Tom Piccirilli - Clase Nocturna

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Tras el regreso de las vacaciones navideñas, Caleb Prentiss hace un macabro descubrimiento: durante su ausencia, una chica desconocida ha sido brutalmente asesinada en su dormitorio. Para él, un estudiante frustrado por el tedio de los estudios, ese suceso supondrá algo más que un incidente extraño y se convertirá en una obsesión a la que aferrar su oscura vida de universidad. Emprenderá una búsqueda desesperada por averiguar la identidad de la chica y del misterioso asesino, una búsqueda que no podrá abandonar ni siquiera cuando toda su vida empiece a derrumbarse a su alrededor.
En un viaje iniciático a través del misterio, el miedo y la desesperación, Piccirilli eleva el listón del terror con una obra maestra indiscutible. Clase nocturna es algo más que una historia, es una sobrecogedora experiencia que muchos lectores tardarán en olvidar.

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La Señora Decano trató de sonreír y fracasó tan miserablemente que sintió lástima por ella.

– Además me gustaría charlar contigo en privado, Cal. Pásate luego, ¿eh?

No era exactamente una pregunta.

– Lo intentaré.

– Y, por favor, trae contigo a tu encantadora novia. -Los dedos de la Señora flotaron por el aire, tratando de dar con el nombre de Jodi, chasqueando de tanto en cuanto. A pesar de que Jo era bastante introvertida y en general despreciaba el círculo académico, era muy capaz de jugar a su juego. Había estado en la lista de favoritos del decano cuatro años seguidos y ganado casi todos los premios existentes. Era imposible que la Señora no conociera su nombre-. ¿Jenny?

– Jodi.

– Sí, eso, ahora lo recuerdo, qué tonta. -Su mano volvió a cerrarse, y se acercó ligeramente a la barbilla de Cal en un gesto casual-. Jodi. ¿Digamos… a las siete? O siete y media. -El tono de su voz desafiaba cualquier potencial negativa.

– Sin falta.

– Espléndido.

Caleb asintió y los siguió con la mirada mientras se alejaban con andares tan regios que parecía que estuvieran desvaneciéndose entre la niebla a cámara lenta.

Fue al dormitorio de Jo. El chico que estaba de guardia en la garita de seguridad ni siquiera levantó la mirada de su libro de matemáticas, y la sólida puerta de metal resonó con mucha fuerza cuando entró Cal. Las ecuaciones de la página le recordaron a las que estaba haciendo cuando murió su madre. Comparaciones geométricas de las propiedades topológicas de una función con las de su aproximación lineal. Superficies no diferenciables y la discusión sobre por qué la raíz cúbica de (x³-3xy²) no se puede diferenciar en su origen. Se preguntó cómo habría sido su vida de haber nacido como una integral.

La conversación que había mantenido tres semanas atrás con Rocky y Toro volvió a sus pensamientos. Sobre los chicos que trabajaban en los mostradores de seguridad y que descuidaban sus obligaciones. Podía entrar un asesino en cualquier momento y no se enterarían hasta entrar en el cuarto de baño. Allí estaba él y el otro no había levantado la mirada todavía. Podría llevar encima una Uzi, un cuchillo de carnicero empapado de sangre, doce cartuchos de dinamita pegados al pecho y seguiría sin obtener una reacción. Dirigió una mirada ceñuda a la recortada cabellera del chico y pensó en montar una escena. La imagen recordaba demasiado a la del Yok y sus piruetas y no le gustó.

Tras colocar su tarjeta de identidad sobre el libro de matemáticas, dijo, con su mejor tono de Señora Decano:

– Se supone que estás aquí para asegurarte de que estas instalaciones son seguras y no entra ningún indeseable. Se empieza mirando a los visitantes y luego se comprueba su identificación.

El muchacho levantó la mirada pero no hizo nada más. Tenía los ojos llenos de vectores y matrices.

– ¿Qué? ¿Qué quieres?

– Vamos, tío, no se lo pongas tan fácil.

– ¿Fácil? ¿A quién?

– A ellos. A él.

– ¿De qué coño estás hablando?

– Permanece alerta y haz tu trabajo.

– ¿Qué trabajo? Mira, ¿tienes algún problema? No tengo por qué aguantar tus chorradas. ¿A qué habitación vas? Oye…

Cal se dirigió a la escalera, subió rápidamente los tres tramos que había hasta la habitación de Jo y llamó a la puerta con su secuencia personal, una especie de traqueteo con ritmo de jazz que hacía con los dos nudillos.

