Roscani empujó la puerta lateral con furia y salió. El sol de la mañana debió aliviar el frío que sentía en su interior, pero no fue así. El policía decidió tomar el camino más largo hasta el aparcamiento para tranquilizarse, pero cuando dobló la esquina y descendió por la rampa, sólo experimentaba rabia y tristeza.
Decidió dejar el coche estacionado. Lo que necesitaba en esos momentos era assoluta tranquillita, silencio para pensar. Roscani esperó un hueco en el tráfico, cruzó la calle y comenzó a caminar. El detective necesitaba tiempo para controlar sus emociones y afrontar el caso tal como lo haría un investigador del Gruppo Cardinale y no como el afligido compañero de Gianni Pio.
Tiempo para el silencio y para pensar.
Tiempo para caminar, caminar y caminar.
Thomas Kind descorrió la cortina y observó a los dos hombres que se llevaban a Harry Addison al otro lado del patio. Había obtenido lo que quería del norteamericano y sólo restaba deshacerse de él.
Harry apenas distinguía algunas sombras con el ojo derecho, mientras que con el izquierdo no veía ni sentía nada en absoluto. Los otros sentidos le indicaron que se encontraba en el exterior y que dos hombres lo obligaban a caminar por una superficie dura. Recordaba vagamente haber estado sentado en un taburete o lugar similar, haber obedecido instrucciones y repetido en voz alta palabras dictadas a través de un auricular; de hecho, sólo recordaba el incidente por el altercado que se produjo sobre el dispositivo que le colocaron en el oído: aunque la mayor parte del diálogo se había desarrollado en italiano, por las partes en inglés supo que discutían sobre si el auricular resultaba visible o no desde fuera.
De pronto una voz masculina habló en italiano; era el mismo hombre que había protestado sobre el auricular mientras intentaba ajustárselo al oído. Acto seguido una mano lo empujó por detrás, casi lo hizo caer de bruces. Al recuperar el equilibrio se percató de que, a pesar de que seguía con las manos atadas, tenía los pies sueltos y andaba sin ayuda. Creyó oír el ruido del tráfico y, sintiéndose más alerta, dedujo que si caminaba, sería capaz de correr pero, por otro lado, no veía y estaba maniatado. La mano lo empujó de nuevo con fuerza, Harry se precipitó al suelo y gritó al golpearse el rostro contra el pavimento. Intentó aprovechar la situación para escapar rodando, pero un pie se le estampó contra el pecho y lo inmovilizó en el suelo. En ese momento, oyó un golpe metálico y el sonido de un objeto pesado, como de hierro, que era arrastrado por el suelo junto a su oreja. Instantes después lo sujetaron por los hombros y lo obligaron a bajar por unos peldaños de hierro. La escasa luz que vislumbraba desapareció en el acto, y un hedor pestilente invadió todo.
A lo lejos, una segunda voz soltó una maldición que resonó con el eco. Al oír el murmullo del agua en movimiento, Harry adivinó que lo habían llevado a la alcantarilla.
Acto seguido, se produjo un intercambio de palabras en italiano.
– Prepararsi?
– Si. -Respondió la voz del auricular.
Harry sintió un pellizco en las muñecas, oyó un chasquido y se encontró con las manos libres.
¡Clic! El inconfundible sonido metálico de un arma al amartillarse.
– Sparagli. -Pégale un tiro.
En un acto reflejo, Harry dio un paso atrás y se cubrió la cara con las manos.
– Sparagli!
Se oyó una fuerte explosión. Harry sintió primero un golpe en la mano, luego en la cabeza, y la fuerza del impacto lo hizo caer de espaldas al agua.
Harry no vio el rostro del tirador ni el de su acompañante con la linterna, ni tampoco lo que ellos vieron en ese momento: la gran cantidad de sangre que le cubría el lado izquierdo de la cara y que se diluía en el agua.
– Morto -susurró una voz.
– Si.
