Karin Alvtegen - Engaño

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Eva desea que su familia -la que tiene junto a Henrik, su esposo, y Axel, su hijo- se parezca al entorno tradicional y seguro en el que ella creció.
Hasta el momento ha visto cumplidas sus expectativas vitales, tanto a nivel sentimental como profesional, pero un día descubre que su marido la está engañando con otra mujer. Henrik, incapaz de confesárselo, le oculta sus sentimientos y miente sin ningún reparo.
Destrozada por la traición, Eva no se atreve a dar una salida franca a sus sentimientos de cólera y en su lugar, elabora una venganza. La vida continúa igual, pero ambos están atrapados en el miedo y el engaño mutuo les envuelve en una atmósfera cada vez más asfixiante. En estas circunstancias al límite, el encuentro casual entre Eva y un joven tendrá consecuencias insospechadas.

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«Miente. La llamé al móvil varias veces y comunicaba todo el rato. Además, hay testigos que dicen que en una ocasión se fue hasta el coche a buscar algo.»

El fiscal lee en voz alta un extracto, facilitado por la compañía telefónica a la cual está abonada la inculpada, de las llamadas que la inculpada mantuvo desde su móvil, el cual demuestra que la afirmación del ex marido es correcta. Julia Bäckström, abogada de la inculpada, sostiene que su cliente podía haber vigilado a la niña al mismo tiempo que hablaba por el móvil y que la inusual intensidad de las corrientes submarinas de ese día era imposible de prever. Además, el automóvil se encontraba estacionado de modo que incluso desde allí podía ver a la niña. La inculpada describe cómo la niña desapareció súbitamente bajo el agua y cómo ella misma corrió y nadó en lo que ella sintió como una fuerte corriente. Todos los intentos de reanimación fueron en vano.

«Fue un puro accidente», asegura la inculpada en voz baja.

Tampoco el fiscal en jefe, Torsten Vikner, cree que la mujer de veintisiete años tuviera la intención de poner a la niña en peligro. No obstante, el delito de homicidio no implica premeditación.

«La niña murió a causa de la negligencia de la inculpada -sostiene el fiscal, insistiendo recurrentemente en las llamadas telefónicas de la mujer-. Mientras la niña se metió en el agua alejándose mucho de la orilla, la mujer se quedó en la playa charlando por teléfono.»

Las acusaciones contra la mujer, de veintisiete años, han dividido a la comunidad de Varberg en dos bandos. Uno, compuesto por padres y colegas del sector de la educación infantil al cual pertenece la inculpada, ha confirmado el sentido del deber de la misma y su buena mano con los niños, mientras que el otro bando ha organizado una campaña de difamación que podría describirse llanamente como un acoso. En especial, la propagación de rumores acerca de las llamadas telefónicas de la mujer ha sido muy dolorosa, según la abogada.

La sentencia se dictará el jueves.

Levantó la vista y miró por la ventana que tenía delante. Se quedó así, sentada, intentando identificar el sentimiento que la embargaba. Había encontrado lo que buscaba, no, había encontrado mucho más que eso. Pero en lugar de alegrarse, por un momento fue capaz de dar un paso atrás y salir de toda la oscuridad interior en que estaba sumida y contemplarse a sí misma ante el ordenador. Como si un vestigio de la Eva del pasado exigiera, desde lo más profundo, que le prestasen oídos e intentara advertirla.

«Recapacita a fondo.»

Miró a la pantalla otra vez.

Quien siembra vientos, recoge tempestades.

Se levantó y fue a la cocina. Abrió el frigorífico pero lo volvió a cerrar sin recordar qué había ido a buscar.

Entonces cogió el inalámbrico que estaba sobre la encimera y llamó a Información.

– Quisiera el número de teléfono del juzgado de Varberg. Pase la llamada, por favor.

Un tecleo y el tono de las señales que iban llegando.

– Juzgado de Primera Instancia de Varberg, Marie-Louise Johanesson.

– Hola, me llamo Eva. Me gustaría saber cuál fue la sentencia en uno de sus juicios llevado a cabo en el mes de noviembre del 2001.

– ¿Cuál es el número de acta?

– No lo sé.

– Tengo que saberlo para buscar la sentencia.

– ¿Y cómo puedo averiguarlo?

– ¿De qué tipo de causa se trata?

