Cuando se despertó el reloj marcaba casi las ocho. El piso estaba a oscuras. Permaneció un rato tumbado en la cama mirando. La habitación parecía agradable cuando, a través de la ventana sucia, solo la iluminaba una de las farolas de Åsögatan.
Sonó el teléfono.
Reinaba tanto silencio en el piso que el repentino sonido le hizo dar un salto. Como si tuviera miedo de molestar a alguien dejándolo sonar alargó rápidamente la mano y cogió el auricular.
Era Eva.
– ¿Dónde has estado?
Sonaba casi enfadada.
– ¡Te he llamado mil veces desde que hablamos la última vez! ¿No te das cuenta de que estaba preocupada?
Ese pensamiento ni se le había pasado por la cabeza.
– Hola. Bueno, te he llamado un par de veces pero cada vez que lo he intentado estabas comunicando.
Encendió la lámpara. Se sentía casi indecente por hablar con ella estando tumbado en la cama a oscuras.
– ¿Cómo te ha ido? -prosiguió ella-. Tengo tanta curiosidad que estoy a punto de explotar. No he pensado en otra cosa desde que hablamos la última vez. ¿La has encontrado? ¿Te fueron de alguna ayuda los resultados del laboratorio?
– Sí, realmente lo fueron -respondió él-. La encontré. Desafortunadamente fue demasiado tarde. Se había suicidado.
El auricular quedó en silencio.
– Vaya -dijo ella luego-. Aunque no puedo decir que eso me sorprenda. Una sífilis avanzada no es ninguna broma. ¡Puede causar daños cerebrales realmente graves! Además he estado pensando que es extraño que nadie haya detectado la enfermedad, ya que al parecer ella estuvo en contacto con la sanidad.
– Sí, tienes razón.
Permanecieron un largo rato en silencio. El viejo silencio de siempre se apoderó de ellos y como de costumbre él no hizo ningún intento por romperlo.
– Peter, he pensado una cosa. Dentro de un mes hará seis años de la muerte de mamá y había pensado que podríamos encargar una esquela de esas en el J ö nk ö pings Posten. ¿Te apetece participar?
Algo se anudó en su corazón. Al otro lado de la línea estaba su hermana que compartía sus recuerdos y su historia y con la que él, durante todos estos años, no había tenido fuerzas de intentar mantener una conversación de verdad. Ella era esa persona a la que durante todo este tiempo debería de haber prestado atención e intentado acercarse y, en cambio, la había desechado como un mueble viejo de su juventud. ¿Qué clase de hombre era, con treinta y nueve años escondido debajo de su manta y llorando por su eterna soledad, cuando tenía un desconocido miembro de su familia, de su misma sangre y carne, que también había perdido a su padre y a su madre pero, sin embargo, había hecho algo en la vida? Ella a su manera también estaba sola, pero no había dejado que eso ocupara el lugar más importante de su vida sino que había seguido adelante e insistentemente le había llamado e intentado convencerle de que fuera a visitarla.
Él ni siquiera la había invitado.
Se avergonzó.
Intentó verla, pero la imagen que veía era de hacía veinte años.
Una pequeña, pequeñísima esperanza se encendió en su interior al descubrir que había algo que realmente deseaba hacer.
Tenía muchas ganas de verla.
Ella en lugar de aceptar sus fracasos siempre había luchado y se había negado a dejarse destruir.
Tenía mucho que enseñarle.
– Me gustaría mucho aparecer en la esquela -dijo él.
– Bien -dijo ella.
Parecía contenta.
– Entonces me encargaré de todo -prosiguió ella-. ¿Has recibido mi carta?
Peter miró hacia la mesa de la cocina.
– Acabo de llegar a casa y todavía no me ha dado tiempo a mirar el correo.
Notó que se sonrojaba al mentir y se preguntó si eso era un síntoma de mejoría.
– Podemos volver a llamarnos pronto -dijo ella-. Sería divertido volver a verte.
Sonaba como si lo dijera de corazón.
– Sí, es cierto -respondió él.
Pensó que sonó como si estuviese contento.