El pistolero se arrodilló junto a él, lo empujó hasta el borde de la plataforma y lo observó caer y alejarse arrastrado por la corriente.
– I topi faranno il resto.
Los ratones se encargarán del resto.
La Questura, comisaría central de policía
Harry Addison aparecía sentado en un taburete con una venda sobre la sien izquierda, vestido con el polo beige, vaqueros y gafas de sol que llevaba cuando abandonó el hotel Hassler poco después de la una y media de la tarde del día anterior, hacía casi treinta horas.
El vídeo de quince segundos del fugitivo Harry Addison había llegado de forma anónima a la Sala Stampa della Santa Sede -la oficina de prensa del Vaticano- a las cuatro menos cuarto de esa tarde con la orden de que fuera enviado directamente al Papa en persona pero, en cambio, lo habían guardado en una estantería hasta las cinco menos diez de la tarde, hora en que lo había abierto uno de los hombres de Farel que, al ver su contenido, lo remitió al jefe. A las seis de la tarde, Farel, el fiscal jefe del Gruppo Cardinale -Marcello Taglia-, Roscani, Castelletti y Scala, los detectives de homicidios encargados del asesinato de Pio y varias personas más estaban sentados en la oscura sala de vídeo.
«Danny…, por… favor, ven…, entrégate.» Harry decía en inglés mientras un intérprete del departamento de Roscani traducía sus palabras al italiano.
A la vista, se trataba de Harry a solas en medio de una habitación oscura sentado en un taburete. La pared que tenía detrás parecía cubierta con un papel rugoso y estampado. Esto y Harry, con sus gafas oscuras y la venda en la cabeza, era lo único que resultaba visible.
«Lo saben todo… Por favor, hazlo por mí… Ven, por favor…, por favor.» Se produjo una pausa tras la que parecía que Harry añadiría algo más pero, acto seguido, la cinta llegaba a su fin.
– ¿Por qué nadie me informó de que el cura seguía vivo? -preguntó Roscani cuando se encendieron las luces, mirando primero a Taglia y luego a Farel.
– Yo me enteré pocos minutos antes de recibir el vídeo -respondió Farel-. Todo ocurrió ayer, cuando el norteamericano pidió que abrieran el ataúd donde descansaban los restos de su hermano y al verlos juró que no eran los de él… Quién sabe, quizá sea verdad, quizá sea mentira… El cardenal Marsciano se hallaba presente y pensó que todo era fruto de los nervios, pero al enterarse de la muerte de Pio, esta tarde mandó al padre Bardoni para explicármelo todo.
Roscani se puso en pie y cruzó la habitación. Sentía que la rabia se apoderaba de él, pues debían haberle comunicado la noticia de inmediato.
– Supongo que usted y su gente no tienen ni idea de la procedencia de este vídeo.
Farel miró a Roscani con fijeza.
– Si lo supiéramos, ispettore capo, habríamos hecho algo al respecto, ¿no cree?
Taglia, con porte aristocrático, ataviado con un traje oscuro a rayas, intervino por primera vez.
– ¿Por qué lo haría?
– ¿Pedir que abrieran el ataúd? -Farel miró a Taglia.
– Sí.
– Por lo que me han contado, estaba muy afectado y quería despedirse de su hermano, darle el último adiós, ya sabe, los lazos de sangre son muy fuertes, incluso entre asesinos, pero cuando vio que los restos no eran los del padre Daniel reaccionó con sorpresa.
Roscani cruzó la habitación e intentó pasar por alto el tono cáustico de Farel.
– Supongamos que se equivocara, ¿por qué al día siguiente iba a dar por hecho que su hermano sigue vivo y pedirle que se entregue? Sobre todo si se tiene en cuenta que a él también se le busca por asesinato.
– Es una trampa -respondió Taglia-. Están preocupados por lo que pueda revelar si lo capturan con vida, así que utilizan a su hermano para que se entregue y después matarlo.
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