Michael Connelly - El Poeta

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La vida de Jack McEvoy, un periodista especializadoen crímenes atroces, sufre un vuelco cuando muere su hermano, un policía del Departamento de Homicidios. McEvoy decide seguir el rastro de diferentes policías que, como su hermano, presuntamente se suicidaron y dejaron una nota de despedida con una cita de Edgar Allan Poe. En realidad todo apunta a que murieron a manos de un asesino en serie capaz de burlar a los mejores investigadores.

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Después navegué por las noticias de AP y UPI para ver si había algo interesante. Había una noticia sobre un médico al que habían disparado frente a una clínica para mujeres en Colorado Springs. Habían detenido a una militante antiabortista, pero el doctor aún seguía con vida. Hice una copia electrónica de la noticia y la guardé en mi archivo personal, aunque pensé que no haría nada con ella a menos que el médico muriese.

Llamaron a la puerta y eché un vistazo por la mirilla antes de abrir. Era Jane, que vivía abajo, al otro lado del pasillo. Llevaba allí cerca de un año y la había conocido cuando me pidió ayuda para trasladar unos muebles durante la mudanza. Quedó impresionada cuando le dije que era reportero de prensa, pues no sabía nada al respecto. Habíamos salido al cine un par de veces y otra a cenar y pasamos un día esquiando en Keystone, pero esos encuentros se habían espaciado durante el año que llevaba viviendo en el edificio y nunca llegaron a más. Creo que era yo el que dudaba, no ella. Le gustaba mucho salir, y quizás era eso. A mí también me gustaba eso -al menos mentalmente-, pero aspiraba a algo muy diferente.

– Hola, Jack. Anoche vi tu coche en el garaje, por eso supe que habías vuelto. ¿Cómo ha ido el viaje?

– Estuvo bien. Estuvo bien como escapada.

– ¿Fuiste a esquiar?

– Un poco. Estuve en Telluride:

– Suena bien. ¿Sabes? Iba a decírtelo, pero ya te habías ido: si te has de marchar otra vez puedo cuidarte las plantas, recogerte el correo o lo que sea. No tienes más que decírmelo.

– Oh, gracias. Pero en realidad no tengo ninguna planta. Paso muchas noches fuera de casa por el trabajo, así que no tengo ninguna.

Me volví desde la puerta y eché un vistazo al apartamento como para asegurarme. Supongo que debería haberla invitado a tomar un café, pero no lo hice. En vez de eso, le pregunté:

– ¿Ya te vas a trabajar? -Sí.

– Yo también. Será mejor que me apresure. Pero oye, haremos algo una vez que me vaya situando. Una película o algo así.

A ambos nos gustaban las películas de De Niro. Era lo único que teníamos en común.

– Vale. Llámame.

– Lo haré.

Al cerrar la puerta me reprendí a mí mismo de nuevo por no haberla invitado a entrar. Ya en la mesa del comedor, apagué el ordenador y mi vista se detuvo sobre el montón de folios de un dedo de grueso apilado junto a la impresora. Mi novela inacabada. Hacía más de un año que la había empezado, pero no acababa de avanzar con ella. Se suponía que trataba de un escritor que se queda tetrapléjico tras un accidente de motocicleta. Con el dinero de la indemnización contrata a una hermosa joven universitaria para que mecanografíe, mientras él le va dictando las frases. Pero pronto se da cuenta de que ella retoca y reescribe lo que él le dice, incluso antes de teclearlo. Y lo que le destroza es que ella escribe mejor. Pronto acaba sentándose en silencio en la habitación mientras ella escribe. Sólo la mira. Quisiera matarla, estrangularla con sus manos. Pero no puede ni moverlas. Un infierno.

El montón de páginas estaba allí, en la mesa, retándome a que lo intentase de nuevo. No sabía por qué no lo metía en un cajón junto con la otra novela que había empezado años atrás y nunca había acabado. Pero no lo hacía. Supongo que prefería tenerla allí, donde pudiera verla.

