James Ellroy - Mis rincones oscuros

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En 1958, cuando James Ellroy tenía diez años, el cuerpo de su madre fue hallado en la cuneta de una carretera, en un pequeño pueblo cerca de Los Ángeles. Nunca se descubrió al asesino y el caso quedó cerrado. Ellroy alcanzó el éxito en su faceta de escritor de novelas tan radicales como provocativas, pero la memoria de la muerte de su madre no dejó de perseguirlo. En esta obra Ellroy da cuenta de la frustrada investigación policial; de la volátil trayectoria que tomó su vida a partir de aquel suceso trágico; de la carrera de un antiguo sheriff de Homicidios del condado de Los Ángeles llamado Bill Stoner; de la investigación que el autor y el propio Stoner emprendieron para identificar, años después, al asesino de su madre.Esta autobiografía de James Ellroy es una historia arrebatadora: sobre la naturaleza del crimen, sobre el mero pestañeo que puede separar la lujuria del impulso asesino; sobre el viaje atrevido y revelador del autor a los rincones más oscuros de su memoria.

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Tarde o temprano, un hombre muy famoso tenía que matar a una mujer muy hermosa. El caso dejaría a la vista, microscópicamente, un estilo de vida aún más sexual y absurdo. Los medios de comunicación machacarían a O.J. y convertirían el caso en un suceso aún más extraordinario.

Yo quería volver a casa. Quería ver a Helen. Quería escribir este recuerdo. Las mujeres muertas me retenían y me impedían hacerlo. Habían muerto en Los Ángeles y me decían que me quedara por allí un tiempo, todavía. Yo estaba quemado como detective. Estaba frito hasta las pestañas de tantas consultas negativas en los bancos de datos y de tanta información imprecisa y errónea. Tenía a la pelirroja dentro de mí. Podía llevármela donde fuese. En mi ausencia, Bill seguiría las pistas y hurgaría en los detalles de su vida.

Me quedé para probar suerte con unos nuevos fantasmas recién aparecidos.

Fui cuatro veces a la central, por mi cuenta. Consulté antiguos Libros Azules. Releí de cabo a rabo varios casos cerrados. No disponía de fotos de la escena del crimen, pero me la imaginé. Leí informes sobre cadáveres encontrados, sobre autopsias y sobre antecedentes y repasé mentalmente mi propia historia de mujeres viviseccionadas. Miré. Filtré. Me sumergí. No comparé ni analicé como creía que haría. Las mujeres aparecían como individuos. No me devolvían a mi madre. No me enseñaban nada. Yo no podía protegerlas ni vengar su muerte. No podía honrarlas en el nombre de mi madre porque, en realidad, no sabía quiénes eran. Ni siquiera sabía quién era ella. Sólo tenía algunos indicios y unos deseos enormes de saber más.

Empecé a sentirme una especie de ladrón de tumbas. Sabía que ya no me quedaba nada por hurgar acerca de la muerte. Pero aún deseaba atar ciertos cabos respecto a la pelirroja. Quería recoger más información, guardarla y llevármela a casa. Me inventé unas justificaciones de último momento para seguir en Los Ángeles. Ideé anuncios para periódicos y publirreportajes y campañas por vía informática. Bill dijo que nada de todo aquello tenía sentido. Lo que debíamos hacer, según él, era interrogar a los Wagner de Wisconsin. Decía que me veía asustado. Bill no reflexionaba. No tenía que hacerlo. Sabía que mi madre me había hecho único. Sabía que yo la abrazaba con egoísmo. Los Wagner tenían sus opiniones, que podían contraponerse a las mías. Podían darme una buena acogida e intentar convertirme en un tipo dócil con una familia extensa. Tenían una opinión de mi madre, sin duda, pero yo no quería compartir la mía. No quería romper el hechizo de nosotros dos y de lo que me había hecho.

Bill estaba en lo cierto. Comprendí que era momento de regresar a casa.

Recogí los tableros de corcho y las gráficas y lo facturé todo hacia el este. Bill trasladó nuestro número 1- 800 a un servicio de contestador. Llevé conmigo el expediente.

Bill siguió trabajando en el caso. Perdió un socio y ganó otro. Joe Walker era un analista criminólogo de la Oficina del Sheriff de Los Ángeles. Conocía íntimamente la red informática de las fuerzas del orden. Estaba completamente colgado del caso Karen Reilly. Creía que a Karen la había matado un asesino en serie negro. Quería trabajar en el caso Jean Ellroy. Bill le dijo que podía hacerlo.

Eché de menos a Bill. Se había convertido en mi mejor amigo. Durante catorce meses me había cuidado y guiado.

