Por lo pronto estaba a salvo. Asustado, confundido, exhausto, se dejó llevar, sintiendo el aliento de los siglos y preguntándose quiénes habían pasado por allí y bajo qué circunstancias.
Se detuvo y vio que ya habían llegado al altar. Varios australianos se separaron del grupo para santiguarse y arrodillarse en los bancos, agachando la cabeza para rezar.
Harry los imitó. Mientras lo hacía, lo embargó un torrente de emoción. Los ojos se le empañaron en lágrimas, y tuvo que contener el impulso para no romper a llorar. Nunca antes se había sentido tan perdido, asustado y solo como entonces. No sabía adónde ir ni qué hacer a continuación.
De manera irracional, deseó con toda el alma haberse quedado con Hércules.
Aún arrodillado, Harry echó un vistazo por encima del hombro. Su grupo australiano se marchaba, pero llegaban otras personas. Y, con ellos, dos guardias de seguridad que vigilaban a la gente. Llevaban camisas blancas con charreteras y pantalones oscuros. Resultaba difícil distinguirlo a lo lejos, pero al parecer llevaban transmisores en el cinturón.
Harry se volvió. «Quédate donde estás -se dijo-. No se acercarán a menos que les des motivos para ello. Tómate tu tiempo. Piensa con calma. Adonde ir a continuación. Qué hacer. ¡Piensa!»
Mediodía
Los perros olfateaban y tiraban de sus correas, guiando a sus amos -y a Roscani, Scala y Castelletti- a través de una serie de túneles sucios y mal iluminados, para detenerse al final de un conducto de ventilación sobre la estación de Manzoni.
Castelletti, el más menudo de los tres detectives, se quitó la chaqueta y entró a gatas en el conducto de ventilación. En el otro extremo encontró la cubierta suelta. Abrió la tapa, asomó la cabeza y vio un pasillo que conducía al exterior de la estación.
– Ha salido por aquí. -La voz de Castelletti resonó entre las paredes mientras desandaba el camino a cuatro patas.
– ¿Es posible que entrara por allí? -gritó Roscani.
– Sin una escalera, no.
Roscani se dirigió al amo de uno de los perros.
– Busquemos por dónde entró.
Diez minutos más tarde habían regresado al túnel principal, tras las huellas que había dejado Harry al abandonar la guarida de Hércules. Los perros habían seguido el rastro a partir del olor de un jersey encontrado en su habitación del hotel Hassler.
– Apenas lleva cuatro días en Roma… ¿Cómo diablos sabe moverse por aquí? -La voz de Scala reverberó contra las paredes, mientras el intenso haz de luz de la linterna rasgaba la oscuridad detrás de los perros y sus amos, cuyas propias linternas alumbraban el camino para los animales.
De pronto, el primer perro se detuvo, hocico en alto, olfateando. Los demás se detuvieron detrás de él. Al momento, Roscani se acercó.
– ¿Qué ocurre?
– Han perdido el rastro.
– ¿Cómo es posible? Han llegado hasta aquí, y estamos en medio de un túnel.
El hombre que llevaba al primer perro se adelantó al animal, husmeando el aire.
– ¿Qué ocurre? -Roscani se situó a su lado.
– Huela.
Roscani aspiró una vez, luego otra.
– Té. Té amargo.
Retrocedió unos pasos e iluminó el suelo del túnel con su linterna. Allí estaban: esparcidas en el suelo a lo largo de quince o veinte metros. Hojas de té. Cientos, miles de hojas de té. Como si las hubiesen diseminado allí con la intención de confundir a los perros.
Roscani tomó unas cuantas y se las llevó a la nariz. Luego las dejó caer asqueado.
– Gitanos.
El Vaticano, a la misma hora
Marsciano escuchaba con atención a Jean Tremblay, cardenal de Montreal, que leía un grueso expediente que había sobre la mesa.
