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Daniel Silva: El Hombre De Viena

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Daniel Silva El Hombre De Viena

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A finales de la Segunda Guerra Mundial, el oficial nazi Radek estaba encargado de hacer desaparecer cualquier evidencia del Holocausto. Hoy, Radek es Vogel, vive en Viena, es el dueño de un banco de inversiones y aporta grandes cantidades de dinero a la campaña del aspirante a canciller, que es en realidad su hijo secreto. Gabriel Allon (protagonista de El Confesor), es enviado a Viena a investigar un atentado en la oficina de ayuda a víctimas de la guerra. La investigación adquiere tintes personales cuando Allon, gracias a unos dibujos del diario de su madre, reconoce en Vogel no sólo al sádico Radek sino al hombre que casi mató a su madre en el campo de concentración. Pero la ayuda que Vogel recibe tanto de la CIA como del mismo Vaticano convierte su investigación en una tarea difícil.

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– Los deportaron a Auschwitz. A mi madre la enviaron al campo de mujeres de Birkenau, donde consiguió sobrevivir hasta que la liberaron al cabo de dos años.

– ¿ Qué fue de sus abuelos?

– Los mataron en la cámara de gas en cuanto llegaron.

– ¿Recuerda la fecha?

– Creo que fue en enero de 1943.

Klein se tapó los ojos.

– ¿Hay algo especial en esa fecha, Herr Klein?

– Sí -contestó el viejo con aire ausente-. Yo estaba allí la noche que llegaron los transportes desde Berlín. Lo recuerdo muy bien. Verá, señor Argov, yo era violinista en la orquesta del campo de Auschwitz. Interpretaba música para los demonios en la orquesta de los malditos. Entretenía a los condenados mientras avanzaban penosamente hacia las cámaras de gas.

La expresión de Gabriel no cambió. Era evidente que Max Klein soportaba el peso de una tremenda culpa. Creía que era responsable en parte de las muertes de aquellos que habían desfilado ante él camino de la muerte. Era una locura, por supuesto. No era más culpable que cualquier otro de los judíos que habían trabajado como esclavos en las fábricas o en los campos de concentración para sobrevivir un día más.

– No me parece que sea razón para que me abordara esta noche en el hospital. Quería decirme algo referente al atentado en las oficinas de Reclamaciones e Investigaciones de Guerra, ¿no?

– Tal como le dije -manifestó Klein-, ha sido cosa mía.

Yo soy el responsable de las muertes de esas dos hermosas chicas. Yo soy la razón para que su amigo Eli Lavon esté agonizando en aquel hospital.

– ¿Me está diciendo que usted colocó la bomba? -El tono de Gabriel no podía reflejar una incredulidad mayor. La pregunta tenía toda la intención de parecer ridícula.

– ¡Por supuesto que no! -replicó Klein, indignado-. Pero mucho me temo que puse en marcha los acontecimientos que llevaron a otros a colocada.

– ¿Por qué no me cuenta todo lo que sabe, Herr Klein? Deje que sea yo quien juzgue quién es culpable.

– Sólo Dios puede juzgar.

– Quizá, pero algunas veces incluso Dios necesita una ayuda.

Klein sonrió mientras servía el té. Luego le relató la historia desde el principio. Gabriel no lo apresuró en ningún momento. Eli Lavon hubiese hecho lo mismo. «Para los viejos, la memoria es como una pila de platos de porcelana -afirmaba Lavon-. Si sacas un plato del medio, toda la pila se derrumba.»

El apartamento había pertenecido a su padre. Antes de la guerra, Klein había vivido allí con sus padres y sus dos hermanas menores. Su padre, Salomón, había sido un próspero empresario textil, y los Klein habían disfrutado de las comodidades de la clase media alta: meriendas en los mejores cafés de Viena, veladas en el teatro o la Ópera, veranos en una villa en el sur. El joven Max Klein era un violinista con un prometedor futuro. «Aún me faltaba para aspirar a la sinfónica o la Ópera, Herr Argov, pero sí era lo bastante bueno para trabajar en orquestas de cámara más modestas. Mi padre, por cansado que estuviese después de trabajar todo el día, casi nunca se perdía una actuación mía.» Klein sonrió por primera vez al recordar a su padre entre los espectadores. «Se sentía muy orgulloso de que su hijo fuese un músico vienés.»

