Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Pio se apeó primero, y seguido de los demás entró en el edificio, pasando junto a una caseta acristalada en la que otros dos hombres uniformados vigilaban, no sólo la puerta, sino un grupo de monitores de vídeo. Luego recorrieron un pasillo muy iluminado hasta un ascensor.

Harry observó a los hombres y luego el suelo mientras el ascensor se elevaba. El viaje desde el aeropuerto había sido confuso, agravado por el silencio de los policías. Sin embargo, le había dado tiempo para formarse cierta idea sobre lo que ocurría, sobre el motivo de todo aquello.

Sabía que el cardenal vicario de Roma había sido asesinado hacía ocho días por un francotirador desde la ventana de un apartamento, pero no sabía nada más; sus conocimientos se limitaban a lo que había visto por televisión o leído en los periódicos, como otros muchos millones de personas. Establecer una relación entre el asesinato del cardenal y el atentado terrorista contra el autocar en que Danny había muerto poco después era un paso lógico, incluso obvio, sobre todo si se tenía en cuenta el tono de su llamada a Harry. Era un sacerdote del Vaticano, y el cardenal asesinado una figura importante dentro de la Iglesia. Sin duda, la policía intentaba encontrar alguna conexión entre quienquiera que hubiese matado al cardenal y los responsables de la bomba que había estallado en el autocar. Quizá dicha conexión existía, pero, ¿qué creían que sabía él?

Evidentemente, era un mal momento, y la policía debía de estar en entredicho después de que se cometiera un asesinato tan horrible ante sus ojos y las cámaras de televisión. Esto implicaba que los medios de comunicación escudriñarían cada detalle de su investigación. Lo mejor, decidió Harry, era intentar dejar sus sentimientos a un lado y limitarse a responder lo mejor posible a las preguntas que le hicieran. Nada sabía excepto lo que les había dicho al principio, y no tardarían en comprobarlo.

CINCO

– ¿Cuándo se afilió al Partido Comunista, señor Addison? -Roscani se inclinó hacia adelante, con una libreta de notas bajo la manga.

– ¿Al Partido Comunista?

– Sí.

– No soy miembro de ningún partido comunista.

– ¿Desde cuándo es miembro su hermano?

– No sabía que lo fuera.

– ¿Niega que lo fuera?

– No niego nada. Pero, como sacerdote, lo habrían excomulgado…

Harry no daba crédito a lo que oía. ¿A qué venía aquello? Quería levantarse y preguntarles de dónde habían sacado esas ideas y de qué diablos estaban hablando. Pero no lo hizo; permaneció sentado en su silla, en medio de un gran despacho, procurando guardar la compostura y cooperar.

Delante de él había dos escritorios colocados en ángulo recto. Roscani estaba sentado ante uno de ellos. Una fotografía enmarcada de su esposa y tres muchachos adolescentes descansaba junto a un ordenador cuya pantalla estaba atiborrada de iconos de colores brillantes. Detrás del otro escritorio había una mujer atractiva de cabello rojo que transcribía todo cuanto decían, como la estenógrafa de un juzgado, en otro ordenador. El sonido del teclado era como un staccato apagado por el ruido que producía un viejo aparato de aire acondicionado situado bajo la ventana ante la que se hallaba Pio, apoyado en la pared, con los brazos cruzados, sin la menor expresión en el rostro.

Roscani se encendió un cigarrillo.

– Hábleme de Miguel Valera.

– No conozco a ningún Miguel Valera.

– Era muy amigo de su hermano.

– No conozco a los amigos de mi hermano.

– ¿Nunca le habló de Miguel Valera? -Roscani hizo una anotación en su libreta.

– No.

– ¿Está seguro?

– Detective, mi hermano y yo no manteníamos una relación estrecha… Hacía mucho que no hablábamos…

Roscani lo miró por unos instantes, luego se volvió hacia su ordenador y escribió algo. Esperó a que la información solicitada apareciera en la pantalla.

