– ¿Y qué razón le diste para querer ver la película?
– Que la estrella había muerto, que éramos viejos amigos de ella y que deseábamos recordarla por todo lo que había hecho. Habían leído lo del suicidio en el periódico, y pensaron que iba a ser un velatorio muy adecuado.
Me volvió la sucia sensación de ser un mirón.
Larry me leyó el rostro y me dijo:
– ¿Escalofríos?
– Me parece como si fuera… un ladrón de cadáveres.
– Desde luego que sí, es pura necrofilia…, como lo son los entierros. Si quieres que lo dejemos, sólo tengo que entrar ahí y decírselo.
– No -dije-. Hagámoslo.
– Trata de no poner cara de sentirte tan torturado -me dijo-. Uno de los motivos por el que nos reciben, es porque les dije que tú sentías simpatías por su hobby.
Crucé los ojos, puse cara de lujuria, y jadeé sonoramente.
– ¿Qué tal esto?
– Te mereces un Oscar.
Llegamos a la puerta delantera, una hoja sólida de madera, pintada verde oliva brillante.
– Tras la puerta verde -dijo Larry-. Muy sutil.
– ¿Estás seguro de que tienen la película?
– Gordon me lo aseguró. Y también me dijo que tenía otra cosa que posiblemente nos interesase.
Llamó al timbre, que sonó con los primeros compases del «Bolero» y se abrió la puerta. Una criada filipina, de blanco uniforme, se hallaba en el hueco: era pequeña, de unos treinta años, con gafas y el cabello recogido en un moño.
– ¿Sí?
– El doctor Daschoff y el doctor Delaware vienen a ver a los señores Fontaine.
– Sí -aceptó la criada-. Pasen.
Entramos en un vestíbulo de dos pisos de alto, con un mural pastoral: cielos azules, verde hierba, corderos peludos, balas de pienso, un pastor tocando la flauta de Pan a la sombra de un ancho sicomoro.
Frente a ese paraíso pastoral, una mujer estaba sentada desnuda en una silla de lona: gorda, de mediana edad, canosa, de piernas muy gruesas. Tenía un lápiz en una mano y un cuaderno de crucigramas en la otra, y no dio muestras de habernos visto entrar.
La criada nos vio mirándola y golpeó con los nudillos en la canosa cabeza.
Hueca.
Una escultura.
– Un Lombardo original -nos dijo-. Muy caro. Como eso.
Indicó hacia arriba con el índice. Del techo colgaba lo que parecía ser un móvil de Calder. En su derredor habían colgado luces de árbol de Navidad… un candelabro a lo hágaselo-usted-mismo.
– Montones de dinero -dijo la criada.
Directamente frente a nosotros había una escalera con una alfombra color esmeralda, que hacía espiral hacia la izquierda. El espacio que había bajo las escaleras terminaba en un alto biombo chino. Las otras habitaciones también estaban cerradas por biombos.
– Vengan -nos dijo la criada. Se volvió. Su uniforme no tenía espalda y sí un corte de escote muy bajo por detrás tanto, que le llegaba más allá del inicio de la división de los glúteos. Se veían montones de piel morena desnuda. Larry y yo nos miramos el uno al otro. Él se encogió de hombros.
La criada corrió una parte del biombo chino, y nos llevó unos metros más allá, hasta otro biombo. Su caminar se hizo cimbreante y la seguimos hasta mitad del pasillo, a una puerta de metal verde. En la misma había una cerradura normal y otra electrónica. Se tapó una mano con la otra y marcó un código de cinco cifras en la electrónica, insertó una llave en la normal, la giró, y la puerta se deslizó, abriéndose. Entramos en un pequeño ascensor, con paredes acolchadas y tapizadas con brocado dorado en el que estaban incrustadas miniaturas en marfil: escenas del Kama Sutra. Apretó un botón, y descendimos. Los tres estábamos hombro contra hombro. La criada olía a talco de bebé. Y parecía aburrida.
Salimos a una pequeña y oscura antecámara y la seguimos a través de unas puertas dobles, correderas, a la japonesa.
