James Ellroy - El Asesino de la Carretera

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Martin Plunkett ha sembrado Estados Unidos con un rastro de muertes. Cuando el FBI consigue darle caza, decide confesar sus crímenes a cambio de que su autobiografía vea la luz. Así, escribe sus memorias mientras cumple las cuatro cadenas perpetuas a que ha sido condenado.
Nacido en Los Ángeles en los años cincuenta, su adolescencia es extraña y compleja, hasta el punto de que, en cierto modo, acaba provocando el suicidio de su madre. A raíz de este suceso, queda bajo la tutela de un oficial de policía, de quien aprende justo lo que no debía: el oficio de ladrón. Martin tiene una inteligencia extraordinaria y cierta tendencia al aislamiento, por lo que va construyendo sus obsesiones mientras continúa con los atracos. Tras pasar un año en la cárcel, comete su primer asesinato.

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– Alex, ¿estás aquí?

Era Richie Liggett, que hablaba desde la planta baja. Miré a mi alrededor en busca de la bolsa que contenía el cuchillo y la sierra, la vi sobre un tocador del dormitorio y grité:

– ¡Estoy aquí arriba, Richie!

Unos pasos atronaron en la escalera y, cuando llegaron al descansillo del primer piso, yo ya tenía el cuchillo en la mano derecha, oculto a la espalda.

Richie Liggett apareció en el umbral y se echó a reír.

– Dios, Alex. ¿Delta? Tu familia siempre ha sido Sigma O. Se te está corriendo el maquillaje, por cierto.

– ¿Dónde está Mady?-pregunté, disfrazando la voz con un gruñido de monstruo de película.

– En la cocina. ¿Te has enterado de lo de Ross?

– ¡Traidor! -dije con un gruñido de monstruo, y entonces agarré a Richie por el pelo, saqué el cuchillo y, con un solo movimiento, le rajé el pescuezo hasta la tráquea. Se llevó la mano al cuello y se precipitó hacia delante en otro único movimiento, al tiempo que yo me apartaba para evitar mancharme de sangre. Cayó al suelo de golpe, empezó a gorgotear y lo puse boca arriba. Siguió intentando hablar y la boca se le movía en un contrapunto espasmódico con las sacudidas de sus piernas. Cogí una almohada de la cama y se la arrojé a la cara. Pisé los dos extremos de la almohada sobre su cabeza y mantuve firme la máscara funeraria con todo mi peso. Cuando el movimiento cesó y la tela blanca empezó a empaparse de sangre, limpié el cuchillo y me dirigí a la cocina.

Mady Behrens estaba friendo hamburguesas. Cuando me vio, soltó un gañido femenino.

– Tú no eres Alex -dijo.

– Tienes razón -repliqué y le hundí el cuchillo en el estómago, en el pecho y en el cuello. Con los últimos estertores, tiró la sartén del fogón y lo último que sintió antes de cerrar los ojos fue la rociada de grasa ardiente que le salpicaba las piernas bronceadas de jugar a tenis.

TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO.

Subí las escaleras tropezando, respirando sangre y vinilo. Richie Liggett era ahora una pieza de desorden inanimado que hacía juego con el resto de detritus de la VIDA FAMILIAR FELIZ. Le marqué SS en las dos piernas, luego se las corté con la sierra y las arrojé sobre una silla polvorienta llena de pelotas de tenis. El olor a sangre superaba ya cualquier otro; agarré las herramientas y bajé a la cocina a hacerme cargo de Mady Behrens. Cuando también estuvo marcada y mutilada, tiré las piernas al fregadero con los platos sucios.

LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC

Exhausto, paseé la mirada por la cocina. El desorden que había creado me pareció delicado y bonito; el calendario y los aforismos enmarcados, que colgaban torcidos en las paredes, desmerecían mi arte y me zumbaban como abejitas furiosas. Enderezarlos me llevó a pensar en Ross y con su imagen llegó una nueva descarga de energía. Empecé a ordenar la casa.

Pasé horas recogiendo, ordenando y cambiando cosas de sitio, dejando la MORADA DE LA FAMILIA FELIZ en un orden que ponía de relieve la presencia de la Sombra Sigilosa y su venganza. Con las luces de todas las estancias encendidas, me dediqué al trabajo, obligando a mi cerebro a alejarse de Ross, y sólo hice una pausa para consultar el reloj y recordarme que Dom de Nunzio y Rosie Cafferty estaban a punto de llegar. Cuanto más recogía, más cosas veía que era preciso ordenar, y cuando oí voces en el porche pasada la medianoche, todavía me faltaba mucho para terminar.

