Observé a Bill, que engullía hamburguesas y hablaba con los amigos. Sabía que estaba aliviado. Sabía que su alivio se remontaba a la detención de papá Beckett. Había hecho caso omiso de la declaración de papá Beckett respecto a matar a otras mujeres; resultó una decisión hipotéticamente firme. El veredicto de culpabilidad era más ambiguo. Papá Beckett estaba viejo y enfermo. Sus días de violador y asesino habían pasado. Robbie aún tenía edad para seguir violando, matando y moliendo a palos a una mujer. Y había llevado a cabo una actuación desconcertante. Había colaborado con la justicia en el caso del condado de Los Ángeles contra Robert Wayne Beckett, padre. Había hecho amistad con las fuerzas del orden y en nombre de éstos había cometido parricidio. En su expediente carcelario se señalaba su buena conducta. Quizá le sirviera para salir bajo palabra antes de lo previsto.
Bill seguía en la Autopista de los Cuerpos Abandonados. Cumplía su propia cadena perpetua. Había escogido el asesinato. El asesinato me había escogido a mí. Él llegó al asesinato como un deber moral. Yo llegué a él como mirón. Él se convirtió en mirón. Tenía que mirar. Tenía que saber. Sucumbió a repetidas seducciones. Las mías empezaban y terminaban en mi madre. Bill y yo éramos coacusados procesables. Estábamos encausados por el tribunal de Preferencias en las Víctimas de Asesinato. Nos sentíamos inclinados hacia las víctimas femeninas. ¿Por qué sublimar el deseo cuando éste puede utilizarse como instrumento de percepción? La mayoría de las mujeres morían a causa del sexo. Se trataba de la justificación de un mirón. Bill era un detective profesional. Sabía mirar, o cribar, o distanciarse de sus descubrimientos y conservar la compostura profesional. Yo podía evadirme de tales limitaciones. No tenía que consolidar pruebas demostrables ante un tribunal. No tenía que establecer unos motivos coherentes y explicables. Podía revolcarme en la vida sexual de mi madre o de otras mujeres muertas. Podía ordenarlas por categorías y reverenciarlas como a hermanas en el horror. Podía mirar y cribar y comparar y analizar y construir mi propio surtido de vínculos sexuales y no sexuales. Podía declararlos válidos para todo el género y atribuir un amplio abanico de detalles a la vida y la muerte de mi madre. No andaba tras los pasos de sospechosos activos. No intentaba que los hechos se adecuaran a ninguna tesis preestablecida. Lo que intentaba era saber. Andaba tras mi madre como elemento de verdad. Ella me había enseñado algunas verdades en una alcoba a oscuras. Quería devolverle el gesto. Quería honrar en ella a todas las mujeres asesinadas. Aquello sonaba rotundamente ampuloso y egoísta. Me decía que estaba contemplando la vida en la Autopista de los Cuerpos Abandonados. Hacía que reviviese, en una reposición perfecta, aquel momento en el merendero. En ese preciso instante me señalaba un camino.
Yo tenía que conocer su vida igual que conocía su muerte.
Me aferré a la idea. La abrigué en privado. Volvimos al trabajo.
Nos reunimos con los periodistas de La Opinión , Orange Coast y el San Gabriel Valley Times . Los llevamos a dar un paseo por El Monte. El Los Angeles Times publicó algo. Tuvimos sesenta llamadas en total. Hubo gente que colgó y llamadas de videntes y personas que hacían chistes sobre O.J. y otras que nos deseaban buena suerte. Dos mujeres llamaron para decir que su padre quizá fuese el asesino de mi madre. Atendimos estas llamadas y oímos más historias de abusos infantiles. Los dos padres quedaron libres de sospecha de asesinato.
Llamó una mujer joven. Delató a una anciana. Dijo que ésta vivía en El Monte. La anciana trabajaba en la Packard-Bell hacia 1950. Era rubia y llevaba cola de caballo.
Encontramos a la mujer. Su conducta no despertaba sospechas. No recordaba a mi madre ni que hubiese sido compañera suya en Packard-Bell Electronics.
Apareció La Opinión . Nadie llamó. La Opinión se editaba en español. Era un disparo a ciegas.
