John Saul - Ciega como la Furia
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– Soy tu amiga y cuidaré de ti. Te ayudaré.
– Nos ayudaremos mutuamente…
La voz se apagó y Michelle advirtió un suave golpeteo en su puerta. Esta se abrió y entró su madre, sonriéndole, con Jennifer en los brazos.
– ¡Hola! ¿Cómo va todo?
– Bien, creo.
– ¿Fue linda la visita de Sally y Jeff?
– Creo que sí.
– Pensé que tal vez te gustaría saludar a tu hermanita.
Michelle contempló a la pequeña con rostro inexpresivo.
– ¿Qué vinieron a decirte Sally y Jeff? -insistió June, que empezaba a sentirse desesperada. Michelle apenas si respondía a sus preguntas.
– Poca cosa. Solo querían saludar.
– Pero debes haber hablado con ellos.
– En realidad, no.
Un pesado silencio cayó sobre la habitación. June se puso a juguetear con la manta de Jennifer mientras procuraba decidir qué táctica emplear con Michelle. Finalmente, de mala gana, se decidió.
– Bueno, creo que es tiempo de que salgas de la cama -dijo sin rodeos.
Por fin hubo una reacción de Michelle. Sus ojos pestañearon, y por un momento June pensó que se inundaban de temor. Se encogió todavía más bajo las cobijas.
– Pero no puedo… -empezó a decir.
Tranquilamente June la interrumpió.
– Por supuesto que puedes -dijo con soltura-. Sales de la cama todos los días. Y te conviene… Cuanto antes puedas abandonar la cama y empezar a ejercitarte, más pronto podrás volver a la escuela.
– Es que no quiero volver a la escuela -dijo Michelle. Ahora, de pronto, estaba sentada erguida, mirando a su madre con intensidad-. No quiero volver jamás a esa escuela. Todos me odian allí.
– No seas tonta -dijo June -. ¿Quién te dijo eso?
Michelle miró desesperadamente en torno como si buscara algo. Sus ojos fueron a posarse en su muñeca, sentada en su lugar habitual, junto a la ventana.
– Mandy -dijo-. ¡Amanda me lo dijo!
June quedó boquiabierta de sorpresa. Miró fijamente primero a Michelle, después a la muñeca. ¡Seguramente ella no creía que fuese real! No, imposible. Entonces June comprendió lo sucedido. Una amiga imaginaria. Michelle había inventado una amiga imaginaria para que le hiciera compañía. Y sin embargo, allí estaba la muñeca: sus ojos de vidrio, grandes y oscuros como los de Michelle, parecían ver a través de ella. June cerró la boca y se puso de pie.
– Entiendo -dijo con voz hueca-. Bien.
"Dios querido, ¿qué le está pasando?", pensó. "¿Qué nos está pasando a todos?" Tratando de ocultar su confusión y obligándose a sonreír a Michelle como si iodo estuviera bien, se puso de pie.
– Más tarde hablaremos de eso.
Inclinándose, besó ligeramente a Michelle en la mejilla. La única reacción de Michelle fue recostarse, de modo que otra vez quedó tendida en la cama.
Mientras June la observaba, toda expresión pareció borrarse del rostro de Michelle. Si sus ojos no hubieran permanecido abiertos, June habría jurado que se había dormido.
Apretando más a Jennifer contra sí, June abandonó la habitación retrocediendo con lentitud.
Cal llegó a casa al mediar la tarde, y se pasó el resto del día leyendo y jugando con Jennifer. Habló sólo brevemente con June y no subió para nada al cuarto de Michelle.
Cuando June terminó de poner la mesa para cenar y se disponía a llamar a Cal a la cocina, se le ocurrió una idea. Sin detenerse a reflexionar sobre ella, se dirigió a la sala de recibo, donde estaba sentado Cal con Jennifer en las rodillas.
– Haré que Michelle baje para cenar -anunció.
Notó que Cal se sobresaltaba, pero se repuso con rapidez.
– ¿Esta noche? ¿A qué viene esto?
Su voz fue cautelosa y June se preparó para otra discusión.
