– Ahora vamos a ver lo bien que arde la carta de despedida de la vieja -susurró ella.
Desfiló como una santa hacia la mesa con el candelabro extendido frente a sí. Lo colocó sobre la mesa. El corazón de Peter latía desbocado. Podía hacer lo que quisiera con él, pero que no quemase la carta.
Y eso era precisamente lo que ella sabía.
Había ganado.
Acercó lentamente la carta a la llama.
Algo se rompió su interior.
Gritó. Completamente enloquecido. Todos sus sentidos se concentraron en su garganta y el sonido que produjo fue inhumano. Su miedo había madurado en secreto hasta convertirse en un tigre rugiente y ahora se defendía de la colosal amenaza a que era sometido. A través de su cuerpo fluyó una descarga de adrenalina que hizo que sus músculos se tensaran como muelles de acero; no le extrañó notar que la argolla se desasía de la pared.
Se sentó y se volvió hacia ella. Estaba como petrificada, con la mano aún alargada hacia la vela. Sin pensarlo cogió su almohada y la lanzó hacia la llama de forma que la vela cayó y se apagó.
El cerebro estaba desconectado, el cuerpo reaccionaba por su cuenta. Sujetó la cuerda de sus pies y comenzó a patear los pies de la cama. Con el rabillo de ojo vio que ella se había recuperado de la sorpresa inicial y corría hacia la cocina.
En medio del revuelo las voces de alarma sonaron con fuerza y le indicaron que no tenía mucho tiempo. Continuó pateando. Con un estruendo cedió el bastidor de la cama y la cuerda se aflojó.
Era libre.
La vio en el vano de la puerta y todo su cuerpo se preparó para la lucha. En este momento era invencible.
Ella encendió la lámpara del techo. La visión de Peter debió de asustarla pues se detuvo y dudó. El no apartaba la vista de ella.
Miró dubitativa a su alrededor.
Él dio un paso repentino hacia ella.
Ella se sobresaltó. La jeringa estaba entre sus dedos índice y corazón; cuando se amedrentó salió un chorro de líquido por la aguja que cayó al suelo.
– Dame las llaves de la puerta -siseó ronco.
Se le había roto algo en la garganta.
La expresión del rostro de ella cambió al comprender que aún tenía algo de ventaja.
– Ven y cógelas -sonrió ella.
Él dio un paso. Ella no se movió de su sitio. Su cerebro bombeaba adrenalina. Sentía el pulso en cada parte de su cuerpo.
– No las tengo -dijo ella-. Las he tirado al retrete. De cualquier manera, no saldrás nunca más de este piso. ¿No te has enterado todavía? Tú y yo vamos a vivir aquí, como la familia feliz que somos. ¿No es así, hermanito?
Se lanzó sobre ella y ella cayó hacia atrás en el recibidor. Estaba sobre ella y había conseguido sujetarle la muñeca de la mano en la que tenía la jeringa. Era fuerte, pero ahora él era más fuerte. Consiguió torcer su mano y ella tuvo que soltarla. Todavía sin pensar aplastó la jeringa con su puño. Ella no emitió ni un sonido pero el odio brillaba en sus ojos.
El la golpeó fuertemente en el rostro.
Le llegó el olor de ella y esto le hizo enloquecer aún más, cogió su cabello y golpeó fuertemente su cabeza contra el suelo. Sus ojos no dejaban de mirarlo. Continuó golpeando y fue solo cuando sintió que el cuerpo de ella comenzaba a relajarse y los párpados se cerraron que consiguió parar.
Se puso de pie y sollozó. Aún le fluía la adrenalina. Se dio la vuelta y vio que la carta estaba sobre la mesa de centro. La dobló y se la guardó en el bolsillo del pantalón.
Corrió hasta el recibidor y comenzó a golpear la puerta de la calle.
Gritó para pedir ayuda pero no tenía paciencia para esperar una respuesta. Corrió hasta la ventana e intentó abrirla.
La luz de la oficina de Olof estaba apagada.
No tenía tirador y comprendió que las ventanas estaban selladas. Miró a su alrededor. Cogió uno de los teléfonos que estaban en el suelo y lo lanzó contra el cristal. Se rompió todo el cristal interior pero en el exterior solo quedó un agujero del tamaño del teléfono. Arrancó una de las cortinas, se la enrolló alrededor de la mano y comenzó a golpear los pedazos de cristal de la ventana.