Jodi abrió con expresión preocupada y un absurdo y voluminoso peinado. Tenía la blusa desabrochada en parte, una manga subida hasta el codo y la otra abierta a la altura de la muñeca. En veinticinco años sería una imagen espantosa, el horror alcoholizado que era su madre, pero ahora mismo su descuido resultada sensual. Se apartó el pelo de la boca y los ojos y dijo:

– ¿Con quién coño llevas todo el día hablando por teléfono? ¿O es que lo has dejado descolgado?

Cal pensó en el aparato, tirado en el suelo hecho pedazos.

– Está estropeado. He estado en la biblioteca, leyendo.

Pasaron varios segundos incómodos. Podía ver cómo discurrían los mismos pensamientos de siempre por la cabeza de Jodi, uno tras otro: la decepción por su brusca marcha en mitad de la clase, el miedo a que no tuviera lo que hacía falta para salir al mundo y convertirse en un hombre de provecho, hecho realidad. Su incapacidad en el arte de la dedicación, en el que ella era una consumada maestra.

– Me preguntaba qué habrías estado haciendo todo el día. Leer. Eso está bien.

Cal cerró la puerta.

– Echa la llave, ¿quieres? El estudiante de abajo ni levanta la vista cuando entra alguien. ¿Quién sabe qué clase de gente anda entrando por aquí?

– Es curioso que utilices la palabra estudiante cuando quieres decir capullo.

– Solo digo…

– Ya sé lo que dices.

– Echa la llave, Jo, ¿vale?

Los rizos enmarañados volvieron a caerle sobre el rostro y se los sacó de la boca de nuevo.

– De acuerdo.

Vacilaba entre el deseo de censurarlo y el impulso, posiblemente, de sentirse orgullosa de él, pensó. Confiaba al menos en que pudiera respetar la defensa que había hecho de su propia ética, si es que eso es lo que había sido. Trató de no considerar la posibilidad de que sus actos la hubieran humillado por completo. Debía de pensar que ahora iba a fracasar con Yokver y el fracaso en todas sus formas la aterrorizaba.

– ¿Y bien? -le preguntó.

– No estoy segura, Cal.

Otra pausa. Aquellas pausas preñadas estaban volviéndose más largas y marcaban la irrupción de algo nuevo y desconocido en sus vidas. Arrugó tanto el gesto que pareció que iba a estornudar.

– Dime lo que estás pensando, Jodi.

– No se trata de lo que yo estoy pensando, se trata de lo que tú has estado pensando últimamente. Desde antes de Navidad y puede que un poco más, no lo sé. Nunca me hablas de ello.

Bien, así que ahí estaba.

Se sentó en la silla del escritorio, con los brazos y las rodillas doblados, como si quisiera esquivar golpes.

– Siento haberte pedido que te apuntaras a ese curso, joder, pero creí que podía ser divertido ir a clase juntos.

– Yo quería hacerlo. Pensé que sería fácil. -Melissa Lea le había dicho que creía que era una maría y también ella había caído en la trampa.

– Salta a la vista que estás furioso con ese tío, y con todo el mundo últimamente, por lo que yo sé. -Resopló, un sonido áspero y feo, un sonido que su madre hacía constantemente cuando estaba a medio camino de una botella de ginebra vacía-. Parte de ello tiene que ver con lo que te pasó durante las vacaciones y otra parte con mis padres, pero eso no es todo.

– No -admitió él.

– Y supongo que te ha molestado que no saliera de la clase contigo esta mañana.

Una tirantez en el pecho lo instó a no decir la verdad, pero fue incapaz de contenerse. Rara vez podía hacerlo.

– Por supuesto. Me hubiera gustado que estuvieras a mi lado, y no contra mí.

– Continúa.

– Pero… -ahogó la frase, consciente de que ya había cometido un error extremadamente gravo al empezar de aquel modo su afirmación. Decir que ella se había puesto en su contra parecía un vergonzoso caso de paranoia, como un esquizofrénico gritando que los perros del vecindario le habían obligado a asaltar un supermercado y con un casco de papel de aluminio en la cabeza para impedir que lo alcanzaran los alienígenas con las señales que enviaban desde Neptuno.

Jodi recompuso el gesto y le dirigió una de aquellas miradas suyas que no mostraban absolutamente nada, como si estuviera examinando una muestra al microscopio, un corte lateral de los intestinos de un cadáver.

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