– Ella está pasando demasiado tiempo sola. Tú nunca subes a verla…
– Eso no es cierto -empezó a protestar Cal, pero June no lo dejó terminar.
– No se trata de si es cierto o no. Se trata de que ella está pasando demasiado tiempo sola, compadeciéndose, y no voy a permitir que eso continúe. Voy a subir y a decirle que se ponga su bata y que baje. Y no aceptaré una respuesta negativa.
Tan pronto como June salió de la habitación, Cal puso a Jennifer en la cuna extra que habían instalado en la sala de recibo y se preparó un trago. Cuando regresó June, él ya lo había bebido y había empezado otro, que se llevó consigo cuando June lo llamó a la mesa.
Permanecieron sentados en silencio, aguardando a Michelle. Mientras el reloj del pasillo seguía con monótono su tic-tac, Cal empezó a retorcer su servilleta.
– ¿Cuánto tiempo vas a esperar? -preguntó.
– Hasta que baje Michelle.
– ¿Y si no baja?
– Lo hará -dijo June con firmeza-. Sé que vendrá.
Pero interiormente no sentía la seguridad que sugerían sus propias palabras.
Los minutos transcurrieron con lentitud. June tuvo que esforzarse para permanecer sentada, para no subir, para no rendirse. Y entonces comprendió.
Tal vez Michelle no podía bajar. Levantándose de la mesa, corrió al pasillo.
En lo alto de la escalera Michelle, con su bata apretada alrededor de la cintura, oprimía la balaustrada con una sola mano, mientras con la otra probaba con su bastón el escalón más alto.
– ¿Puedo ayudarte? -ofreció June.
Michelle la miró; luego sacudió la cabeza al responder:
– Yo lo haré. Lo haré yo sola.
De pronto June sintió liberarse la tensión que se había venido acumulando en ella. Pero luego cuando Michelle volvió a hablar, el nudo de miedo que la había tenido sujeta toda la tarde se ajustó de nuevo, más apretado que nunca.
– Mandy me ayudará -dijo Michelle con voz queda-. Ella me lo dijo.
Con sumo cuidado, Michelle empezó a bajar la escalera.
CAPITULO 12
El sol matinal, chisporroteante de luminosidad otoñal, penetraba a raudales por las ventanas del estudio, introduciéndose con sus rayos en cada rincón, dotando con su brillo de un nuevo estado de ánimo a la tela que había sobre el caballete. June la había empezado varios días atrás. Reproducía el panorama visto desde el estudio. Pero era triste, sombrío, volcado en densos matices azules y grises que reflejaron con fidelidad su propio estado de ánimo durante las últimas semanas. Pero esa mañana, inundada de sol, sus colores parecían haber cambiado, reavivándose, captando el regocijo de un viento que repentinamente soplaba con fuerza, agitando la caleta en un día oscuro. Introduciendo su pincel en pintura blanca, June empezó a agregar burbujas al hirviente mar que veía en su tela.
En un rincón del estudio, Jennifer permanecía acostada en su cunita, murmurando y borboteando en su sueño, aferrando su cobija con sus manos diminutas, June se apartó de su labor el tiempo suficiente para sonreír a Jenny. Cuando estaba por volver a la tela, un movimiento afuera atrajo su mirada.
Dejando a un lado su paleta y su pincel, se acercó a la ventana y miró afuera.
Pesadamente apoyada en un bastón, Michelle se encaminaba hacia el estudio. Mirándola, June trató de controlar su emoción, luchando contra un impulso casi avasallador de acudir a Michelle, de ayudarla.
El dolor que sentía Michelle estaba profundamente escrito en su rostro: sus rasgos, parejos y delicados, se fruncían en una máscara de concentración mientras se obligaba a seguir avanzando constantemente, moviendo su pierna derecha sana con facilidad, casi con prisa, mientras su pierna izquierda se arrastraba atrás, de mala gana, como atascada en el fango, impulsada a pura fuerza de voluntad.
June sintió brotarle lágrimas en los ojos. El contraste entre esta niña frágil que cojeaba valerosamente hacia ella, y la Michelle robusta, ágil, de apenas unas semanas atrás, la desgarraba.
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