Cuando volvió a despertarse ya era jueves. Fuera aún era de noche y se sentó a la mesa de la cocina. Se sentía algo mejor de ánimos. Después de su conversación con Eva bajó al 7-Eleven y compró algo de comida para su nevera vacía. Sacó la mantequilla y el pan e hirvió agua para una taza de té.
La carta de Eva aún estaba sin abrir sobre la mesa. La cogió y la rasgó por uno de los lados. Era una sola hoja escrita a mano en la que le pedía que se pusiera en contacto con ella tan pronto como le fuera posible y en la que decía que estaba preocupada.
Dejó la carta a un lado.
A las ocho sonó el teléfono.
– Soy Bodil Andersson. Le estaba buscando.
El corazón le dio un vuelco.
– Como seguramente habrá oído, la encontramos ayer Tengo que hacerle algunas preguntas. Hemos encontrado una serie de huellas dactilares que no pertenecen a la víctima y solo deseaba asegurarme de que siguió mis instrucciones y no fue al piso. Hay huellas dactilares de dos personas desconocidas y espero realmente que no correspondan a las suyas y a las de Olof Lundberg. Como comprenderá, en ese caso sería muy extraño, ya que ha resultado que Elisabet Gustavsson no se colgó ella misma sino que alguien la ayudó. Solo deseo estar segura de que por una vez fue lo suficientemente inteligente como para escuchar, de otro modo tendré que pedirle que venga a la comisaría para un interrogatorio.
No pudo articular ni una palabra. Ni siquiera pudo mentir.
– ¡Hola! ¿Está ahí? -continuó ella.
Su pregunta le dio la idea de colgar el teléfono, y eso fue lo que hizo. A continuación desconectó el cable. Se vistió rápidamente y tomó el metro hasta Karlaplan. Desde ahí caminó hasta Karlavägen 56.
Dudó unos segundos antes de decidirse a coger el ascensor.
Olof estaba solo en la oficina.
– Hola -dijo y sonrió-. ¿Cómo estás?
Parecía cansado.
– Gracias, mejor -respondió Peter, pero no sabía realmente lo que quería decir con eso, todo era relativo, ¿o no?
– Bodil Andersson me acaba de llamar -continuó-. Lo cierto es que me ha asustado. No sabía qué responder. Dijo algo sobre que Elisabet Gustavsson no se había ahorcado sola y preguntó si habíamos estado en el piso.
– ¿Y qué respondiste? -preguntó Olof.
Peter se acercó a la ventana y miró fuera.
– Nada -dijo-. Yo, estúpido de mí, no dije nada. No sabía qué decir. Pensé que quizá había hablado contigo y que sería conveniente que dijéramos lo mismo.
Olof miró a Peter.
– No me ha llamado. Ni aquí ni a casa -dijo.
Peter suspiró.
– Bueno, entonces mi actuación no fue particularmente brillante -dijo cansado-. Eso tuvo que hacerla recelar.
Sonó el teléfono. Olof no respondió. Permanecieron en silencio algunos minutos pero luego volvieron a llamar.
Lundberg lo cogió.
– Hola -contestó. Sonó irritado.
Peter lo observó.
– Vaya. No. Bueno. Sí. No. No. No, no estuve en el piso. Sí. No, él no estuvo, estuvo conmigo toda la tarde. No, también estuvimos juntos toda la noche. No, no tenemos otra coartada pero si no es demasiado sensible puedo contarle con todo detalle lo que hicimos durante toda la noche. No. No. No lo creo. Sí. Desde ayer no. Adiós.
Colgó y Peter lo miró impaciente.
– ¿Qué ha dicho?
Olof pareció como si primero memorizara la conversación y luego contó.
– Primero me ha dicho que hay sospechas de asesinato en relación con la muerte de Elisabet Gustavsson; luego me ha preguntado si estuve allí; luego si tú estuviste allí; luego si estuvimos allí; luego si teníamos algún testigo de que no habíamos estado allí y cuando le he dicho que habíamos estado juntos toda la noche ha utilizado un tono muy desdeñoso para preguntar si tú no podías haberte escabullido pero le he dicho que no lo creía, entonces me ha preguntado cuándo habíamos hablado por última vez y le he dicho que ayer.
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