Tom Piccirilli - Clase Nocturna

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Tras el regreso de las vacaciones navideñas, Caleb Prentiss hace un macabro descubrimiento: durante su ausencia, una chica desconocida ha sido brutalmente asesinada en su dormitorio. Para él, un estudiante frustrado por el tedio de los estudios, ese suceso supondrá algo más que un incidente extraño y se convertirá en una obsesión a la que aferrar su oscura vida de universidad. Emprenderá una búsqueda desesperada por averiguar la identidad de la chica y del misterioso asesino, una búsqueda que no podrá abandonar ni siquiera cuando toda su vida empiece a derrumbarse a su alrededor.
En un viaje iniciático a través del misterio, el miedo y la desesperación, Piccirilli eleva el listón del terror con una obra maestra indiscutible. Clase nocturna es algo más que una historia, es una sobrecogedora experiencia que muchos lectores tardarán en olvidar.

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Una camarera le salió al paso antes de que la chica de la barra tuviera ocasión de levantarse de su banquillo. Las dos andaban a la caza de una propina y las dos eran tan seductoras como las bailarinas del escenario. Posiblemente más, pues dejaban algo a la imaginación. Un denso reguero de humo flotó en pos de su cuerpo mientras se movía lateralmente a lo largo de la barra entera y se le acercaba tanto que lo obligaba a encogerse. En los tugurios como aquel la velocidad era indispensable, especialmente cuando todo el mundo estaba dispuesto a matar.

Tenía labios carnosos y gruesos, con un cierto exceso de pintalabios de color cereza d, y el rostro tan lleno de sombra de ojos que parecía una de esas egipcias que utilizaban cenizas y kohl para mantener los ojos a salvo de la muerte. Puede que supiera algo que él ignoraba.

– Eh, tú, bombón, ¿qué puedo traerte?

– Un hirviente doble con whisky.

– Un mal día en la escuela, ¿eh? -preguntó, con un cimbreo adicional que hizo que pareciera que estaba hablando del colegio, y él fuera un niño pequeño de zapatos lustrosos, con su tartera, practicando para un concurso de deletreo, el pelo pegado a la frente y un beso de mamá fresco en la mejilla. Los dedos ya le temblaban. Algunas veces le pasaba, cuando lo embargaba la necesidad. Se trasladó al otro lado de la barra y pidió allí su bebida. La chica le sirvió un doble de Four Roses y una jarra de cerveza de barril.

– Ahí tienes. -Tenía una bonita sonrisa, una de esas en las que te gustaría confiar si pudieras-. ¿Quieres una cerilla para encenderlo, cariño?

– No gracias. -Vertió el licor en la jarra y engulló la mezcla antes de que la espuma de la cerveza hubiera tenido tiempo de formarse. Actuar así delante de ella fue una estupidez pero no pudo contenerse.

Ella dobló la cabeza como lo habría hecho un perro al oír un ruido raro.

– Para eso no pidas un hirviente, ¿no? -dijo-. Después de todo, se supone que tiene que hervir.

– Yo creía que se suponía que tenía que emborrachar.

– Y eso es lo único que buscas, ¿verdad? Muy bien. Entonces… ¿otro?

– Sip.

– Te han suspendido un examen importante, ¿no? -Susurró las palabras entre dientes, con un cierto sarcasmo pero no de forma especialmente amarga, solo lo bastante alto para que él pudiera oírla. Seguía sonriendo y seguía mirándole a los ojos con interés. Eso le quitó toda la punta al comentario. A Cal le gustaba lo que le hacía el maquillaje egipcio-. Ni siquiera has parado para echar un fiche a las chicas.

Fiche. No había oído la palabra fiche en toda su vida.

– Solo tengo ojos para ti, querida.

– Oh, dulce mentiroso.

Sus negros ojos lo golpearon. Se habían dado cuenta de que era un juego y ya estaban cansados de él. Si mostrabas el menor interés, salían huyendo como alma que lleva el diablo. Le puso la bebida, pero esta vez no se molestó en preparársela. Cal engulló el whisky y lo remató con un largo trago de cerveza. Apuró la jarra y dejó las últimas gotas unos segundos en su boca antes de tragárselas, igual que hacía la madre de Jodi.

– ¿Otra? -dijo Cal, a pesar de que era consciente de que estaba yendo demasiado deprisa y que también el gorila de la puerta se había fijado. Pensó en todos los espejos del local haciéndose añicos, el mobiliario volando y rompiéndose, las chicas riendo y chillando y corriendo desnudas por la nieve-. Por favor.

