Allan Folsom - La conspiración Maquiavelo

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Durante quinientos años, una orden secreta, despótica y cruel, formada por los hombres y mujeres más poderosos del mundo, ha custodiado un manuscrito cuya autoría se atribuye a Maquiavelo: La Conspiración. En éste, se dan las pautas que deben seguir las elites para conservar su poder y riqueza, y se aconseja cometer un asesinato ritual que garantice la complicidad y el secreto entre los miembros.
Nicholas Marten, ex policía, se traslada desde Inglaterra a Washington para pasar junto a Caroline, su antiguo amor, las últimas horas que a ésta le quedan de vida. Ella sospecha que la enfermedad que la está matando no es una casualidad y tiene que ver con los secretos que había descubierto su marido congresista, muerto también en extrañas circunstancias. Mientras, en Europa, John Henry Harris, presidente de Estados Unidos, descubre que los miembros más próximos de su gabinete han formado un complot para acabar con los dirigentes de Francia y Alemania e iniciar una atroz escalada de violencia en Oriente Medio. El presidente, víctima de su propia gente, acabará aliándose con Nicholas Marten en una huida que le llevará a Madrid, Barcelona y la montaña de Montserrat, donde descubrirá secretos inimaginables

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– ¡Doctora Stephenson! -volvió a llamarla Marten, andando detrás de ella.

Cuando sus pies alcanzaron la acera del fondo, la vio volverse a mirarlo. Tenía los ojos abiertos de par en par e impregnados de miedo.

– No quiero hacerle daño -dijo Marten, en voz alta-. Por favor, sólo le pido un momento de su…

Stephenson se volvió y siguió alejándose. Marten la siguió. De pronto ella echó a correr y él hizo lo mismo. La vio pasar por debajo de una farola y luego desaparecer en la oscuridad. Aceleró el ritmo. En unos momentos se encontró bajo la farola y luego a oscuras. No la veía. ¿Dónde demonios se había metido? Siete metros más abajo obtuvo respuesta: estaba allí de pie, y le miraba acercarse. Se detuvo.

– Sólo quiero hablar con usted, por favor, nada más -le dijo, y luego se le acercó un paso más.

– No.

Fue entonces cuando advirtió el pequeño revólver automático que tenía en la mano.

– ¿Por qué lleva eso? -Levantó los ojos del revólver y vio que sus ojos lo miraban fijamente. Donde antes había visto miedo, ahora veía fría determinación-. Baje la pistola -ordenó con firmeza-. Deje la pistola en el suelo y apártese de ella.

– Usted quiere mandarme al doctor -dijo ella en voz baja, con la mirada firme-. Pero no lo conseguirá. Ninguno de ustedes lo conseguirá jamás. -Hizo una pausa y él se dio cuenta de que intentaba tomar una decisión. Entonces volvió a decir algo, con palabras deliberadas y enunciadas con claridad-: Nunca. Jamás.

Seguía mirándolo cuando se metió el cañón del revólver en la boca y apretó el gatillo. Hubo una fuerte explosión. El fondo del cráneo le reventó y su cuerpo cayó al suelo como una losa.

– Dios mío -dijo Marten en voz baja, con horror e incredulidad.

Un segundo más tarde recuperó el sentido, se dio la vuelta a oscuras y huyó de aquel lugar. Al cabo de noventa segundos volvía a estar en su coche de alquiler, abandonaba Dumbarton y se metía por la calle Veintinueve. El suicidio de Stephenson era lo último que se esperaba y le había turbado mucho. Había sido claramente fruto del terror y era lo más parecido a una confirmación que se podía obtener de que a Caroline la habían matado. Además, le hacía creer que la otra afirmación de Caroline era también cierta: el accidente aéreo que mató a su marido y a su hijo no había sido tal.

Pero ahora mismo todas estas cosas se desvanecían en un segundo plano. Lo importante era que no lo sorprendieran en la escena del crimen. No pudo hacer nada por Stephenson, y llamar para pedir ayuda le podía haber metido en una situación en la que tendría que identificarse ante la policía.

Habrían querido saber por qué estaba allí; por qué ella se había suicidado delante de él en una acera oscura a varios metros de su domicilio; y por qué su coche de alquiler estaba estacionado al otro lado de la calle, justo delante de la casa.

¿Y si alguien, tal vez un vecino, lo había visto sentado en el coche, interpelando a Stephenson cuando ésta llegaba a casa y siguiéndola cuando se marchó corriendo calle abajo? Las preguntas serían incómodas y fastidiosas. No tenía pruebas de nada de lo que Caroline le había dicho y si decía la verdad, en el mejor de los casos su historia sonaría increíble y la policía husmearía todavía más. Lo último que necesitaba ahora era que empezaran a dudar de su identidad y que lo investigaran. Si lo hacían, era muy probable que abrieran la puerta del pasado, una puerta que podía desatar las fuerzas oscuras del departamento de policía de Los Ángeles que todavía lo acechaba. Hombres que lo odiaban por lo que había ocurrido en aquella ciudad no hacía muchos años y que todavía trataban de seguirle el rastro y de matarle. Eso significaba que debía mantenerse todo lo alejado de esto que le fuera posible, aun estando encima de ello.

