Karin Alvtegen - Engaño

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Eva desea que su familia -la que tiene junto a Henrik, su esposo, y Axel, su hijo- se parezca al entorno tradicional y seguro en el que ella creció.
Hasta el momento ha visto cumplidas sus expectativas vitales, tanto a nivel sentimental como profesional, pero un día descubre que su marido la está engañando con otra mujer. Henrik, incapaz de confesárselo, le oculta sus sentimientos y miente sin ningún reparo.
Destrozada por la traición, Eva no se atreve a dar una salida franca a sus sentimientos de cólera y en su lugar, elabora una venganza. La vida continúa igual, pero ambos están atrapados en el miedo y el engaño mutuo les envuelve en una atmósfera cada vez más asfixiante. En estas circunstancias al límite, el encuentro casual entre Eva y un joven tendrá consecuencias insospechadas.

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En el taburete de la barra que ella había ocupado había ahora un tipo con traje de unos treinta años y a ambos lados de él había otros hombres con traje. Pensar que ella podría estar allí. Pensar que a lo mejor él, en aquel momento, se encontraba a sólo treinta metros de ella.

Empezó a caminar hacia la entrada. La posibilidad de que quizá pronto la volvería a ver le hizo apresurar el paso.

El local estaba hasta los topes. No quedaba ni un asiento libre y en la barra los clientes tenían que apretujarse. Rápidamente recorrió las caras con la vista pero la suya no estaba entre ellas. Tal vez fuera esa de allí, esa que le daba la espalda, la del jersey negro. Se abrió paso entre la muchedumbre. Con las prisas, tropezó con el codo de alguien y el vaso que ese brazo sujetaba se derramó. Una mirada de irritación. Qué más le daba. Con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho llegó hasta la pared opuesta, desde donde esperaba verle la cara. Sintió una gran decepción cuando su mirada se cruzó con unos ojos desconocidos.

El gentío le molestaba. El barullo de un rumor sordo donde no se oían palabras, sólo oleadas de voces extrañas elevándose por encima de la música.

¿Dónde se encontraban los lavabos? Tal vez estuviera allí. Pasó de largo la barra y encontró las dos puertas de los servicios en un pasillo frente a la cocina. Una de las puertas indicaba que estaba libre, pero la abrió de todos modos para asegurarse de que no estuviera allí metida. La otra señalaba ocupado, así que se puso a esperar hasta que oyó a alguien tirar de la cadena. Visualizó la mano de ella, sintió una caricia que le bajaba por la cadera y se desviaba hacia la entrepierna. Aquel deseo otra vez.

Tenía que dar con ella.

El pestillo giró a verde. Se quedó sin aire y cerró los ojos un momento. Quien salió del lavabo fue una mujer en la cincuentena y tuvo que bajar la vista. ¿Dónde se había metido? ¿Por qué no venía? Por enésima vez comprobó la pantalla del móvil. Ninguna llamada perdida. ¿Acaso hizo mal en salir del apartamento? Empezaba a arrepentirse, sentía que la compulsión le rondaba, que iba tanteando en busca de la mínima grieta en el escudo con el que ella le había liberado. Miró el pomo que acababa de tocar. Mierda. Lo volvió a tocar para neutralizarlo pero no sirvió de nada.

Luleå – Hudiksvall, 612; Lund – Karlskrona, 190.

La madre que la parió. ¿Dónde estaba?

Miró hacia la barra. ¿De cuántos pasos se trataba? Tenía que tomarse una cerveza o algo para mantener la compulsión a raya. No había asientos libres y apenas lugares de pie, pero un poco más allá vio a un cincuentón demasiado entonado que intentaba convencer al camarero de que le sirviera otra copa. Al serle denegada, se levantó de mal talante. La silla metálica cayó al suelo y el golpe silenció de un modo eficaz todas las conversaciones. La música se adueñó del local.

Todas las miradas confluyeron en él.

El camarero cogió la jarra vacía de cerveza.

– Por hoy ya ha bebido usted bastante. Aquí, al menos, no le vamos a servir más.

– Tú, cabrón de mierda, me pones otra cerveza te digo.

– Hágame el favor de irse ahora mismo.

El camarero se alejó y colocó la jarra en el cesto del lavavajillas.

– ¡Menuda mierda de antro es éste!

El hombre paseó la vista a su alrededor buscando el apoyo de alguna de las miradas dirigidas hacia él, pero aquellos ojos miraron inmediatamente hacia otro lado con una superioridad desdeñosa. Para ellos no existía. Sólo Jonas continuó viéndole, sintiendo el odio contra ese hombre que abiertamente demostraba su miserable condición y se dejaba humillar. Por un momento, vio a otro hombre apoyado a otra barra.

