Allan Folsom - El día de la confesión

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Harry Adisson, hombre de éxito y famoso abogado de Hollywood, recibe una inquietante llamada de su hermano, Daniel Adisson, un sacerdote que reside en el Vaticano y al que no ve desde hace diez años, pidiéndole ayuda. Al intentar ponerse en contacto con él le comunican la noticia de la muerte de su hermano en un atentado terrorista. Harry decide viajar hasta Roma para repatriar su cuerpo. Pero cuando llega, descubre que los restos que le presentan no son los de Daniel y que, poco antes de su muerte, éste había sido acusado de participar en el asesinato de cardenal del Vaticano. Harry confía en la inocencia de su hermano y está convencido de que sigo vivo, pero tendrá que demostrarlo. Todo se complica cuando el propio Harry es acusado de haber asesinado a un policía y tiene que huir de los carabinieri y de las autoridades eclesiásticas, que temen que sepa más de la cuenta.
Mientras tanto, en China, un hombre se prepara para poner en marcha un plan maquiavélico organizado por cierta autoridad del Vaticano obsesionada por hacerse con el control de aquel país.

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– ¿A quién cree que represento que…?

Farel lo interrumpió con brusquedad, nombrando a media docena de grandes estrellas de Hollywood en rápida sucesión.

– ¿Quiere que siga, señor Addison?

– ¿Dónde ha obtenido esa información?

Harry estaba tan sorprendido como furioso. La identidad de los clientes de su bufete se guardaba en secreto con mucho celo. Esto significaba que Farel no sólo había escarbado en su historial, sino que también disponía de contactos en Los Ángeles capaces de conseguirle lo que quisiera. Alcance y poder semejantes asustaban por sí mismos.

– Dejemos a un lado la culpabilidad o inocencia de su hermano. Todo tiene su lado práctico… Por eso está aquí hablando conmigo, señor Addison, solo y por su propia voluntad, y así continuará haciéndolo hasta que haya terminado con usted… Debe proteger su propio éxito. -Se acarició el cráneo por encima de la oreja izquierda-. Hace un día espléndido. ¿Por qué no salimos a dar una vuelta…?

El sol de la mañana empezaba a iluminar los pisos más altos. Farel giró a la izquierda, por Via degli Ombrellari…, una estrecha calle adoquinada sin aceras, flanqueada por bloques interrumpidos aquí y allá por un bar, un restaurante o una farmacia. Se cruzaron con un sacerdote. Más abajo, dos hombres cargaban con gran estrépito botellas vacías de vino y agua mineral en una furgoneta, delante de un restaurante.

– Fue un tal Byron Willis, socio de su bufete, quien le informó de la muerte de su hermano.

– Sí…

De modo que también sabía eso. Estaba haciendo lo mismo que Roscani y Pio: intentar intimidarlo y pillarlo desprevenido, hacerle saber que, con independencia de lo que dijese nadie, seguía siendo sospechoso. El hecho de que Harry supiese que era inocente carecía de toda importancia. Los años en la Facultad de Derecho lo habían hecho más consciente de que la mayoría de los innumerables inocentes que habían pasado por prisiones, cárceles, e incluso horcas, habían sido acusados de crímenes mucho menos graves que el que se estaba investigando. Le resultaba inquietante, si no aterrador. Y Harry sabía que se le notaba, cosa que le disgustaba. Por añadidura, el fisgoneo de Farel en su actividad profesional hacía que todo tomase un giro calculado. Esto confería al policía del Vaticano poder adicional, pues le permitía entrometerse en la vida privada de Harry y demostrarle que no tenía adonde ir.

La preocupación de Harry por la publicidad era uno de los primeros asuntos de los que éste se había ocupado el día anterior: en cuanto dejó a Pio y se registró en el hotel, había llamado a Byron Willis a su casa de Bel Air. Durante la conversación se enumeraron, prácticamente palabra por palabra, las razones que Farel acababa de aducir para que Harry mantuviera la discreción. Habían acordado que, aunque se trataba de un hecho trágico, Danny estaba muerto, y puesto que, fuera cual fuese su participación en el asesinato del cardenal Parma, ésta se guardaba en secreto, lo mejor para todos era que las cosas siguieran como estaban. El riesgo de que los nombres de los clientes de Harry salieran a la luz y su situación fuese explotada, era algo que ni ellos, ni él, ni la compañía necesitaban, menos aún en un momento en que los medios de comunicación parecían controlarlo todo.

– ¿Sabía el tal señor Willis que el padre Daniel se había puesto en contacto con usted?

– Sí…, se lo dije cuando llamó para notificarme lo ocurrido…

– ¿Le contó lo que le había dicho su hermano?

