James Ellroy - Mis rincones oscuros

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En 1958, cuando James Ellroy tenía diez años, el cuerpo de su madre fue hallado en la cuneta de una carretera, en un pequeño pueblo cerca de Los Ángeles. Nunca se descubrió al asesino y el caso quedó cerrado. Ellroy alcanzó el éxito en su faceta de escritor de novelas tan radicales como provocativas, pero la memoria de la muerte de su madre no dejó de perseguirlo. En esta obra Ellroy da cuenta de la frustrada investigación policial; de la volátil trayectoria que tomó su vida a partir de aquel suceso trágico; de la carrera de un antiguo sheriff de Homicidios del condado de Los Ángeles llamado Bill Stoner; de la investigación que el autor y el propio Stoner emprendieron para identificar, años después, al asesino de su madre.Esta autobiografía de James Ellroy es una historia arrebatadora: sobre la naturaleza del crimen, sobre el mero pestañeo que puede separar la lujuria del impulso asesino; sobre el viaje atrevido y revelador del autor a los rincones más oscuros de su memoria.

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Cross Plains era un barrio de las afueras de Madison. Bill y yo llegamos al aeropuerto de la ciudad.

Janet fue a recibirnos. La acompañaban su marido, su hijo menor y su hija.

No la reconocí. En el 66, Janet tenía doce años. No advertí en ella ningún rasgo característico de los Hilliker.

Brian Klock tenía cuarenta y siete años. Habíamos nacido en la misma fecha. Janet me contó que el día del cumpleaños de Brian Leoda rezaba por mí. También era mi aniversario. Nunca se olvidaba. Mindy Klock tenía dieciséis años. Tocaba el piano. Dijo que interpretaría algunas piezas de Beethoven para mí. Casey Klock tenía doce y el aspecto de un chico revoltoso. Los varones Klock poseían una cabellera abundante. Expresé mi envidia por ello y Brian y Casey se echaron a reír. Bill se mostró afable de inmediato. Jamás vi a nadie que supiese hacerlo tan bien. Los Klock nos llevaron a un Holiday Inn, en cuyo restaurante los invitamos a cenar. La conversación se desarrolló de manera fluida. Bill describió nuestra investigación. Mindy me preguntó si conocía algún astro del cine y mencionó sus ídolos del momento. Le dije que eran homosexuales. No me creyó. Le comenté algunos chismes de Hollywood. Janet y Brian se rieron. Bill también, y añadió que yo tenía la boca llena de mierda. Casey se hurgó la nariz y jugueteó con la comida.

Nos lo pasamos bien. Janet expuso el plan para el día siguiente. Iríamos a Tunnel City y a Tomah. Por el camino recogeríamos a Jeannie. Mencioné las fotos. Ella dijo que las tenía en casa y que las veríamos al día siguiente, por la mañana.

La cena se prolongó. La comida era extraña. Cada plato iba acompañado de queso fundido y salchicha. Imaginé que se trataba de una aberración regional. Los Klock hablaban con fuerte acento, similar al de Ed y Leoda. Escuché sus voces en el aire. No lograba recordar la voz de mi madre. Hablamos de ella. Janet y Brian se mostraron reverentes. Les dije que aflojaran un poco.

Las fotos eran viejas. Algunas estaban pegadas en álbumes; otras, dentro de sobres. Las examiné en la mesa de la cocina de Janet. A través de la ventana podía verse la tumba de los Wagner.

La mayor parte de las fotografías era en blanco y negro o en tonos sepia. Había unas pocas en color, de finales de los años cuarenta. Primero observé a mis antepasados. Tuve una visión fugaz de Tunnel City, Wisconsin. En todas las fotos tomadas al aire libre se veían vías de ferrocarril.

Mis bisabuelos. Una pareja típicamente victoriana, de aire severo. Posaban con gesto grave. Por entonces las poses naturales no existían. Vi el retrato del enlace Hilleker-Woodard. Earle aparecía como un joven resuelto y animoso. Jessie era frágil y adorable. Reconocí en sus facciones cierto parecido conmigo y con mi madre. Llevaba gafas y tenía nuestros mismos ojos pequeños. Le dio a mi madre unos hombros delicados y una piel blanca y suave.

Vi a mi madre. La seguí desde la infancia hasta los diez años. La vi con Leoda. Leoda miraba a su hermana mayor. Todas las fotos recogían su adulación. Geneva llevaba gafas. Tenía el cabello pelirrojo claro. Sonreía. Parecía feliz. Las fotos de interiores mostraban pocos adornos. Había crecido en una casa sin lujos superfluos. Los exteriores eran hermosos y salvajes. El oeste de Wisconsin era verde oscuro en flor o nevado y desierto de árboles.

Seguí adelante. Debía hacerlo. No había fotos de mi madre adolescente. Salté diez años. Vi a Geneva con veinte. Tenía el cabello más oscuro y una belleza tan grave e implacable que quitaba la respiración.