– Energía, acero, navieras, ingeniería y construcciones, equipos de excavación, construcción y minería, equipos de ingeniería, transporte, grúas pesadas, excavadoras. -Tremblay pasaba las páginas del expediente con lentitud, omitiendo los nombres de las empresas y recalcando, en cambio, los sectores a los que pertenecían-. Maquinaria pesada, construcción, construcción, construcción. -Por último cerró el expediente y levantó la vista-. La Santa Sede se dedica ahora al negocio de la construcción.
– En cierto modo, sí -respondió sin rodeos Marsciano al cardenal Tremblay, luchando contra la sequedad de su boca, intentando no escuchar el eco de las palabras en el interior de su cabeza. Sabía que cualquier muestra de debilidad acabaría con él y con el padre Daniel.
El cardenal Mazetti de Italia, el cardenal Rosales de Argentina, el cardenal Boothe de Australia…, como miembros de un alto tribunal, todos estaban sentados con los brazos cruzados encima de los expedientes cerrados, observando al cardenal Marsciano.
MAZETTI: ¿Por qué hemos pasado de una cartera equilibrada a esto?
BOOTHE: Está demasiado descompensado. Una recesión mundial nos hundiría en el fango. Fábricas paralizadas, maquinaria inmóvil como tantas esculturas que pesan toneladas: inútiles, excepto para mirarlas y maravillarse del gasto.
MARSCIANO: Es verdad.
El cardenal Rosales sonrió y levantó los codos para apoyarse en la barbilla. -Economías y políticas en desarrollo. Marsciano alzó un vaso de agua y bebió de él, luego lo bajó.
– Correcto -dijo.
ROSALES: Y la mano rectora de Palestrina.
MARSCIANO: Su Santidad opina que, tanto en espíritu como en la práctica, la Iglesia debe fomentar el desarrollo de los países menos afortunados. Ayudarlos a encontrar su lugar en el mercado mundial.
ROSALES: ¿Su Santidad o Palestrina?
MARSCIANO: Ambos.
TREMBLAY: ¿Debemos alentar a las naciones en desarrollo a no perder el tren del nuevo siglo y al mismo tiempo beneficiarnos de ellas?
MARSCIANO: Otra manera de verlo, Eminencia, es que actuamos conforme a nuestras propias creencias y, al hacerlo, las enriquecemos.
La reunión estaba prolongándose demasiado. Ya casi era la una y media y, por tanto, hora de ponerle fin. Marsciano no quería informar a Palestrina de que aún no se había tomado una decisión. Más aún: sabía que si los dejaba marchar en ese momento, sin haber alcanzado un acuerdo favorable, hablarían entre ellos sobre el asunto en la comida. Si esto ocurría, empezarían sin duda a recelar de todo el plan. Quizás incluso presentirían que había algún defecto oculto, tal vez sospecharían que se les pedía que aprobaran algo cuyos fines no eran los que parecían.
Palestrina había querido mantenerse al margen para que nadie percibiese su influencia. Y por mucho que Marsciano lo despreciara, conocía el respeto y el miedo que infundía su nombre.
Marsciano se puso de pie.
– Es hora de hacer un alto. Para ser justo, debo comunicarles que comeré con el cardenal Palestrina. Me preguntará sobre vuestra reacción a lo que se ha discutido aquí esta mañana. Me gustaría decirle que, en términos generales, vuestra respuesta ha sido positiva. Que os gusta lo que hemos hecho y que, con algunas leves modificaciones, lo aprobaréis al final del día.
Los cardenales se miraron en silencio. Marsciano los había pillado por sorpresa y lo sabía. En pocas palabras, había dicho: «Dadme lo que quiero ahora o arriesgaos a tratar con Palestrina vosotros mismos».
– ¿Y bien…?
El cardenal Boothe alzó las manos como si se dispusiera a rezar y se quedó mirando la mesa.
– Sí -murmuró.
CARDENAL TREMBLAY: Sí.
CARDENAL MAZETTI: Sí.
Rosales era el último. Al final, alzó la vista hacia Marsciano.
– Sí -espetó y salió de la habitación.
Marsciano miró a los demás y asintió.
– Gracias -dijo-. Gracias.
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