Y en el momento exacto en que entrábamos en un callejón sin salida, me soltaba. Me enviaba con mi madre y con mis motivos aún por resolver.

En casa, no volví a colgar los tableros de corcho. No precisaba hacerlo. Ella estaba siempre allí, conmigo.

Apareció Orange Coast . Era una revistucha, pero el artículo estaba bien. Publicaban nuestro número 1-800. Tuvimos cinco llamadas. Dos de ellas fueron de videntes. Las otras tres, de personas que nos deseaban buena suerte.

Las vacaciones terminaron. Me llamó una productora de televisión que trabajaba para el programa Misterios sin resolver . Estaba perfectamente al corriente de la investigación Ellroy-Stoner. Quería dedicar uno de los reportajes del programa al caso Jean Ellroy. Harían una dramatización de ese sábado por la noche e incluirían una solicitud de información específica sobre el asunto. El programa contribuía a resolver delitos. Su audiencia estaba constituida por gente mayor. También por policías jubilados. Contaba con su propio número telefónico para pistas y telefonistas de servicio durante las veinticuatro horas del día. En verano, la cadena volvía a pasar los programas de la temporada y todas las pistas eran enviadas al pariente más próximo de la víctima y al detective que estuviese al frente de la investigación.

Acepté. La productora dijo que querían filmar en los escenarios auténticos.

Respondí que me pondría a soltar palabrotas. Llamé a Bill y le conté la noticia. Le pareció fantástica. Señalé que debíamos dar más densidad al reportaje. Teníamos que saturarlo de detalles de la vida de mi madre. Quería gente que llamara y dijese: «Yo conocía a esa mujer.»

Tal vez los Wagner viesen el programa. Tal vez el retrato de mi madre les abrumara. Ella enviaba a su hijo a la iglesia, y ahora su hijo sacaba provecho de su muerte. La convertía en una mujer fatal barata. Cuando joven había sido un artista del engaño. Ahora, era un asesino de personajes. Difamaba a su madre. Hacía suma y balance de la vida de ésta, se equivocaba en las cuentas y ofrecía al mundo un balance erróneo. El hijo fundamentaba su reclamación de propiedad sobre su memoria en recuerdos tergiversados y en las mentiras del inútil de su padre, quien la había malinterpretado sistemáticamente.

Volví a aquel dormitorio a oscuras y a la epifanía del merendero. El nuevo equilibrio de la memoria. La implicación de Bill. El vínculo exclusivo que yo no quería romper. Tal vez los Wagner viesen el programa. Lo que resultaba seguro era que no habían leído el libro que había dedicado a mi madre, o no habían reaccionado ante su aparición. No estaban al corriente de las noticias. O quizás hubiesen visto mi nombre en periódicos o revistas y no se hubiesen detenido a leer qué decían. Leoda me subestimaba. Yo la detestaba por ello. Quería restregarle por las narices a mi madre de la vida real y espetarle: «Mira cómo era y cómo, a pesar de todo, la venero.»

Ella podía hacerme callar con unas cuantas palabras severas. Podía decirme que no les había preguntado nada, que no había buscado los orígenes de mi madre en Tunnel City, Wisconsin, que no había basado mi retrato en suficientes datos.

Yo no quería regresar todavía. No quería romper el vínculo. No quería perturbar el fondo de sexo que aún lo definía. Los muertos pertenecen a los vivos que más obsesivamente los reclaman. Era toda mía.

La filmación de nuestro reportaje duró cuatro días. En un par de escenas Bill y yo aparecíamos en la comisaría de El Monte. Reviví el momento en el depósito de pruebas. Abrí una bolsa de plástico y saqué una media de seda.

No era la misma. Alguien había puesto una media vieja, la había retorcido y le había hecho unos cuantos nudos. No había ninguna cuerda de persiana. Omitimos el detalle de la doble ligadura.

El director alabó mi actuación. Fue un rodaje rápido.

El equipo lo celebró con vítores y algunas risas. Aquello semejaba una fiesta en honor de Jean Ellroy.

Hablé con el actor que representaba al Hombre Moreno. Me llamó Pequeño Jimmy. Yo lo llamé gilipollas. El tipo era delgado y desagradable. Se parecía al de los retratos robot. Conocí a la actriz que haría de mi madre. La llamé Mamá y ella, a mí, Hijo. Era pelirroja. Parecía salida de Hollywood más que del campo de Wisconsin. Bromeé con ella. «No vayas persiguiendo hombres mientras estoy fuera este fin de semana», le dije. «¡Lárgate de una vez, Jimmy! Necesito un poco de acción…», repuso.

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