Llevaba el cabello recogido en un moño y dividido en el centro, por delante. Era un peinado algo pasado de moda, pero lo llevaba con majestuosa confianza. Sabía el aspecto que tenía. Sabía controlar su propia imagen.

Di un nuevo salto hacia delante. Vi tres fotos en color tomadas en agosto del 47. Mi madre llevaba dos meses embarazada. Estaba con Leoda. Una de las fotos estaba recortada. Tal vez Leoda hubiese decidido eliminar a mi padre. Mi madre tenía treinta y dos años. Sus facciones reflejaban resolución. Todavía llevaba el moño. ¿Para qué andarse con frivolidades y cambiar la marca de identidad de una misma? Sonreía. No se mostraba abstraída ni ferozmente orgullosa.

Vi una fotografía en blanco y negro. Mi padre había escrito la fecha en el reverso. Reconocí su caligrafía. Bajo la fecha había escrito:

«Perfección. ¿Y quién soy yo para embellecer el lirio?»

Era agosto del 46. En Beverly Hills. No podía ser en ningún otro sitio. Una piscina. Carpas estilo francés. Una fiesta ofrecida por alguien relacionado con el mundo del espectáculo. Mi madre estaba sentada en una silla plegable. Llevaba un vestido veraniego. Sonreía. Se la veía complacida y contenta.

Por entonces seguía al lado de mi padre, que trabajaba para Rita Hayworth.

Vi algunas fotos más, en blanco y negro. Eran de mediados de los años cuarenta. Todas estaban tomadas frente al 459 de North Doheny. Mi madre lucía un vestido claro y zapatos ligeros. El vestido le iba perfecto. Parecía de alta costura a precio asequible. Iba muy atildada. Llevaba un peinado diferente: el cabello recogido con trenzas a los lados y sujeto con alfileres. No logré interpretar su expresión.

Llegué a las fotos más sorprendentes, ampliadas a tamaño retrato.

Mi madre aparecía sentada o de pie junto a una valla. Debía de tener entre veinticuatro y veinticinco años. Llevaba camisa a cuadros, chaqueta, capucha, unos pantalones de montar y botas con cordones hasta las rodillas. Las fotos parecían instantáneas de luna de miel sin esposo. Detrás de la cámara estaba mi padre o el tal Spalding. Delante, Geneva Hilliker. Aquélla era mi madre sin ningún apellido de casada. Demasiado orgullosa para satisfacer. Los hombres acudían a ella, que se recogía el cabello y convertía la competencia y la rectitud en belleza. Estaba allí con un hombre. Estaba sola. Desafiando a todas las reclamaciones de derechos, pasadas y presentes.

Tunnel City y Tomah quedaban a tres horas en dirección noroeste. Fuimos en la furgoneta de Brian Klock. Brian y Janet iban delante. Bill y yo, detrás.

Tomamos carreteras secundarias. El paisaje de Wisconsin presentaba cinco colores básicos. Las montañas eran verdes. El cielo, azul. Los establos y silos, rojos, blancos y plateados.

Era un paisaje bonito. No le presté atención. Miré las fotografías que llevaba sobre los muslos. Las sostuve en diferentes ángulos y las levanté para aprovechar los esporádicos haces de luz. Bill me preguntó si me encontraba bien. Respondí que no lo sabía.

Recogimos a Jeannie. La reconocí. Tenía mis mismos ojos pardos, pequeños como cuentas. El tamaño lo heredamos de Jessie Hilliker y el color de nuestros respectivos padres.

A Jeannie el asunto Ellroy le resultaba perturbador. Su padre había muerto hacía tres semanas. Bill y yo actualizábamos un drama que ella no necesitaba. No se mostró ruda ni poco hospitalaria, sino distante. Bill le preguntó por el asesinato. Ella contó la misma historia que Leoda, punto por punto. Sus padres nunca le habían hablado del asunto. Leoda había alzado una muralla en torno a él. Había mentido acerca de la muerte de su hermana y revisó toda la vida de ésta de acuerdo con ello.

Avanzamos por el Wisconsin remoto y salvaje. Hablé con

Jeannie y miré las fotos. Se mostró algo menos gélida. Se contagió del espíritu del grupo. Yo acerqué algunas fotos a la ventanilla y las coloqué unas junto a otras.

Pasamos por delante de una base del Ejército. Vi un cartel indicador de Tunnel City. Janet dijo que el cementerio se encontraba nada más salir de la autovía. Había estado allí en otra ocasión. Conocía bien los lugares clave de los Hilliker.

Nos detuvimos frente al cementerio. Medía unos treinta metros cuadrados y estaba descuidado. Contemplé las lápidas. Coincidían con los apellidos de mi árbol genealógico: Hilliker, Woodard, Linscott, Smith y Pierce. Las fechas de nacimiento se remontaban a 1840. Earle y Jessie habían sido enterrados juntos. Él murió en el 49. Ella, en el 59. Eran jóvenes. Sus tumbas estaban muy descuidadas.

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