Miró por la ventana y allí estaba Mc Ginnis, de pie en la calle. Sostenía una correa que se extendía hasta el cuello de un perro poquita cosa. Carver vio el grueso anillo de Notre Dame en el dedo de Mc Ginnis. Debía de haber golpeado la ventanilla del coche con él para llamar su atención.
Bajó la ventanilla. Al mismo tiempo se aseguró de esconder con el pie el arma que había colocado en el suelo.
– Wesley, ¿qué estás haciendo aquí?
El perro empezó a ladrar antes de que Carver pudiera responder, y Mc Ginnis lo hizo callar.
– Quería hablar contigo -dijo Carver.
– Entonces, ¿por qué no has venido a casa?
– Porque también tengo que enseñarte algo.
– ¿De qué estás hablando?
– Entra y te llevaré.
– ¿Llevarme adónde? Es casi medianoche. No enti…
– Tiene que ver con la visita del FBI del otro día. Creo que sé a quién están buscando.
Mc Ginnis dio un paso hacia delante para mirar de cerca a Carver.
– Wesley, ¿qué está pasando? ¿Qué quiere decir a quién están buscando?
– Sube y te lo explicaré por el camino.
– ¿Qué pasa con mi perro?
– Puedes traerlo. No tardaremos mucho.
Mc Ginnis sacudió la cabeza como si estuviera molesto con todo el asunto, pero luego rodeó el coche para entrar. Carver se inclinó hacia delante y rápidamente cogió el arma del suelo y se la puso en la parte de atrás de la cinturilla del pantalón. Tendría que soportar la incomodidad.
Mc Ginnis puso al perro en el asiento trasero y se sentó delante.
– Es hembra -dijo.
– ¿Qué? -preguntó Carver.
– Que no es un perro, es una perra.
– Lo que sea. No se va a mear en mi coche, ¿no?
– No te preocupes. Acaba de hacerlo.
– Bueno.
Carver arrancó y empezó a alejarse del barrio.
– ¿Tu casa está cerrada? -preguntó.
– Sí, cierro cuando la saco a pasear. Nunca se sabe con los chicos del barrio. Todos saben que vivo solo.
– Eso es inteligente.
– ¿Adónde vamos?
– A la casa de Freddy Stone.
– Muy bien, ahora cuéntame qué está pasando y qué tiene que ver con el FBI.
– Te lo dije. Tengo que enseñártelo.
– Dime qué me vas a enseñar. ¿Has hablado con Stone? ¿Le has preguntado dónde diablos ha estado?
Carver negó con la cabeza.
– No, no he hablado con él. Por eso he ido a su casa esta noche, para tratar de encontrarlo. No estaba allí, pero he hallado otra cosa: la página web por la que estaba preguntando el FBI. Él es el hombre que está detrás.
– Así que en cuanto se enteró de que el FBI llegó con una orden, se largó.
– Eso parece.
– Hemos de llamar al FBI, Wesley. No puede dar la sensación de que estamos protegiendo a este tipo, no importa lo que estuviera haciendo.
– Pero podría perjudicar el negocio si salta a los medios de comunicación. Podría hacernos caer.
Mc Ginnis negó con la cabeza.
– Vamos a tener que aguantar los palos -dijo enfáticamente-. Taparlo no va a funcionar.
– Muy bien. Vamos a su casa primero y luego llamamos al FBI. ¿Te acuerdas de los nombres de los dos agentes?
– Tengo sus tarjetas en la oficina. Uno se llamaba Bantam. Lo recuerdo porque era un tipo grande pero se llamaba Bantam, como los boxeadores de peso gallo.
– Sí, es verdad.
Las luces de los edificios altos del centro de Phoenix se extendían ante ellos a ambos lados de la autopista. Carver dejó de hablar y Mc Ginnis hizo lo mismo. El perro estaba durmiendo en el asiento trasero del coche.
