Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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Maldita sea, ¿de qué servía todo eso? La muerte de su hermano lo oscurecía todo. No pensaba sino en qué habría debido hacer por Danny que no hubiera hecho. ¿Llamar a la embajada estadounidense o a la policía de Roma y enviarlos a su piso? Ni siquiera sabía dónde vivía. Por eso había intentado ponerse en contacto con Byron Willis, su jefe, mentor y mejor amigo, desde la limusina, en cuanto oyó el mensaje de Danny. Pretendía preguntarle a quién conocían en Roma que pudiera ayudar, pero no había logrado comunicarse con él. Si lo hubiera hecho, y si hubiesen encontrado a alguien en Roma, ¿estaría aún vivo su hermano? La respuesta, con seguridad, era que no, porque no habrían dispuesto de tiempo.

Dios Santo.

A lo largo de los años, ¿cuántas veces había intentado ponerse en contacto con Danny? Intercambiaron por costumbre tarjetas de Navidad y felicitaciones de cumpleaños durante un par de años después de la muerte de su madre. Luego fueron dejando pasar las fechas señaladas, y por último, llegó el olvido. Ocupado con su vida y su carrera, Harry había dejado que las cosas siguieran su curso, convencido de que así debía ser. Hermanos en las antípodas. Enfadados, a veces hostiles, vivían en mundos aparte y siempre lo harían, preguntándose, quizás, en los raros momentos de serenidad, si debían tomar la iniciativa y buscar la manera de reconciliarse. Pero nunca lo hicieron.

Y después, el sábado por la noche, mientras celebraba en las oficinas de la Warner en Nueva York la fortuna que estaban ganando con Dog on the Moon -diecinueve millones de dólares a falta de la recaudación del sábado por la noche, el domingo y el lunes siguientes, con una previsión de beneficios brutos para el fin de semana de entre treinta y ocho y cuarenta millones-, Byron Willis lo había llamado desde Los Ángeles.

La archidiócesis católica había estado intentando ponerse en contacto con Harry y se negaba a dejar un mensaje en su hotel. Habían localizado a Willis a través del despacho de Harry, y el propio Byron había decidido realizar la llamada. Danny había sido asesinado, había dicho en voz baja, en lo que parecía ser un atentado terrorista contra un autocar que se dirigía a Asís.

En el giro emocional que se produjo a continuación, Harry había cancelado sus planes para regresar a Los Ángeles y había reservado un vuelo a Italia para el domingo por la noche. Iría allí y él mismo llevaría a Danny a casa. Era lo único que podía hacer… y lo último.

Luego, el domingo por la mañana se había puesto en contacto con el Departamento de Estado y había pedido que la embajada de Estados Unidos en Roma organizara una reunión entre él y la gente que investigaba el atentado contra el autocar. Danny se había mostrado temeroso y turbado; quizá sus palabras arrojarían un poco de luz sobre lo ocurrido. Después, y por primera vez en muchísimo tiempo, Harry había ido a la iglesia. Y había rezado y sollozado.

Debajo de él, Harry oyó el ruido del tren de aterrizaje al bajar. Miró por la ventanilla y vio aparecer la pista, mientras dejaban atrás la campiña italiana con sus campos abiertos y sus acequias. Luego sintió una sacudida cuando tocaron tierra: redujeron la velocidad, giraron y rodaron hacia los largos y poco iluminados edificios del aeropuerto Leonardo da Vinci.

La mujer uniformada que atendía en el puesto de control de pasaportes le pidió que esperara y tomó el teléfono. Harry se vio reflejado en el cristal mientras aguardaba. Llevaba aún su traje de Armani azul oscuro y su camisa blanca, tal como lo describían en el artículo de Variety. En su maleta había otro traje yotra camisa, junto con un jersey ligero, un chándal, un polo, unos téjanos y zapatillas de deporte. Era la misma maleta que había hecho para Nueva York.

La mujer colgó el teléfono y lo miró. Al cabo de un momento, dos policías con metralletas colgadas del hombro se acercaron. Uno de ellos entró en el puesto y examinó su pasaporte, luego miró a Harry y le hizo una seña para que pasara.

– ¿Nos acompaña, por favor?

– Por supuesto.