Oyó que ella gemía en el recibidor. Cuando se asomó vio que estaba demasiado alto. Era impensable descolgarse. Era de noche y las farolas de la calle estaban iluminadas y los coches circulaban por Sibyllegatan con toda normalidad.
Vio el teléfono destrozado abajo en la acera.
Pasaron dos personas. Intentó gritar.
No pudo articular ni un sonido.
Se detuvieron junto al teléfono y uno de ellos lo golpeó con el pie y miró hacia arriba. Peter se asomó por el alféizar y agitó los dos brazos. Las esposas colgaban de su mano izquierda.
Le saludaron agitando la mano y prosiguieron.
Le empezó a temblar todo el cuerpo.
Ella gimoteaba en el recibidor.
Vio que le sangraba un brazo.
No pensó, su cuerpo aún seguía trabajando por su cuenta.
Entonces se dirigió al armario y abrió la puerta. El rostro hinchado de Elisabet Gustavsson le miraba fijamente, pero su cuerpo no le dejó reaccionar. Sus dedos aflojaron decididos el cinturón que la aseguraba al fondo del armario y su cuerpo inerte se desplomó sobre el suelo. La sujetó por debajo de las axilas, la arrastró hasta la ventana y con un último esfuerzo consiguió alzarla hasta el alféizar y tirar el cuerpo a través de la ventana rota.
Se sentó en el suelo extenuado.
Empezaban a flaquearle las fuerzas y el cerebro entró en acción.
Consiguió ponerse de pie y mirar por la ventana. El cuerpo yacía de una forma inusual sobre la acera. Ya se habían detenido dos coches. Agitó la mano derecha hacia ellos y luego se tambaleó de espaldas hacia el interior de la habitación completamente extenuado. En un último esfuerzo consiguió encender la radio, el estéreo y subir el volumen al máximo. A continuación entró en el recibidor tambaleándose, pasó por encima de Anja Frid y se metió en el cuarto de baño.
Cerró la puerta y sacó la llave.
Se había sentado en el retrete. El pequeño espacio daba vueltas frente a sus ojos, se reclinó y los cerró. Cayó en un sopor sin sueño.
Alguien tiraba de la puerta. Se sentó completamente derecho. Le dolía todo el cuerpo y la pequeña habitación aún daba vueltas.
– Hola, ¿hay alguien ahí?
Era la voz de un hombre.
Intentó decir algo para darse a conocer pero seguía sin voz. No tenía fuerzas para levantarse. Se apoyó hacia delante y golpeó la puerta.
– Abra la puerta -gritó la voz-. ¡Es la policía! ¡Salga con las manos en alto!
Peter vio borrosamente que la llave estaba junto al retrete y alargó la mano para cogerla. Su cuerpo temblaba. En el mismo instante en que consiguió asirla se cayó hacia delante y se golpeó la cabeza contra el lavabo. Quedó tumbado en el suelo.
– Contaré hasta tres -gritó la voz-. ¡Si no sale tiraremos la puerta abajo!
Uno, dos, tres.
Se oyó un golpe y trozos de madera llovieron sobre él. Intentó protegerse la cabeza y no alcanzó a ver el filo del hacha atravesar la puerta.
Vio que la habitación se iluminaba e intentó girar la cabeza hacia la fuente de luz. Dos rostros le miraban y uno de ellos se acercó.
– Llame a Olof Lundberg en Saltsjö-Duvnäs -susurró Peter. Parecía como si tuviera una herida abierta en la garganta.
Luego todo se oscureció.
Reconoció de nuevo el olor, pero no pudo ubicar el sonido que se introdujo en su conciencia. Le dolía la garganta y aún podía sentir el hierro de las esposas alrededor de su muñeca izquierda. Oyó el sonido de una respiración y comprendió que alguien estaba sentado a su lado.
Abrió los ojos atemorizado.
Era Olof.
Cuando vio que Peter abría los ojos, se levantó y dio un paso hacia la cama. La habitación estaba en penumbra, la única luz venía de una lámpara en la mesilla de la cama vacía a su lado.
Читать дальше