilla cabecera de madera. Además, casi una tercera parte de la cama estaba cubierta de libros. Peiqin se inclinó para ahuecar las almohadas y tocó la cama. No había colchón bajo las sábanas, sólo una tabla de madera dura y sólida.
Sobre la cabecera colgaba una fotografía grande de Mao, observándolo todo desde lo alto. Era una decoración poco habitual para un dormitorio. El marco de la fotografía parecía de oro macizo, aunque probablemente no lo fuera. De todos modos, era muy pesado. De la pared de enfrente colgaba un gran espejo, algo poco beneficioso para dormir según la doctrina del feng shui. Junto a la cama había una vitrina con libros, y sobre ésta varias fotografías de Jiao, colocadas casi a la misma altura que la fotografía de Mao.
Frente a la cama vio dos cuartitos a modo de vestidores, uno grande y otro pequeño. Los abrió. En su interior había ropa y material de pintura, pero Peiqin no descubrió nada que la sorprendiera.
Luego se dirigió a la habitación contigua, que parecía ser un despacho. Sobre el gran escritorio de caoba había un álbum fotográfico y una estatua de bronce en miniatura de Mao. El despacho tenía un aspecto impresionante: en tres de sus paredes se alzaban, majestuosas, sendas estanterías de caoba hechas a medida. En los estantes había un número considerable de libros sobre Mao, algunos de los cuales Peiqin no había visto nunca en las librerías. Jiao había realizado un trabajo asombroso coleccionando tantos volúmenes. Había también una sección de libros de historia, algunos de ellos cosidos a mano y con cubiertas de tela, presumiblemente pensados para destacar por su lujosa encuadernación. En la parte baja de una estantería vio un montón de revistas de moda, lo cual le pareció un tanto incongruente.
La cocina, equipada con modernos electrodomésticos de acero inoxidable, era la única estancia del piso en la que no encontró ningún objeto asociado con Mao. Peiqin se puso de puntillas para poder inspeccionar el interior de un vestidor; sólo había un par de libros de cocina, uno de los cuales también lo tenía ella en casa.
Читать дальше