– Ahogo por accidente. Una niña de ocho años se ahogó y la persona inculpada estaba casada con su padre.

– Ah, eso. La absolvieron, esa sentencia la puedo encontrar sin el número.

– No, no hace falta. ¿Así que la absolvieron?

– Sí.

– Gracias.

Dejó el teléfono y, una vez más, abrió el frigorífico sin saber por qué. Lo cerró de nuevo y se encontró con la mirada de Axel en la fotografía que estaba sujeta en la puerta con uno de sus imanes de plastilina casera hecha con harina, agua y caramelo. Recordó que él le había contado que representaba un dinosaurio y, en cierto modo, debía de serlo. Unos ojos azules e inocentes que creían en todo lo que veían.

Convencidos de que todas las personas eran buenas y seguros de que lo que decían era verdad. Como su querida maestra de párvulos, por ejemplo. En la cual él confiaba ciegamente y que, durante el día, se ocupaba de su bienestar pero que, en realidad, estaba destrozando su mundo.

La probabilidad de que Henrik, en aquel mismo instante, estuviese planeando convertir a aquella mujer en su nueva madre a tiempo parcial terminó abruptamente con el examen de conciencia al cual súbitamente se había visto tentada a someterse. Ni hablar. No bastaba con que Henrik, sin comerlo ni beberlo ella, fuera a quitarle la mitad de la infancia de Axel: además se vería obligada a aceptar que su hijo viviera cada dos semanas bajo el mismo techo que esa mujer. ¡Jamás! Si Henrik pensaba vivir con ella, por Dios que ella se encargaría de obtener la custodia exclusiva del niño.

¿Acaso había alguna madre o padre que se sentiría dispuesto a dejar en manos de una persona así la responsabilidad de su hijo? ¿Les parecería apropiado a los otros padres del parvulario tener una maestra que había sido acusada de causar la muerte de una niña de ocho años porque prefirió hablar por teléfono?

Advirtió que la idea era interesante y que sería fácil averiguarlo.

Con los ojos clavados en los de Axel, tomó una resolución. Eligió su camino.

Bastó con escribir el nombre de Linda, como explicación adicional, en la cabecera del artículo que había impreso. A continuación lo metió en un sobre anónimo, buscó la dirección en la lista de familias del parvulario y lo dirigió a la ya de sobras sulfurada madre de Simon.

Capítulo 27

Un año.

Sólo pensarlo era como un puñetazo en el diafragma. Cada vez que se lo repetía a sí mismo, las implicaciones de ese dato se hacían más hondas. Durante sus vacaciones en coche por Italia el año pasado. Durante todas las cenas a las que fueron con sus amigos. Cuando él la acompañó a Londres en aquel viaje de negocios y se acostaron juntos. Tanto antes como después de todo eso, aquel cabrón había estado de por medio, haciéndole jugar el papel del cornudo gilipollas que no es suficiente para su mujer. El papel del mediocre al que podía suplir el primero que pasaba.

Se hallaba sentado en el sofá empotrado y miraba por el ojo de buey del camarote de lujo. El embarcadero de la ensenada de Nyckelviken pasó de largo, y sobre el horizonte Nicke y Nocke se elevaban como dos signos de admiración sobre el espacio que representaba su hogar.

La bolsa de viaje estaba en el suelo sin abrir. Del cuarto de baño le llegaban los sonidos de lo que ella hacía, el sonido de su mano al introducirse en el neceser de vez en cuando para buscar lo que necesitaba.

Un año.

«Amo a tu mujer, ella me ama a mí.»

La puerta del cuarto de baño se abrió y ella se quedó, expectante, en el umbral. Se dio cuenta de que llevaba puesta una bata de fina seda amarilla y que se había recogido el cabello de un modo que no había visto nunca antes.

Volvió al paisaje al otro lado del ojo de buey.

«Por él hemos intentado cortar varias veces pero no podemos vivir el uno sin el otro.»Por el rabillo del ojo vio que ella se dirigía a su maleta, abierta sobre la cama.

– ¿Ya has telefoneado pidiendo más toallas?

El tono era conciso e irritado.

Él giró la cabeza y la volvió a mirar.

– No.

No había sido una elección consciente. Claro que al entrar habían visto que necesitarían más toallas, pero la vieja costumbre le hizo esperar a que fuera suya la iniciativa. Que fuera ella quien telefoneara y lo solucionase.

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