Jonathan Kellerman - Compañera Silenciosa

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Un día en una fiesta, el psicólogo infantil Alex Delaware se reencuentra con un viejo amor, Sharon Ransom. Ella solicita su ayuda, pero Alex, demasiado embebido en sus propios asuntos sentimentales, no le hace caso. Dos días más tarde, Sharon se suicida. Alex no puede dejar de sentirse responsable de la desesperada decisión de Sharon.
Y en parte por ello, en parte por resolver los enigmas de aquella relación -la mayoría creados por la oscura personalidad de Sharon- el psicólogo se embarca en una investigación en la que el dinero, el azar de los genes y un pasado trágico configuran el escenario de una prolongada orgía de sexo, dominio y manipulación psicológica al servicio de los menos nobles impulsos del ser humano.

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El Departamento me ignoró, hasta una tarde de noviembre cuando una de las secretarias hizo que me llamasen por el buscapersonas, en el Hospital.

– El doctor Delaware, por favor.

– Soy el doctor Delaware.

– ¿Alice Delaware?

– Alex.

– ¡Oh! Aquí pone Alice, pensé que era usted una mujer.

– No lo era la última vez que lo comprobé.

– Sí, supongo que no lo es. De todos modos, ya sé que tiene poco preaviso, pero si está libre a las ocho de esta noche, podríamos utilizarlo.

– Utilíceme.

– ¿No le interesa saber de qué se trata?

– ¿Por qué no?

– De acuerdo, necesitamos a alguien que supervise el Curso 305A, las prácticas clínicas para los estudiantes graduados de primer y segundo año. El catedrático que se ocupa de ella ha tenido que salir de la ciudad y no está disponible ninguno de los sustitutos habituales.

Había llegado el momento de rascar el fondo del barril.

– A mí me suena bien.

– De acuerdo. ¿Está usted licenciado?

– No, hasta el año que viene no lo estaré.

– ¡Oh! Entonces no estoy segura… Aguarde un momento. -Y, un instante después-: De acuerdo, como no está usted licenciado la paga serán ocho dólares a la hora, en lugar de quince, y nos reservamos el derecho de anular el acuerdo en cualquier momento. Y antes de que lo aceptemos, tendrá que llenar unos papeles.

– ¡Vaya retorcida de brazo que me ha hecho!

– ¿Cómo dice?

– Que ahora voy.

En teoría, la práctica clínica es el nexo de unión entre el aprender en los libros y el trabajo en serio, un modo de introducir a los futuros comecocos a la práctica de la psicoterapia, en un ambiente educativo.

En mi alma mater, el proceso se iniciaba pronto: durante su primer semestre, los alumnos graduados en Psicología Clínica tendrían pacientes a su cargo: estudiantes no graduados enviados por el Servicio de Consejería del campus, y gente pobre que buscaba tratamiento gratuito en la Clínica de la Universidad. Los diagnosticarían y llevarían a cabo el tratamiento, bajo la supervisión de un miembro de la Facultad. Y, una vez a la semana, mostrarían sus avances, o la falta de los mismos, a sus pares e instructores. A veces las cosas se mantenían en un nivel intelectual. A veces, se tornaban personales.

Psico 305A se desarrollaba en una especie de calabozo sin ventanas en el tercer piso de la mansión estilo Tudor que acogía el programa clínico. La habitación estaba desprovista de mobiliario, pintada de un color gris azulado y enmoquetada con una sucia alfombra dorada. En un rincón se hallaban un par de bates de gomaespuma, del tipo que recomiendan los consejero? matrimoniales para las buenas peleas incruentas entre esposos. En otro estaban amontonados los restos desmontados de un polígrafo.

Llegué cinco minutos tarde, pues «unos papeles» había resultado ser un montón de impresos. Siete u ocho estudiantes ya se encontraban allí. Se habían quitado los zapatos y recostado contra las paredes, estaban leyendo, charlando, fumando, haciendo una siesta. Ignorándome. La habitación olía a calcetines sucios, tabaco y humedad.

En su mayor parte era un grupo de gente de aspecto algo anticuado, como muy baqueteados…, refugiados de los sesenta con sus sarapes, tejanos descoloridos, camisetas de manga larga y joyas indias. Unos pocos vestían trajes. Y cada uno de ellos parecía serio y agobiado… estudiantes de nota alta, preguntándose si valía la pena soportar tanto.