– Una parte… La mayor parte… Lo que dije está en las transcripciones de lo que ayer expliqué a la policía. -Harry sentía que la rabia empezaba a aumentar-. ¿Qué importancia tiene?

– ¿Hace cuánto que conoce al señor Willis?

– Diez, once años. Me ayudó a introducirme en el negocio. ¿Por qué?

– Están muy unidos.

– Sí, supongo…

– ¿Confía en él más que en ninguna otra persona?

– Supongo.

– Lo que significa que le contaría cosas que no le contaría a ninguna otra persona.

– ¿Adonde quiere llegar?

Los ojos verdes grisáceos de Farel se clavaron en los de Harry. Al cabo de un rato desvió la mirada y siguieron andando despacio; Harry no tenía la menor idea de hacia dónde se dirigían ni por qué. Se preguntó si Farel lo sabía o si sólo se trataba de su manera de interrogar.

Detrás de ellos, un Ford azul dobló la esquina, recorrió despacio cincuenta metros, luego se acercó al bordillo y paró. Nadie bajó. Harry miró a Farel. Si era consciente de la presencia del coche, no lo puso de manifiesto.

– Nunca habló en persona con su hermano.

– No.

Más abajo, los hombres terminaron de cargar botellas y la furgoneta se puso en marcha. Aparcado detrás había un Fiat gris con dos hombres en los asientos delanteros. Harry miró hacia atrás; el otro coche continuaba allí. La manzana era corta. Si los hombres de los coches trabajaban para Farel, era como si hubiesen acordonado la calle.

– Y borró el mensaje que le dejó en el contestador…

– No lo habría hecho de haber sabido el curso que iban a tomar los acontecimientos.

Farel se detuvo de golpe. Se hallaban a corta distancia del Fiat gris, y Harry notó que sus ocupantes los observaban. El que se hallaba al volante era joven y se inclinó hacia delante con ansia» como si deseara que ocurriera algo.

– Actúa como si no supiera dónde estamos, señor Addison. -Farel sonrió, luego señaló el edificio de cuatro plantas, de pintura desconchada y manchas amarillas, que tenían ante sí.

– ¿Debería saberlo?

– Número 127 de la Via degli Ombrellari. ¿No lo sabe?

Harry miró calle abajo. El Ford azul seguía allí. Luego miró de nuevo a Farel.

– No. No lo sé.

– Es el edificio donde vivía su hermano.

NUEVE

El apartamento de Danny estaba en la planta baja. Era pequeño y sumamente espartano. El cubículo que servía de sala daba a un diminuto patio trasero y estaba amueblado con un sillón de lectura, un escritorio pequeño, una lámpara de pie y una estantería, objetos todos que parecían salidos de un rastro. Incluso los libros eran de segunda mano, casi todos viejos y relacionados con la historia del catolicismo. Había títulos como Los últimos días de la Roma papal, 1850-1870; Plenarii Concilii Baltimorensis Tertii, o La Iglesia en el Sacro Imperio Romano.

El dormitorio era aún más austero: en él había una cama individual, cubierta por una manta, y una pequeña cómoda, con una lámpara y un teléfono encima, que hacía las veces de mesita de noche. El guardarropa era igual de precario. Consistía en un conjunto de las clásicas vestimentas sacerdotales: camisa negra, pantalones negros y americana negra, todo colgado de la misma percha; unos téjanos, una camisa a cuadros, una sudadera gris gastada y un par de zapatillas de deporte viejas. La cómoda reveló un alzacuello blanco, varios calzoncillos muy gastados, tres pares de calcetines, un jersey doblado y dos camisetas, una de ellas con el escudo del Providence College.

– Todo tal como lo dejó cuando partió hacia Asís -señaló Farel en voz baja.

– ¿Dónde encontraron los cartuchos?

Farel lo guió hacia el lavabo y abrió la puerta de una cómoda antigua. En el interior había varios cajones, todos con cerraduras que habían sido forzadas, presumiblemente por la policía.

– En el cajón de abajo. Al fondo, detrás de un par de rollos de papel higiénico.

Harry se quedó mirando por unos instantes, luego dio media vuelta y se dirigió despacio hacia la sala, pasando por el dormitorio. En el estante superior de la librería había una placa eléctrica que no había visto antes y, junto a ella, una taza solitaria con una cuchara en su interior y, al lado, un frasco de café instantáneo. Eso era todo. Ni cocina, ni hornillos, ni nevera. Era un lugar como el que él mismo habría alquilado durante el primer año en Harvard, cuando no tenía dinero y estudiaba gracias a una beca.

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