Ella estaba pensando lo mismo.

– Claro, pero, ¿por qué no te vuelves y miras un rato a las chicas mientras todavía te queda un poco de fuelle, ¿vale, cariño?

– Sip, trato hecho.

Para la última copa le permitió encender una cerilla y prender el whisky antes de meterlo en la cerveza y dejar que se formara la espuma. Yuuupi, un hirviente de whisky. Le sorprendió ver que ella parecía extraer una especie de excitación contemplando cómo se lo bebía así. Lo engullo dejando que el último trago se posara en su lengua un instante, a fin de que el licor adormeciera sus papilas gustativas. Dejó un billete de veinte en la barra, se volvió y se dirigió a las mesas que había al pie del escenario.

Las luces estroboscópicas y los tristes neones proyectaban destellos de sudorosa sexualidad en la oscuridad, junto a centelleos de cabellos negros y húmedos. Sobre las paredes se deslizaban sombras tórridas y seductoras, chicas que se adherían a los postes y, con las piernas muy abiertas, fríamente, subían y bajaban y volvían a subir, cimbreándose adelante y atrás. Sintió un cierto fastidio al darse cuenta de que se lo había perdido hasta el momento. Un instante de cegador blanco abrió la oscuridad, seguido por un par de destellos anaranjados, antes de que todo se pusiera negro. Era imposible saber cuántas chicas había con las luces parpadeando de aquella manera furiosa. Las bailarinas parecían desplazarse con movimientos mecánicos, convulsos, sacudiendo los cuerpos por el escenario, los tíos hipnotizados, las tetas bamboleándose, las chicas deslizándose, ahora aquí, luego allá, junto a otros hombres, la música sin parar.

La acción lésbica significaba normalmente una buena propina y las chicas complacían a la audiencia siempre que podían. Se besaban con lengua unas a otras, pero lo hacían con un aire hastiado -y sin embargo lamían pezones, y chupaban lenguas como si fueran pollas-, poniendo solo el entusiasmo justo para hacerlo. A pesar de lo cual, a los tíos los volvía locos.

Los tacones altos levantaban chispas de electricidad estática en el suelo, estallidos azulados y amarillos que iluminaban los tobillos femeninos. Apenas se entreveían por instantes las ligas, una pierna voluptuosa que se alzaba sobre una cabeza rubia, algunos pezones perforados, montones de culos prietos. Movimientos cremosos, deslizantes y giratorios, costillas que aparecían un instante mientras se escabullían a un rincón a esnifar un poco de coca.

También se veían las magulladuras y los cardenales, y las amarillentas marcas de mordiscos. El tiempo empezó a lubricarse, como le gustaba, el sexo a exaltarse, como debía ser, mientras los minutos se alargaban y se iban desgranando. Escuchando los profundos hálitos de los fantasmas, los animados silbidos, los asquerosos eructos cuando alguien terminaba una cerveza. No les importaba una mierda, no era más que un negocio, querían meter un pezón en esa cerveza y luego salir de allí. Dos chicas cubiertas de aceite luchaban por mantenerse en pie mientras se trababan en un alcohólico duelo de lengüetazos no del todo fingido; el dinero flotaba hacia sus pies. Se pusieron de rodillas, luego en el suelo. Se levantaron rugidos antes de que finalmente abandonaran. Las cabelleras alborotadas se elevaron un poco más en el aire y desde el suelo se alzaron los vítores de jóvenes y viejos que gritaban y reían como asesinos satisfechos.

Las luces estroboscópicas se apagaron y los focos relucieron en un momento de brutal claridad que mareó a Caleb. Tardó un minuto en acostumbrarse a ello, y entonces empezó a vislumbrar la anemia de la tez de todos, la desnudez de la sala, las carencias de su propia miseria.

Y a Willy en una mesa.

Al final de la primera fila, con una fila de seis cervezas vacías delante de sí, sentado en una silla y mirando el escenario, donde una chica se meneaba sacudiendo los pechos delante de su cara.

Cal se puso en pie y los miró.

Se limpió el gélido sudor del cuello con el dorso de la mano.

– Oh, Jesús -dijo.

Era Candida Celeste la que bailaba ahí arriba. Animadora, propietaria de su corazón cuando todavía era inocente, una obra de arte de mujer que jugueteaba con los pies con atletas sin cuello que no sabían lo que era una Jihad y a la que le gustaba coquetear con el Yok. Una diosa caída en desgracia. Cal estuvo a punto de echarse a reír, pero olvidó cómo se hacía en el mismo instante en que abrió la boca.

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