Su idílico mundo había llegado a un abrupto final el día 12 de marzo de 1938. Klein recordaba que era sábado, y para la abrumadora mayoría de los austriacos, el espectáculo de las tropas de la Wehrmacht desfilando por las calles de Viena había sido motivo de celebración. «Para los judíos, Herr Argov… para nosotros, era el horror.» Los peores temores de la comunidad no habían tardado en convertirse en realidad. En Alemania, el ataque a los judíos había sido un proceso gradual. En Austria, en cambio, había sido instantáneo y brutal. En cuestión de días, todos los comercios de propiedad judía estaban marcados con pintura roja. Cualquier ciudadano no judío que entrara en alguno era atacado por los camisas pardas y los SS. A muchos se les colgaban carteles donde decía: «Yo, un cerdo ario, compré en una tienda judía.» A los judíos se les prohibió tener propiedades, trabajar en cualquier profesión o contratar empleados, entrar en restaurantes y bares e incluso ir a los parques públicos. Se les prohibió tener máquinas de escribir y radio, porque podían facilitar la comunicación con el mundo exterior. A los judíos los sacaban a rastras de sus casas y sinagogas, y los apaleaban en las calles.

– El 14 de mayo, la Gestapo echó abajo la puerta de este apartamento y robó nuestras más valiosas posesiones: las alfombras, la cubertería, los cuadros, incluso los candelabros del Sabbat. A mi padre y a mí nos arrestaron durante unos días y nos obligaron a limpiar las aceras con un cepillo de dientes. Al rabino de nuestra sinagoga le arrancaron la barba en plena calle mientras una multitud vitoreaba a los agresores. Intenté impedido, y me propinaron una paliza que estuvo a punto de costarme la vida. No podían llevarme a un hospital, por supuesto. Estaba prohibido por las nuevas leyes antijudías.

En menos de una semana, la comunidad judía de Austria, una de las más vitales e influyentes de toda Europa, estaba destrozada; los centros y las sociedades habían cerrado, los líderes encarcelados, las sinagogas clausuradas y los libros sagrados quemados en las hogueras. El 1 de abril, un centenar de destacadas figuras públicas y empresarios judíos fueron deportados a Dachau. Al cabo de un mes, quinientos judíos habían preferido suicidarse a soportar un día más de tormento; entre ellos una familia de cuatro personas que vivían en el apartamento vecino al de los Klein.

– Se mataron de un disparo, uno tras otro. Un disparo, seguido por llantos. Otro disparo, más llantos. Después del cuarto disparo, no quedó nadie para llorar, nadie más que yo.

Más de la mitad de la comunidad decidió abandonar Austria y emigrar a otros países. Max Klein estaba entre ellos. Consiguió un visado para Holanda y se marchó en 1939. En menos de un año, se encontraría de nuevo bajo la bota nazi.

– Mi padre decidió quedarse en Viena -explicó Klein-. Creía en la ley. Estaba convencido de que si cumplía con las leyes, las cosas no le irían tan mal, y que con el tiempo pasaría la tormenta. Fue a peor, por supuesto, y cuando finalmente tomó la decisión de marcharse, ya era demasiado tarde.

Klein intentó servirse otra taza de té, pero la mano le temblaba violentamente. Gabriel se la sirvió y luego le preguntó con voz suave qué le había pasado a sus padres y a sus hermanas.

– En el otoño de 1941, los deportaron a Polonia y los confinaron en el gueto de Lodz. En enero de 1942, los trasladaron por última vez al campo de exterminio de Chelmno.

– ¿Qué le pasó a usted?

Klein inclinó la cabeza a un lado. La misma suerte, con un final diferente. Arrestado en Amsterdam en junio de 1942, alojado en el campo de tránsito de Westerbork, luego enviado al este, a Auschwitz. En el andén, medio muerto de hambre y sed, una voz. Un hombre con el uniforme de los prisioneros preguntó si había algún músico entre los recién llegados. Klein se aferró a la voz como un hombre que se ahoga se aferra a un salvavidas. «Soy violinista», respondió a la llamada. «¿Tienes un violín?» Él le enseñó el maltrecho estuche, la única cosa que había traído de Westerbork. «Ven conmigo. Hoy es tu día de suerte.»

– Mi día de suerte -repitió Klein, abstraído-. Durante los dos años y medio siguientes, mientras más de un millón se convertían en humo, mis colegas y yo tocábamos. Lo hacíamos en las plataformas de selección para ayudar a los nazis a crear la ilusión de que sus víctimas habían llegado a un lugar agradable. Tocábamos mientras los condenados marchaban hacia las salas donde los hacían desnudarse. Tocábamos en los patios mientras pasaban lista. Por la mañana tocábamos mientras los esclavos salían para ir a trabajar y, por la tarde, cuando regresaban a los barracones. Incluso tocábamos antes de las ejecuciones. Los domingos tocábamos para el comandante del campo y sus oficiales. Los suicidios diezmaban nuestro grupo. No tardé mucho en ser quien iba a los andenes a buscar músicos para llenar las sillas vacías.

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