La mente de Carver vagó de nuevo hacia el recuerdo que la música había conjurado antes. Se preguntó qué le había hecho recorrer el pasillo para mirar. Sabía que la respuesta estaba enredada en el fondo de sus raíces más oscuras. En un lugar al que nadie podía ir.
En directo a las cinco
N o salí de mi habitación de hotel el sábado, ni siquiera cuando algunos de los periodistas del turno de fin de semana llamaron para invitarme al Red Wind a tomar unas copas después del trabajo. Estaban celebrando un día más con la noticia en primera página. La última actualización era sobre la primera jornada en libertad de Alonzo Winslow y una puesta al día de la búsqueda cada vez más amplia del sospechoso del asesinato de la chica del maletero. Yo no tenía muchas ganas de celebrar un artículo que ya no era mío. Y tampoco iba habitualmente al Red Wind. Antes ponían sobre los urinarios del cuarto de baño de caballeros las primeras páginas de la sección A, la de Metropolitano y la de Deportes. Ahora tenían televisores de plasma de pantalla plana sintonizados con la Fox, la CNN y Bloomberg. Cada pantalla añadía sal a la herida: era un recordatorio de que la industria de la prensa escrita agonizaba.
Así que decidí no salir la noche del sábado y comencé a leer los archivos, usando las notas de Rachel como borrador. Con ella en Washington y apartada del caso, me sentía incómodo dejando el perfil a los agentes sin nombre ni rostro del operativo o de lugares tan distantes como Quantico. Era mi historia e iba a mantenerme por delante.
Trabajé hasta altas horas de la noche, reuniendo los detalles de las vidas de dos mujeres muertas, buscando ese punto en común que, según Rachel, tenía que existir. Eran mujeres nacidas en dos lugares diferentes que habían emigrado a dos ciudades también diferentes en dos estados distintos. Por lo que sabía, sus caminos nunca se habían cruzado, salvo por la remota posibilidad de que Denise Babbit hubiera ido a Las Vegas y hubiera visto el espectáculo Femmes Fatales en el Cleopatra.
¿Podría ser esa la conexión entre los asesinatos? Parecía descabellado.
Finalmente agoté esa búsqueda y decidí enfocar las cosas desde un ángulo completamente diferente. Desde la perspectiva del asesino. En una nueva hoja del cuaderno de Rachel, empecé una lista de todas las cosas que el Sudes tenía que conocer para ejecutar cada asesinato en términos de método, momento y lugar. Resultó una tarea de enormes proporciones y a medianoche estaba agotado. Me dormí vestido encima de la colcha, con los archivos y las notas a mi alrededor.
La llamada de las cuatro de la mañana desde la centralita fue desagradable, pero me salvó de mi sueño recurrente de Angela.
– Hola -gruñí al teléfono.
– Señor Mc Evoy, su limusina está aquí.
– ¿Mi limusina?
– Ha dicho que era de la CNN.
Me había olvidado por completo. Lo había organizado el viernes la oficina de relaciones con los medios del Times . Se suponía que tenía que salir en directo para toda la nación en un programa de fin de semana que pasaban los domingos por la mañana de ocho a diez. El problema era que se trataba de ocho a diez hora de la Costa Este, de cinco a siete hora de la Costa Oeste. El viernes, el productor del programa no había sido claro sobre el momento en que aparecería yo, así que tenía que estar listo para aparecer en directo a las cinco.
– Dígale que bajo en diez minutos.
De hecho, tardé un cuarto de hora en arrastrarme a la ducha, afeitarme y vestirme con la última camisa planchada que tenía en la habitación. El chófer no parecía preocupado y se dirigió despacio hacia Hollywood. No había tráfico e íbamos a llegar a tiempo.
El coche no era en realidad una limusina, sino un Lincoln Town Car. Un año antes había escrito una serie de artículos acerca de un abogado que trabajaba en la parte de atrás de un Lincoln Town Car mientras un cliente que trabajaba para pagarle sus honorarios lo llevaba de un sitio a otro. Sentado en el asiento trasero de camino a la CNN, la sensación me gustó. Era una buena manera de ver Los Ángeles.
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