En Inglaterra tenía un nombre nuevo y una nueva vida, una vida que se había esforzado mucho por construir y que giraba en torno al diseño y la planificación de bellos jardines. Por mucho sentimiento que le inspirara su retorno a las raíces y a su tierra natal, quedarse aquí y regresar a un mundo de miedo y violencia era lo último que deseaba. Pero no le quedaba elección. A su manera, Caroline le había pedido que descubriera quién era el responsable de su muerte y de las muertes de su marido y de su hijo, y el motivo de las mismas.

Lo haría de todos modos.

La amaba tanto como para hacerlo.

Martes 4 de abril

6

París, Francia, 9.30 h

El presidente de Estados Unidos, John Henry Harris, caminaba codo a codo con el presidente de la República francés, Jacques Geroux, por los cuidados suelos del Palacio del Elíseo, la residencia oficial del mandatario galo. Ambos sonreían y charlaban amigablemente en ese día luminoso de primavera en la capital francesa. A una discreta distancia los seguían agentes de paisano del Servicio Secreto de Estados Unidos y de la Direction Générale de la Sécurité Extérieure, o DGSE, el Servicio Secreto francés. Destacaba también un selecto contingente de la prensa internacional. La ocasión: una sesión fotográfica concertada después de un desayuno privado celebrado entre Harris y Geroux, pensada para exhibir la cordialidad que reinaba entre Francia y Estados Unidos.

Hoy era el 369° día de mandato del presidente Harris: exactamente un año y cuatro días desde que, como vicepresidente de Estados Unidos, asumiera la presidencia después de la muerte repentina del presidente Charles Singleton Cabot; 153 días desde su reelección como presidente con un resultado extremadamente ajustado; 76 días desde su investidura.

Como presidente, el antiguo vicepresidente y senador por California se comprometió durante su campaña a suavizar la imagen que tenía Estados Unidos de superpotencia belicosa y agresiva, y a transformar el país en un socio de un mercado global cada vez más complejo. Su misión en Europa era entibiar el clima todavía frío que había provocado la decisión casi unilateral de Estados Unidos de invadir Irak, y las largas y sangrientas repercusiones que había tenido la invasión. Su reunión de hoy con el presidente francés era la primera en una semana en que iba a mantener una serie de compromisos cara a cara con los jefes de Estado de la Unión Europea, antes de que se reunieran todos formalmente en una cumbre de la OTAN prevista para ese lunes próximo, 10 de abril, en Varsovia, donde esperaba anunciar una recuperada unidad.

El problema era que, a pesar de todos los signos externos í(i de apertura y de la voluntad de los jefes de Estado de reunirse con él, se tenía la sensación muy real de que aquello no funcionaría. Al menos, no con los dos líderes de importancia vital: el presidente francés Geroux y la canciller alemana, Anna Amalie Bohlen, con quien debía encontrarse aquella misma tarde en Berlín. Qué hacer para remediarlo, especialmente ahora que ya se había reunido a puerta cerrada con Geroux, era otro tema que debía sopesar antes incluso de comentarlo con sus asesores más próximos. Pensar antes de hablar era algo que tenía la costumbre de hacer desde hacía muchos años, y todo el mundo lo sabía. Por eso sabía que lo dejarían a solas en el Air Force One cuando hicieran el relativamente breve vuelo hasta Berlín.

No obstante, ahora, mientras sonreía y charlaba con el presidente Geroux de camino a la barrera de micrófonos en la que se dirigirían a un nutrido grupo de periodistas, su mente no estaba muy centrada en el estado de los asuntos internacionales, sino más bien en las muertes recientes del congresista Mike Parsons y de su hijo, y del triste y posterior fallecimiento de la esposa de Mike, Caroline.

John Henry Harris y Parsons habían crecido a una milla de distancia, en la polvorienta ciudad californiana de Salinas. Catorce años mayor que él, primero como niñero -llegó incluso a cambiarle los pañales- y luego sencillamente como amigo, John Harris había sido como un hermano mayor adoptivo para Parsons desde que iba al instituto hasta que se marchó a la universidad a la costa este. Años más tarde ejerció de padrino en la boda de Parsons con Caroline, y luego lo apoyó en su carrera por un escaño en el Congreso. A su vez, Parsons y su esposa le habían dado mucho apoyo en sus propias campañas como senador y luego para la presidencia en California, y ambos se habían mostrado absolutamente entregados con él y su esposa, Lori, durante la larga y agotadora batalla con un cáncer cerebral que se la llevó justo una semana antes de la elección presidencial. Esa larga historia personal hacían de Mike y Caroline Parsons, junto a su hijo, Charlie, lo más parecido a una familia que los amigos pueden ser, y sus trágicas muertes a una edad tan temprana y tan seguidas la una de las otras lo habían dejado conmocionado. Asistió al funeral de Mike y Charlie, y habría asistido al de Caroline si no hubiera tenido aquella importantísima gira europea ya programada.

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