Allan Folsom - La conspiración Maquiavelo

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Durante quinientos años, una orden secreta, despótica y cruel, formada por los hombres y mujeres más poderosos del mundo, ha custodiado un manuscrito cuya autoría se atribuye a Maquiavelo: La Conspiración. En éste, se dan las pautas que deben seguir las elites para conservar su poder y riqueza, y se aconseja cometer un asesinato ritual que garantice la complicidad y el secreto entre los miembros.
Nicholas Marten, ex policía, se traslada desde Inglaterra a Washington para pasar junto a Caroline, su antiguo amor, las últimas horas que a ésta le quedan de vida. Ella sospecha que la enfermedad que la está matando no es una casualidad y tiene que ver con los secretos que había descubierto su marido congresista, muerto también en extrañas circunstancias. Mientras, en Europa, John Henry Harris, presidente de Estados Unidos, descubre que los miembros más próximos de su gabinete han formado un complot para acabar con los dirigentes de Francia y Alemania e iniciar una atroz escalada de violencia en Oriente Medio. El presidente, víctima de su propia gente, acabará aliándose con Nicholas Marten en una huida que le llevará a Madrid, Barcelona y la montaña de Montserrat, donde descubrirá secretos inimaginables

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Marten tomó otro trago de su copa y echó un vistazo a su alrededor con la mirada ausente. A media barra vio a la camarera de la blusa corta charlando con un hombre de mediana edad con un traje arrugado, ahora mismo su único otro cliente. La media docena de mesas y taburetes de piel al otro lado de la sala estaban vacíos. Por el televisor de detrás de la barra emitían las noticias en directo desde Union Station, donde habían matado a un hombre con un arma de fuego apenas una hora antes. El hombre «había sido asesinado», decía el periodista de la unidad móvil, acribillado a balazos por un pistolero desde la ventana de un edificio de enfrente. Pero las autoridades todavía no habían revelado casi nada sobre la víctima, aparte de que se creía que era un pasajero del tren Acela que acababa de llegar de Nueva York. Tampoco había ninguna especulación sobre el motivo del crimen. Otros detalles empezaban tan sólo a filtrarse, y uno de ellos apuntaba que el arma del crimen podía haber sido abandonada en el lugar desde donde se efectuó el disparo. Aquella situación le hizo a Marten volver a pensar en la doctora Stephenson y preguntarse de nuevo por qué todavía no se había hecho público su suicidio; también si era posible que su cuerpo siguiera aún abandonado en la acera y, por alguna razón improbable, no hubiera sido descubierto. Eso parecía poco creíble. Las otras únicas explicaciones eran las que había pensado antes: que a su familia todavía no se le hubiera notificado el deceso, o tal vez que la policía estuviera trabajando en algo que no deseaba hacer público.

– ¿Nicholas Marten?

Una voz masculina irrumpió de pronto detrás de él. Sorprendido, Marten se volvió. Un hombre y una mujer estaban en mitad del bar y avanzaban hacia él. Aparentaban cuarenta y pico años, tenían un aspecto urbano y fatigado e iban embutidos en sendos trajes oscuros. No había duda de qué eran: detectives.

– Sí -dijo Marten.

– Mi nombre es Herbert, del departamento de Policía Metropolitana. -Le mostró su identificación y luego la guardó-. Esta es la detective Monroe.

Herbert era de complexión mediana, un poco barrigudo y con el pelo gris entremezclado con castaño natural. Sus ojos eran casi del mismo tono. La detective Monroe era quizás uno o dos años más joven. Alta, de mandíbula cuadrada, llevaba el pelo rubio, corto y con mechas. Era guapa, pero demasiado dura y de aspecto cansado como para resultar atractiva.

– Nos gustaría hablar con usted -dijo Herbert.

– ¿Sobre qué?

– ¿Conoce usted a la doctora Lorraine Stephenson?

– En cierta manera. ¿Por?

Eso era lo que Marten se había temido, que alguien lo hubiera visto frente a la casa, o siguiéndola por la calle cuando ella salió corriendo; quizás hasta hubieran escuchado el disparo y le hubieran visto marcharse y hubieran apuntado el número de placa del coche de alquiler mientras se marchaba.

– Ayer la llamó usted varias veces a la consulta -dijo Monroe.

– Sí. -¿Llamadas? «¿Qué es esto?», se preguntaba Marten. ¿Era un suicidio y estaban revisando su registro de llamadas? Bueno, tal vez. Ella conocía a mucha gente importante. Todo el asunto podía ser más enrevesado de lo que él pensaba y quizá no tuviera nada que ver con Caroline.

– Fueron llamadas insistentes -dijo Monroe.

– ¿Qué quería de ella? -lo presionó Herbert.

– Quería hablar con ella sobre la muerte de una de sus pacientes.

– ¿A quién se refiere?