La redacción del Roeky estaba desierta cuando llegué. El redactor jefe del turno de mañana y un reportero madrugador estaban en la sección de local, pero no había nadie más. La mayoría de los periodistas empezaban a llegar sobre las nueve o más tarde. Hice el primer alto en la cafetería para tomar otro café y a continuación me fui a la biblioteca, donde recogí del mostrador un grueso importante de páginas impresas que tenían mi nombre escrito encima. Miré en el escritorio de Laurie Prine para darle las gracias personalmente, pero tampoco había llegado.

De vuelta a mi mesa eché un vistazo al despacho de Greg Glenn. Allí estaba, al teléfono, como de costumbre. Inicié mi rutina habitual leyendo elRockyy el Posta la vez. Siempre disfrutaba con eso, el balance diario de la guerra de periódicos de Denver. Al compararlos se observaba que las noticias exclusivas eran las que marcaban las diferencias. Pero, por lo general, los diarios cubrían las mismas noticias, y ésa era la guerra de trincheras, donde se libraba la batalla de verdad. Yo me leía nuestra noticia y después leía la suya para ver quién la había escrito mejor, quién tenía la mejor información. No siempre me inclinaba por elRocky. De hecho, la mayoría de las veces no lo hacía. Yo trabajaba con algunos auténticos gilipollas a quienes no les importaba que el Poples diera patadas en el culo. «Esto no debería reconocerlo ante nadie», pensé. Era la naturaleza misma del negocio y de la competencia. Competíamos con el otro diario, competíamos los unos contra los otros. Seguro que era por eso que algunos me miraban cuando entraba en la redacción. Para algunos de los reporteros más jóvenes, yo era casi un héroe por la garra de mis reportajes, por el talento que vertía en ellos y por el acierto en su tratamiento. Para algunos de los otros, seguro que era un mercenario patético con un chollo que no me merecía. Un dinosaurio. Quisieran pegarme un tiro. Pero eso era normal. Lo comprendía. Yo habría pensado lo mismo de haber estado en su situación.

Los periódicos de Denver alimentaban a los grandes diarios de Nueva York, Los Angeles, Chicago y Washington. Probablemente podría haberme ido mucho tiempo atrás a uno de ellos, e incluso había rechazado una oferta del Times de Los Angeles años atrás. Pero no antes de haberla utilizado como medida de presión para que Glenn me diera el puesto de sucesos criminales. Él creía que la oferta era para un puesto de primera línea cubriendo la información policial. No le dije que se trataba de un empleo en un suplemento suburbano llamado Valley Edition. Me ofreció crear el puesto de reportero criminalista para mí si me quedaba. A veces pienso que me equivoqué al aceptar la oferta de Glenn. Quizás habría estado bien empezar algo nuevo.

En la competición matinal lo habíamos hecho bien. Dejé los periódicos a un lado y cogí el mazo de papel de la biblioteca. Laurie Prine había encontrado en periódicos del Este varios reportajes que analizaban la patología de los suicidios policiales y un puñado de pequeñas noticias puntuales que informaban sobre suicidios concretos por todo el país. Tuvo la discreción de no imprimir el reportaje del Post de Denver sobre mi hermano.

La mayoría de los informes extensos examinaban el suicidio como un riesgo profesional propio del trabajo policial. Cada uno de ellos comenzaba con el suicidio de un policía determinado y después encauzaban la historia hacia un debate entre psiquiatras y expertos policiales sobre lo que inducía a un policía a comerse su pistola. Todos los reportajes llegaban a la conclusión de que existía una relación causal entre los suicidios de policías y el estrés profesional, y algún suceso traumático en la vida de las víctimas.

Los artículos eran valiosos porque en ellos se nombraba a los expertos que yo iba a necesitar para mi reportaje. Y en varios se citaba un estudio sobre suicidios policiales que se estaba realizando bajo los auspicios del FBI en la Fundación para el Cumplimiento de la Ley, en Washington, D.C. Lo subrayé con un marcador, presuponiendo que podría conseguir estadísticas actualizadas en la Fundación o en el FBI para darle frescura y credibilidad a mi historia.

Sonó el teléfono y era mi madre. No habíamos hablado desde el funeral. Después de unas preguntas preliminares sobre mi viaje y cómo estaba, fue directamente al grano.

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