Apareció el San Gabriel Valley Times . Tuvimos un total de cuarenta y una llamadas. Hubo gente que colgó y algunos videntes que ofrecían sus servicios. Hubo llamadas con chistes sobre O.J. Llamó un hombre. Dijo que era un antiguo bohemio de El Monte. A finales de los años cincuenta había conocido a un colega, un tipo moreno. El tipo moreno solía estar en una estación de servicio de Peck Road. El hombre no recordaba cómo se llamaba el tipo moreno. La gasolinera había desaparecido hacía tiempo. Él conocía muchos tipos que en el 58 vivían en El Monte.
Nos reunimos con el hombre. Obtuvimos algunos nombres. Los repasamos con Dave Wire y el jefe Clayton, quienes recordaban a algunos habituales de los bares en esa época. Ninguno de ellos se parecía a nuestro Hombre Moreno. Introdujimos los nombres en nuestros tres ordenadores y no encontramos datos acerca de ellos.
Llamó un periodista de Associated Press. Quería escribir un artículo sobre la investigación que estábamos llevando a cabo. Se publicaría en todo el país. El reportero aseguró que incluiría nuestro número de teléfono 1-800. Acepté la propuesta.
Lo llevamos a El Monte. El reportero escribió su artículo. Apareció publicado en numerosos periódicos. Los editores lo destrozaron. La mayoría de ellos suprimió el número 1-800. Tuvimos muy pocas llamadas. Telefonearon tres videntes. Telefoneó la dama de la Dalia Negra. No telefoneó nadie para decir que conocía a la Rubia, ni nadie que afirmase haber conocido a mi madre.
Repasamos otra vez los nombres que considerábamos clave. Queríamos asegurarnos. Pensábamos que podíamos encontrar algo nuevo en los bancos de datos. No fue así. Ruth Schienle y Greene el Latas estaban muertos o ilocalizables. Salvador Quiroz Serena quizás hubiese vuelto a México. No dimos con Grant Surface. En 1959 había sido sometido por dos veces al detector de mentiras, pero los resultados no fueron concluyentes. Nosotros queríamos tener una solución más concreta.
Bill tuvo un presentimiento y llamó a Duane Rasure. Éste encontró sus notas sobre Will Lenard Miller y nos las envió. Las leímos y descubrimos seis nombres relacionados con Airtek. Dos de los mencionados aún vivían. Ambos recordaban a mi madre. Dijeron que trabajaba en Packard-Bell antes de incorporarse a Airtek. El nombre de Nikola Zaha no les sonaba. Tampoco fueron capaces de identificar a ninguno de los novios de mi madre. En cambio, nos proporcionaron más nombres de Airtek. Comentaron que Ruth Schienle se había divorciado de su marido y se había casado con un hombre llamado Rolf Wire. Al parecer, Rolf había muerto. Buscamos los nombres de Rolf y Ruth Wire en nuestros tres ordenadores y no obtuvimos información alguna. Buscamos los nuevos nombres de Airtek y tampoco encontramos nada. Nos acercamos a la oficina central de Pachmyer Group. Bill dijo que no nos permitirían husmear en sus expedientes personales. Yo propuse que lo intentásemos, de todos modos. Ya no estaba buscando pistas sobre el Hombre Moreno. Ahora, seguía pistas acerca de mi madre.
La gente de Pachmyer se mostró sumamente cortés. Nos dijo que la división Airtek había cerrado en el 59 o el 60 y que todos los ficheros de la empresa habían sido destruidos.
La pérdida de esta información me supo muy mal. Mi madre había trabajado en Airtek desde septiembre del 56 y yo quería saber cómo era entonces. La nueva investigación sobre Jean Ellroy duraba ya trece meses.
O.J. Simpson fue absuelto. Los Ángeles rezumaba apocalipsis. Los medios de comunicación se volvían locos tras las palabras «posibles ramificaciones». Todos los asesinatos las tenían. Que se lo preguntaran a Gloria Stewart o a Irv Kupcinet. El caso Simpson crisparía a los supervivientes inmediatos de los muertos. Los Ángeles lo encajaría.
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