– A Caroline Parsons.

Herbert hizo una media sonrisa.

– Señor Marten, nos gustaría que nos acompañara a la comisaría para charlar un rato.

– ¿Por qué? -Marten no comprendía. De momento no le habían dicho nada sobre el suicidio. Nada que hiciera sospechar que sabían que había estado cerca de su residencia.

– Señor Marten -dijo Monroe sin un ápice de emoción-, la doctora Stephenson ha sido asesinada.

– ¿Asesinada? -dijo Marten con genuina sorpresa.

– Sí.

10

Comisaría de policía metropolitana

Distrito de Columbia, 16.10 h

– ¿Dónde estaba usted entre las ocho y las nueve de la noche de ayer? -le preguntó la detective Monroe a media voz.

– En mi coche de alquiler, dando vueltas por la ciudad -dijo Marten convencido, tratando de no darles nada. De alguna manera, era cierto. Además, no tenía ninguna otra coartada.

– ¿Le acompañaba alguien?

– No.

Herbert se inclinó hacia delante sobre la mesa de trabajo de la pequeña sala de interrogatorios en la que se sentaban frente a frente. La detective Monroe retrocedió y se apoyó en la puerta por la que habían entrado; la única puerta de la sala.

– ¿Por dónde de la ciudad?

– Por ahí. No sé por dónde, exactamente. No conozco bien la ciudad, vivo en Inglaterra. Caroline Parsons era una buena amiga. Su muerte me ha afectado mucho. Sencillamente necesitaba estar en movimiento.

– Así que… ¿estuvo dando vueltas?

– Sí.

– ¿Hasta la casa de la doctora Stephenson?

– No sé adónde fui. Ya se lo he dicho, no conozco bien la ciudad.

– Pero no tuvo problemas para regresar a su hotel. -Herbert seguía trabajando con él mientras Monroe permanecía callada, observando sus reacciones.

– No, al final lo encontré.

– ¿Sobre qué hora?

– Nueve, nueve y media. No estoy seguro.

– Usted culpó a la doctora Stephenson de la muerte de Caroline Parsons, ¿no es cierto?

– No.

Marten no lo entendía. ¿Qué estaban haciendo? Ningún policía de homicidios confundiría un suicidio con un asesinato, al menos no de la manera en que Lorraine Stephenson lo había hecho. De modo que, ¿qué era lo que realmente perseguían? ¿Y por qué? ¿Era posible que ellos trabajaran también con la hipótesis de que Caroline había sido asesinada? En ese caso, ¿podía ser Stephenson sospechosa del crimen? Si lo era, tal vez fuera la policía la que vigilaba la casa de la doctora. Tal vez hasta lo hubieran visto sentado en su coche y luego siguiéndola cuando salió del taxi y cuando echó a correr calle abajo. Si éste era el caso, tal vez pensaran que estaba involucrado en la muerte de Caroline.

Y si lo pensaban no podría ir a ninguna parte durante un tiempo, y enseñarles la autorización autentificada de Caroline que le daba acceso a los asuntos privados de ella y de su esposo podría hasta resultar contraproducente. Podría hacerles pensar que él la había coaccionado para que la escribiera, aunque ni siquiera se encontrara en el país cuando lo hizo. Que la había coaccionado porque tenía algún plan en la cabeza para después de su muerte, algo en sus propiedades o algún asunto político en el que su marido hubiera estado implicado.

Sabía perfectamente que si la policía tenía alguna razón para creer que estaba involucrado en la muerte de Caroline o en la de la doctora Stephenson, lo acusarían de complicidad y lo detendrían. En ese proceso le tomarían las huellas digitales y éstas serían mandadas al banco de datos local, el AFIS, un sistema automatizado de identificación de huellas, y luego al banco de datos del FBI, el IAFIS, el sistema integrado de identificación de huellas. Al mismo tiempo hablarían con la Interpol. Si lo hacían, descubrirían que era un antiguo oficial de policía porque sus huellas seguirían registradas y lo identificarían con su nombre real, John Barron. Entonces, a los miembros de la policía de Los Ángeles que todavía lo buscaban no les llevaría mucho tiempo encontrarlo. Seguía siendo «una persona de interés vital» en una página web llamada copperchatter.com -un espacio para chatear entre policías de todo el mundo, en jerga policial, con humor policial y con el afán de venganza típico de los polis- y su nombre era colgado cada domingo por la noche por alguien que usaba el nick Gunslinger, Pistolero, pero que él sabía que era Gene VerMeer, un veterano detective de homicidios de la policía de Los Ángeles que le odiaba por lo que había sucedido varios años antes y que había creado la página web con la única finalidad de encontrarlo. Encontrarlo y luego mantenerlo vigilado de cerca hasta que Gunslinger VerMeer o alguno de sus compinches aparecieran para encargarse de él de una vez por todas.

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