Cuando se pusieron en movimiento, Harry vio que el primer policía se acomodaba la metralleta para aferraría con la mano derecha. De inmediato, otros dos policías uniformados se unieron al grupo mientras cruzaban la terminal. Los pasajeros se echaban a un lado con rapidez y luego se volvían, mirando por encima del hombro en cuanto se hallaban fuera de su camino.

En el extremo de la terminal se detuvieron ante una puerta de seguridad. Uno de los policías introdujo un código en un teclado numérico. Sonó un timbre y el hombre abrió la puerta, luego subieron un tramo de escaleras y torcieron por un pasillo. Instantes después se detuvieron ante una segunda puerta.

El primer policía llamó y entraron en una habitación sin ventanas en la que aguardaban dos hombres trajeados. Los policías de uniforme entregaron el pasaporte de Harry a uno de ellos y se marcharon, cerrando la puerta al salir.

– Usted es Harry Addison…

– Sí.

– Hermano del sacerdote del Vaticano, el padre Daniel Addison.

Harry asintió.

– Gracias por venir a recibirme…

El hombre que sostenía su pasaporte debía de tener unos cuarenta y cinco años; era alto, y estaba bronceado y en forma. Llevaba un traje azul sobre una camisa de un azul más claro, con una corbata marrón cuidadosamente anudada. Hablaba un inglés con marcado acento italiano, pero comprensible. El otroera un poco mayor y casi tan alto, pero un poco más delgado y de cabello negro entrecano. Llevaba una camisa a cuadros. Su traje era de color marrón claro, como su corbata.

– Soy el inspector jefe Otello Roscani, de la Polizia di Stato. Éste es el inspector-jefe Pio.

– Cómo está…

– ¿Por qué ha venido a Italia, señor Addison?

Harry se quedó perplejo. Sabían por qué estaba allí: de lo contrario, no lo habrían esperado.

– Para llevar a casa el cuerpo de mi hermano… Y para hablar con ustedes.

– ¿Cuándo planificó su viaje a Roma?

– No lo planifiqué en absoluto…

– Responda a la pregunta, por favor.

– El sábado por la noche.

– ¿No lo hizo antes?

– ¿Antes? No, claro que no.

– ¿Hizo las reservas usted mismo?

Pio habló por primera vez. Su inglés casi no tenía acento, como si fuese estadounidense o hubiese pasado mucho tiempo allí.

– Sí.

– El sábado.

– El sábado por la noche. Ya se lo he dicho. -Harry miró a uno y luego al otro-. No entiendo sus preguntas. Sabían que vendría. Pedí a la embajada de Estados Unidos que organizase un encuentro con ustedes.

Roscani se introdujo el pasaporte de Harry en el bolsillo.

– Hemos de pedirle que nos acompañe a Roma, señor Addison.

– ¿Por qué? Podemos hablar aquí mismo. No hay mucho que decir. -Harry sintió que le sudaban las manos. Había algo más, pero ¿qué?

– Tal vez debería dejar que nosotros lo decidamos, señor Addison.

Una vez más, Harry miró a ambos.

– ¿Qué está ocurriendo? ¿Qué es lo que me ocultan?

– Sencillamente queremos hablar un poco más, señor Addison.

– ¿Sobre qué?

– Sobre el asesinato del cardenal vicario de Roma.

CUATRO

Colocaron el equipaje de Harry en el maletero y luego condujeron en silencio durante cuarenta y cinco minutos, sin intercambiar una sola palabra ni mirada. Pio iba al volante del Alfa Romeo gris, y Roscani en el asiento trasero con Harry. Tomaron la autopista al salir del aeropuerto, atravesaron los suburbios de Magliana y Portuense, avanzaron en paralelo al Tíber y lo cruzaron en dirección al centro de Roma, pasando junto al Coliseo, o eso le pareció a Harry.

La Questura, la comisaría central, era un arcaico edificio de granito y piedra arenisca de cinco pisos situado en Via di San Vitale, una estrecha calle adoquinada transversal a Via Genova, que arrancaba de la Via Nazionale, en el centro de la ciudad. Se accedía al interior a través de un portal en forma de arco, custodiado por policías de uniforme con armas y cámaras de vigilancia. Al pasar bajo el portal, recibieron el saludo de los hombres uniformados; a continuación, Pio estacionó el automóvil en el patio interior.

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