Los liquidé en el vestíbulo, en una barahúnda de tajos y chillidos, penetrando con el cuchillo entre los brazos con que se protegían hasta alcanzar el rostro de los traidores. Rosie Cafferty ya estaba muerta y yo alzaba el arma para darle a su novio un tajo final en el gaznate cuando recordé que Ross me había presentado como Billy Rohrsfield, lo cual significaba que había sido otra persona quien nos había traicionado a los dos. Dudé y, durante una fracción de segundo, Dom de Nunzio, inmovilizado bajo mis rodillas, me pareció absolutamente perfecto… y perfectamente parecido a Ross.

– Lo siento -susurré con voz ronca, y le cerré los ojos al tiempo que lo acuchillaba, acuchillaba y acuchillaba hasta matarlo.

Mientras grababa SS en dos pares más de piernas bonitas con zapatillas de tenis, no se produjo ningún tic ni tic/latido. Las serré y luego me acerqué a la pared de la sala y dejé mis huellas ensangrentadas en ella, manchando toda la zona con sangre para que ni siquiera al poli más lerdo le pasaran por alto las pruebas. Recogí la sierra y el cuchillo y regresé al Muertemóvil . La capa ondeaba en el nocturno viento estival y, ya en la furgoneta, volví a ponerme el traje de Brooks Brothers, me restregué la sangre de las manos y me arranqué la Sombra Sigilosa de la cara. Con pulso firme, apreté los dedos en el mango del cuchillo y del hacha para que quedasen las huellas bien marcadas y metí las armas en tres bolsas de plástico. Busqué entre las herramientas de la furgoneta hasta encontrar una pala, la llevé a la cabina conmigo y después fui a buscar un sitio donde dejar los instrumentos que servirían para administrar una justicia rápida.

Enterré la sierra al pie de un árbol, junto a la biblioteca de Bronxville, y el cuchillo junto al lago de Huguenot Park, en New Rochelle. Recordé una casa de huéspedes que varios caddies habían mencionado, conduje hasta el número 800 de South Lockwood y llamé a una puerta, sobre la cual había un cartel que rezaba: «Se alquilan habitaciones por semanas.»

La vieja que respondió a mi llamada fingió enojo por lo intempestivo de la hora, pero cuando le dije que quería una habitación y que le pagaría dos meses por anticipado, se deshizo en amabilidades y señaló un escritorio con un gran libro de registro. Le tendí un fajo grande de billetes de cien. A mí ya no me servían de nada.

– Me llamo Martin Plunkett. No lo olvide: Martin Plunkett.

26

Tardaron tres días en dar conmigo.

Pasé la mayor parte de aquellas setenta y dos horas durmiendo, saciando el cansancio provocado por una de las giras más largas de la historia, y cuando oí que los helicópteros daban vueltas justo encima de mi cabeza, me sentí aliviado por que todo hubiera terminado. Miré por la ventana y pude ver las luces de una decena de coches patrulla; al cabo de un momento, unos cuchicheos, unos gruñidos soñolientos y unos pasos apresurados me indicaron que la casa de huéspedes estaba siendo desalojada. Después, se dejaron oír las pisadas de unas botas recias, tic/tump, tic/tump, tic/tump, a mi alrededor, y el aviso ritual sonó por el megáfono:

– ¡Estás rodeado, Plunkett! ¡Ríndete o entraremos por ti! Anduve hasta la puerta y, a través de ella, grité:

– ¡Estoy desarmado! ¡Quiero hablar con el jefe antes de entregarme!

Retrocedí, dispuesto a arrojarme al suelo, y me llegó la respuesta: eran unas voces discutiendo. «Está usted loco, inspector», conseguí entender, y una réplica: «Es mío.» A continuación, echaron la puerta abajo y un hombre de mediana edad y de aspecto corriente, con un traje gris, me apuntó directo a la cabeza con una 38.

No dijo «¡No te muevas, hijo de puta!», ni «¡Contra la pared, cabrón!» Solamente se limitó a presentarse: «Me llamo Tom Dusenberry», como si acabáramos de conocernos en un cóctel. «Martin Plunkett», respondí. Y cuando desamartilló el arma, sonreí.

No me dio la impresión de que estuviera decidiendo si debía dispararme; parecía un hombre concentrado en sí mismo que se preguntara hasta dónde podía permitirme llegar. Sonriendo todavía, le dije:

– ¿Es de la policía de New Rochelle?

– Del FBI.

– ¿Las acusaciones concretas?

– Para mí, delito de huida del estado tras el asesinato de Malvin; para los demás, lo de los cuatro de Crown.

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