– ¿Su número de teléfono es el 310-555-1719?

– Sí… -De pronto, Harry se puso a la defensiva. Su número de teléfono no aparecía en el listín. Sabía que era posible conseguirlo, pero ¿por qué?

– Su hermano lo llamó el viernes pasado a las 4.16 de la madrugada, hora de Roma.

Ésta era la explicación. Tenían un registro de las llamadas de Danny.

– Sí, lo hizo. Pero no me encontró en casa. Dejó un mensaje en el contestador.

– ¿Qué dijo?

Harry cruzó las piernas, contó hasta cinco y dirigió la vista hacia Roscani.

– De eso quería hablarles desde un principio.

Roscani permaneció en silencio, esperando a que Harry continuara.

– Estaba asustado. Dijo que no sabía qué hacer, ni qué ocurriría.

– ¿A qué se refería con eso de «qué ocurriría»?

– No lo sé. No lo especificó.

– ¿Qué más dijo?

– Se disculpó por llamar de aquella manera, y dijo que intentaría llamar más tarde.

– ¿Lo hizo?

– No.

– ¿A qué le tenía miedo?

– No lo sé. Fuera lo que fuese, bastó para hacer que me llamara después de ocho años.

– ¿No habían hablado en ocho años?

Harry asintió.

Roscani y Pio intercambiaron miradas.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

– En el funeral de nuestra madre. Dos años antes de eso.

– No había hablado con su hermano en todo este tiempo. Y luego lo llama y poco después muere.

– Sí…

– ¿Había alguna razón en particular por la que usted y su hermano no se llevasen bien?

– ¿Un incidente concreto? No. Sólo problemas que se agravaron con el tiempo.

– ¿Por qué decidió llamarlo precisamente a usted?

– Dijo que no tenía a nadie más a quien acudir…

Roscani y Pio se miraron de nuevo.

– Nos gustaría escuchar la grabación del mensaje.

– La borré.

– ¿Por qué?

– Porque la cinta estaba llena. No habría recogido otros mensajes.

– Entonces no existen pruebas de que hubo un mensaje. O de que usted u otra persona en su casa no hablaron con él.

Harry se incorporó de golpe.

– ¿Qué insinúan?

– Que quizá no esté contándonos la verdad.

Harry tuvo que esforzarse por contener la rabia.

– En primer lugar, no había nadie en mi casa cuando mi hermano llamó. En segundo lugar, en ese momento yo estaba en los estudios de la Warner Brothers en Burbank, California, discutiendo el contrato de una película para un guionista y director al que represento. Para su información, se estrenó el pasado fin de semana.

– ¿Cómo se llama la película?

– Dog on the Moon -respondió Harry categoricamente.

Roscani lo miró con fijeza por unos instantes, luego se rascó la cabeza y anotó algo en su libreta.

– ¿Y el guionista y director? -preguntó, sin alzar la vista.

– Jesús Arroyo.

Roscani levantó los ojos.

– Un español.

– Hispano de origen mexicano. Nació y creció en East Los Ángeles.

Harry empezaba a perder la paciencia. Lo presionaban sin revelarle nada. Actuaban como si creyeran que tanto Danny como él eran culpables de algo.

Roscani apagó su cigarrillo en un cenicero que tenía delante.

– ¿Por qué mató su hermano al cardenal Parma?

– ¿Qué…? -Harry estaba perplejo; lo habían pillado desprevenido.

– ¿Por qué mató su hermano a Rosario Parma, cardenal vicario de Roma?

– ¡Eso es absurdo! -Harry miró a Pio. Su rostro era inexpresivo. Seguía como antes, con los brazos cruzados y apoyado en la pared junto a la ventana.

Roscani tomó otro cigarrillo y lo sostuvo entre los dedos.

– Antes de que el padre Daniel se incorporase a la Iglesia era un miembro del Cuerpo de Marines de Estados Unidos.

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