Al otro lado había una enorme habitación de altas paredes y sin ventanas… al menos de trescientos metros cuadrados, y tapizada en madera lacada en negro; silenciosa, fresca y apenas iluminada.
A medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra pude distinguir detalles: librerías cerradas con rejillas de latón, mesas de lectura, ficheros, vitrinas, y escaleras de biblioteca para alcanzar los estantes altos, todo ello con el mismo acabado en ébano. Por encima de nosotros, un techo plano de corcho negro. Abajo, suelos enmoquetados en negro. La única luz provenía de unas lámparas de lectura, con pantallas de color verde, que había sobre las mesas. Oí el zumbido del aire acondicionado. Vi rociadores contra incendios en el techo, alarmas de humos. Un gran barómetro en una pared.
Sin lugar a dudas, una habitación destinada a albergar tesoros.
– Gracias, Rosa -dijo una nasal voz masculina desde el otro lado de la habitación. Forcé la vista y vi unas siluetas humanas: un hombre y una mujer, sentados lado a lado, en una de las mesas más lejanas.
La criada hizo una reverencia, se dio la vuelta, y se marchó contoneándose.
– La pequeña Rosita Ramos… allá en los sesenta era todo un talento… Las Mamas del Supermercado, Chicas del Ginza, Elija una de la sección X.
– El buen servicio es tan difícil de encontrar -susurró Larry. Y, en voz alta-: ¡Hola, gente!
La pareja se levantó y vino hacia nosotros. A tres metros de distancia, sus rostros adquirieron claridad, como los de unos actores de película, tras un fundido.
El hombre era más viejo de lo que me había esperado… los setenta, o muy cerca de ellos; bajo y robusto, con un espeso y lacio cabello blanco, que llevaba peinado hacia atrás, y un rostro relleno, a lo Xavier Cugat. Llevaba gafas de montura negra, una camisa blanca tipo guayabera sobre pantalones marrones, y unas zapatillas de piel color café.
Incluso sin zapatos, la mujer era quince centímetros más alta. A finales de la cincuentena, delgada y de facciones finas, con una elegancia natural, cabello rojo cortado a lo caniche y con un rizado que parecía propio, y ese tipo de piel blanca, pecosa, en la que en seguida se notan las marcas. Su vestido era de seda tailandesa, color lima, con un dragón impreso y cuello mandarín. Llevaba joyas de jade color manzana, medias negras de encaje y zapatillas de ballet negras.
– Gracias por recibirnos -dijo Larry.
– El placer es nuestro, Larry -dijo el hombre-. Ha pasado mucho tiempo. Pero perdóneme, ahora es doctor Daschoff, ¿no?
– Doctor en Psico… -dijo Larry, con tono algo despectivo.
– No, no -dijo el hombre, regañando con un dedo-. Se ganó usted ese título…, muéstrese orgulloso del mismo.
Estrechó la mano de Larry.
– Rondan muchos terapeutas por L. A. -añadió-. ¿A usted le van bien las cosas?
– ¡Oh, Gordie, no seas tan entrometido! -dijo la mujer.
– Me va muy bien, Gordon -le contestó Larry. Y, volviéndose hacia ella-. Hola, Chantal. Hacía mucho tiempo…
Ella hizo una inclinación y tendió su mano:
– Lawrence.
– Éste es el doctor Alex Delaware, un viejo amigo y colega. Alex: Chantal y Gordon Fontaine.
– Alex -dijo Chantal, volviendo a saludar con su inclinación-. Estoy encantada.
Tomó mi mano entre las suyas. Su piel era cálida, suave y húmeda. Tenía unos grandes ojos castaños y una línea de mandíbula que parecía como cincelada. Su maquillaje era una gruesa capa, casi una mascarilla, pero no podía ocultar las arrugas. Y había dolor en sus ojos: en otro tiempo había sido una señora fenomenal, y aún estaba tratando de acostumbrarse a pensar en sí misma en el tiempo pasado del verbo.
– Encantado de conocerla, Chantal.
Apretó mi mano y la soltó. Su marido me miró de arriba abajo y me dijo:
– Doctor, tiene usted una cara fotogénica… ¿no ha actuado nunca?
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