– Hola, soy el doctor Delaware -dejé que el título resonase en mi garganta con alegría y una cierta sensación de culpa, notándome como un impostor. Los estudiantes me miraron de arriba abajo, nada impresionados-. Alex. El doctor Kruse no ha podido venir, así que yo voy a hacerme cargo de la clase esta noche.

– ¿Dónde está Paul? -preguntó una mujer a finales de los veinte. Era bajita y tenía un cabello prematuramente canoso, gafas de abuelita y una boca apretada, desaprobadora.

– Fuera de la ciudad.

– Hollywood no está fuera de la ciudad -dijo un hombretón barbudo, con camisa a cuadros y un mono de trabajo, que fumaba una pipa danesa de caprichosa forma.

– ¿Es usted uno de sus ayudantes? -me preguntó la mujer canosa. Era atractiva, pero tenía aspecto de ser gruñona, con nerviosos ojos de irritación: una puritana en tejanos, que me valoró cuidadosamente, aparentemente ansiosa por condenarme.

– No, ni lo conozco. Soy…

– ¡Un nuevo miembro de la Facultad! -proclamó el barbudo, como si estuviese descubriendo una conspiración.

Agité la cabeza.

– Recién graduado. Me doctoré el pasado junio.

– Felicidades -el barbudo aplaudió sin hacer sonido alguno. Unos pocos más lo imitaron. Sonreí, me senté en el suelo y adopté la posición del loto cerca de la puerta.

– ¿Cuál es el procedimiento habitual?

– Presentación de los casos -dijo una negra-. A menos que alguien tenga una crisis que quiera someter a discusión.

– ¿Tenemos alguna?

Silencio. Bostezos.

– De acuerdo. ¿A quién le toca presentar caso?

– A mí -dijo la negra. Era cuadrada, y llevaba un peinado afro coloreado con jenna que formaba un halo en derredor de una cara redonda, color chocolate. Vestía un poncho negro, tejanos y botas de vinilo rojas. Una carpeta de tamaño gigante yacía sobre su regazo-. Soy Aurora Bogardus, de segundo año. La semana pasada presenté un caso de un niño de nueve años con tics múltiples. Paul me hizo sugerencias. Tengo algunos datos adicionales.

– Adelante.

– Para empezar, diré que no funcionó nada El chico está empeorando. -Sacó un gráfico de su carpeta, lo fue recorriendo y dio un breve historial del caso para que me enterase de lo que pasaba, luego describió su plan inicial de tratamiento, que me pareció bien pensado, a pesar de que no hubiese dado resultado-. Y esto nos pone ya al día. ¿Alguna pregunta?

Siguieron veinte minutos de discusión. Las sugerencias de los estudiantes enfatizaban los factores sociales: la pobreza de la familia y sus frecuentes traslados, la ansiedad que probablemente estaba experimentando el niño, debido a la falta de amigos. Alguien comentó que el hecho de que el niño fuese negro era un factor creador de estrés de primera magnitud en una sociedad racista.

Aurora Bogardus parecía disgustada.

– Me parece que ésa es una cosa de la que yo me doy perfecta cuenta. En cualquier caso, tenemos que enfrentarnos con esos malditos tics en un nivel comportamientarista. Cuanto más se agita, más se irrita todo el mundo con él.

– Entonces, todo el mundo ha de aprender a enfrentarse con esa irritación -dijo el barbudo.

– De coña, Julian -le contestó Aurora-. Mientras tanto, a ese chico lo tienen aislado como a un leproso. Necesito acción…

– El sistema condicionante operativo…

– Si me hubieses estado prestando atención, Julian, habrías oído que tu sistema condicionante operativo no funcionó. Ni tampoco la manipulación de rol que Paul sugirió la pasada semana.

– ¿Qué tipo de manipulación de rol? -pregunté.

– Cambiar la programación. Forma parte de su aproximación hacia la terapia: la Dinámica de la Comunicación. Agitar la estructura familiar, hacerles cambiar sus posiciones de poder de modo que estén abiertos a nuevos comportamientos.

– ¿Hacerlos cambiar en qué modo?

Me lanzó una mirada cansina.

– Paul me hizo explicarles a sus padres y hermanos que también ellos debían de empezar a estremecerse y agitarse. De un modo exagerado. Dijo que, una vez que el síntoma se convirtiese en la norma familiar, dejaría de tener valor como rebelión para el muchacho y desaparecería de su repertorio de comportamiento.

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