Como por una tácita señal, las conversaciones se reiniciaron de nuevo.

El murmullo arreció y una vez más, una ininteligible cortina de voces anónimas se adueñó del local. El hombre vaciló unos segundos, se arrimó a la barra en un intento de no parecer tan beodo y finalmente, con toda la dignidad de la que pudo hacer acopio, se acercó hasta la puerta tambaleándose y desapareció en la oscuridad. El taburete seguía tirado en el suelo y Jonas se adelanto y lo levantó. Por alguna extraña razón, lo que aquel hombre le había hecho recordar había detenido la compulsión: él no era como su padre.

Tomó asiento en el taburete. El camarero pasó la bayeta sobre el trozo de barra que Jonas tenía delante y le echó un vistazo.

– Maldita gentuza. Qué tal.

Era el mismo camarero de la víspera. El mismo camarero que les había servido a él y a Linda. El resquicio de una pequeña posibilidad.

– Una cerveza. Fuerte.

– ¿Rubia?

– Lo que sea.

– En ese caso te pongo una irlandesa.

– Vale.

El camarero estiró el brazo para coger un vaso del escureplatos y acto seguido desapareció bajo la barra para aparecer de nuevo con una botella. Llenó el vaso hasta la mitad y la dejó delante de él.

– Cuarenta y dos.

Jonas sacó la cartera y dejó un billete de cincuenta sobre la barra. El camarero se fue a despachar a otros clientes y Jonas le dio unos cuantos sorbos rápidos antes de echarse el resto del contenido de la botella. La espuma se derramó por el borde del vaso y dejó un pequeño charco sobre la barra. Mojó la punta del dedo índice en el líquido y escribió una L sobre la superficie recién fregada.

Tenía que preguntárselo. Era su única oportunidad. Primero bebería un poco más: si estaba ligeramente ebrio, la compulsión no le echaría las garras encima en caso de que el asunto se fastidiara.

* * *

Media hora más tarde le llegó la oportunidad. El camarero fue a colocarse justo delante de él para colgar los vasos recién fregados. Llevaba ya tres cervezas y de nuevo todo en él era determinación.

– Oye. Me preguntaba si podrías ayudarme en un asunto.

– Claro.

Iba colocando los vasos, uno a uno, en el escurreplatos que colgaba del techo.

– Resulta que ayer, aquí mismo, conocí a una chica. No sé si recuerdas que ayer también vine.

– Sí, ya lo sé. Estabas ahí.

El camarero hizo un movimiento afirmativo con la cabeza señalando el extremo más corto de la barra. Jonas asintió.

– Pues resulta que esa chica…

Se interrumpió y clavó los ojos en la barra, luego volvió a levantar la cabeza y sonrió.

– Bueno, ya sabes. Después fuimos a mi casa y todo eso. Y ella me dio su número de teléfono y yo le prometí llamar pero he perdido la nota. Voy a quedar fatal.

El camarero sonrió.

– Vaya, pues sí. Esas cosas no hacen gracia.

– ¿A ella también la recuerdas?

En realidad, era una pregunta ridícula. Claro que la recordaba. Nadie que la hubiese visto se olvidaría de ella.

– ¿Te refieres a la que invitaste a sidra?

Jonas asintió.

– Se llama Linda. ¿Suele venir aquí?

– Que yo sepa no. Al menos yo nunca la había visto antes. Jonas sintió que sus esperanzas se hundían. Aquel hombre y aquel sitio eran su único eslabón.

– ¿Así que no sabes cómo se llama de apellido?

El camarero negó con la cabeza.

– Ni idea. Lo siento.

Jonas tragó saliva.

El camarero lo observó un momento y colgó el último vaso, tomó el cesto de la vajilla y se fue. Jonas sacó el móvil: la pantalla seguía vacía. Ella sabía su nombre y dónde vivía, pero aun así no había llamado. Echó un vistazo a su alrededor. Miró todas las bocas extrañas que hablaban y reían, todos los ojos que se buscaban, todas las manos. ¿Dónde estaba en aquellos momentos? ¿Acaso estaba en otro local, en un local como ése pero sin él? La idea de que ella en aquellos momentos se encontrara acompañada de otra gente, que otros ojos gozaran del privilegio de posarse en ella, que la figura de ella tal vez estuviera prendida en otra retina, en el interior de otra persona.

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