Daniel Silva - El Hombre De Viena

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A finales de la Segunda Guerra Mundial, el oficial nazi Radek estaba encargado de hacer desaparecer cualquier evidencia del Holocausto. Hoy, Radek es Vogel, vive en Viena, es el dueño de un banco de inversiones y aporta grandes cantidades de dinero a la campaña del aspirante a canciller, que es en realidad su hijo secreto. Gabriel Allon (protagonista de El Confesor), es enviado a Viena a investigar un atentado en la oficina de ayuda a víctimas de la guerra. La investigación adquiere tintes personales cuando Allon, gracias a unos dibujos del diario de su madre, reconoce en Vogel no sólo al sádico Radek sino al hombre que casi mató a su madre en el campo de concentración. Pero la ayuda que Vogel recibe tanto de la CIA como del mismo Vaticano convierte su investigación en una tarea difícil.

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Gabriel llegó a la conclusión de que Renate Hoffmann era una mujer muy inteligente y muy astuta.

– Se los entregará a un amigo, señorita Hoffmann, un amigo que no hará absolutamente nada que pueda comprometer su posición.

– ¿Sabe lo que pasará si la Staatspolizei lo detiene mientras está en posesión de expedientes confidenciales del Staatsarchiv? Pasará una larga temporada entre rejas. -Lo miró directamente a los ojos-. Yo también, si descubren dónde los consiguió.

– No tengo la menor intención de que me arreste la Staatspolizei.

– Nadie la tiene, pero esto es Austria, Herr Argov. Nuestra policía no actúa con las mismas reglas que el resto de sus colegas europeos.

Metió la mano en el bolso, sacó un sobre y se lo entregó a Gabriel. Éste desapareció bajo el abrigo de Gabriel y continuaron caminando.

– No creo que se llame Gideon Argov. Por eso le he dado el expediente. Yo no puedo hacer nada más con él, al menos en este país. Prométame que tendrá mucho cuidado. No quiero que la Coalición y su personal sufran el mismo destino que Reclamaciones de Guerra. -Se detuvo y miró por un segundo a Gabriel-. Una cosa más, Herr Argov. Por favor, no vuelva a llamarme nunca más.

La furgoneta de vigilancia estaba aparcada junto al límite del Augarten, en la Wasnergasse. El fotógrafo estaba sentado en la parte de atrás, junto a la ventanilla. Sacó una última foto de los sujetos cuando se separaban, luego descargó las fotos en el ordenador portátil y contempló las imágenes. La que mostraba el momento en que el sobre cambiaba de manos había sido tomada desde atrás. Bien encuadrada, bien iluminada. Una belleza.

7

VIENA

Una hora más tarde, en un anónimo edificio neobarroco en el Ring, la foto fue entregada en el despacho de un hombre llamado Manfred Kruz. Guardada en un sobre en blanco, Kruz la recibió sin ningún comentario de su atractiva secretaria. Como siempre, vestía un traje oscuro y camisa blanca. Su rostro plácido y los delgados pómulos, combinados con su atuendo oscuro, le daban un aire cadavérico que inquietaba a sus subordinados. Sus facciones mediterráneas -el pelo casi negro, la tez morena y los ojos color café- habían dado pábulo a los rumores de que en su ascendencia había algún gitano o quizá incluso un judío. Era una difamación, lanzada por su legión de enemigos, y a Kruz no le parecía nada divertido. No era popular entre sus compañeros, pero no le importaba. Tenía muy buenas relaciones: comía con el ministro una vez a la semana, y tenía amigos entre la clase financiera y política. Si te hacías enemigo de Kruz, no tardabas mucho en encontrarte escribiendo multas de aparcamiento en la zona más remota de la Carintia.

Su unidad se conocía oficialmente como Departamento Cinco, pero entre los oficiales superiores de la Staatspolizei y sus jefes en el Ministerio de Interior se la citaba sencillamente como la «cuadrilla de Kruz». Cuando se dejaba llevar por los sueños de grandeza, una tendencia que Kruz reconocía, se imaginaba a sí mismo como protector de todo lo austriaco. Su misión era asegurarse de que los problemas del mundo no traspasaran las fronteras de su tranquilo Osterreich. El Departamento Cinco se ocupaba del contraterrorismo, de los grupos extremistas y el contraespionaje. Manfred Kruz tenía el poder de espiar en los despachos y pinchar teléfonos, abrir la correspondencia y realizar tareas de vigilancia. Los extranjeros que venían a Austria dispuestos a causar problemas no tardaban en recibir la visita de uno de los hombres de Kruz. También los austriacos cuyas actividades políticas divergían de las líneas establecidas. Pasaban muy pocas cosas en el país de las que él no estuviese enterado, incluida la reciente aparición en Viena de un israelí que afirmaba ser un colega de Eli Lavon.

La desconfianza innata de Kruz se extendía incluso a su secretaria personal. Esperó a que ella saliera del despacho antes de abrir el sobre y dejar caer la foto sobre la carpeta del escritorio. Cayó del revés. Le dio la vuelta, la colocó debajo de la lámpara para que la iluminara de lleno la luz blanca de la bombilla halógena y observó la imagen con mucha atención. A Kruz no le interesaba Renate Hoffmann. Estaba sometida a una vigilancia permanente por parte del Departamento Cinco, y Kruz había empleado más horas de las que hubiese deseado estudiando las fotos tomadas por sus agentes y escuchando las grabaciones realizadas en el local de la Coalición. No, a Kruz le interesaba mucho más la figura que aparecía a su lado, el hombre que se hacía llamar Gideon Argov.

Al cabo de unos momentos se levantó para acercarse a la caja de seguridad, instalada en la pared de detrás de la mesa, y la abrió. Dentro, entre un montón de expedientes y un paquete de cartas de amor perfumadas escritas por una muchacha que trabajaba para el departamento, había una cinta de vídeo correspondiente a un interrogatorio. Kruz miró la fecha escrita en la etiqueta -«Enero de 1991»-, luego colocó la cinta en el reproductor de vídeo y la puso en marcha.

Las primeras imágenes tardaron unos segundos en aparecer. La cámara estaba instalada en una esquina de la sala de interrogatorios, donde la pared se unía al techo, así que filmaba desde un ángulo oblicuo. Las imágenes tenían un poco de nieve por lo anticuado de la tecnología. En la cinta, una versión más joven de Kruz se paseaba con una lentitud amenazadora. Sentado a la mesa se encontraba el israelí, con las manos oscurecidas por el fuego, y los ojos por la muerte. Kruz estaba seguro de que se trataba del mismo hombre que ahora decía ser

Gideon Argav. Curiosamente, era el israelí, no Kruz, quien formulaba la primera pregunta. Ahora, como entonces, Kruz se sorprendió por su perfecto alemán, con un claro acento berlinés.

– ¿Dónde está mi hijo?

– Ha muerto.

– ¿Qué ha pasado con mi esposa?

– Su esposa ha sufrido heridas muy graves. Necesita atención médica urgente.

– Entonces ¿por qué no la recibe?

– Primero necesitamos saber cierta información.

– ¿Por qué no la están tratando ahora? ¿Dónde está?

– No se preocupe. Está en buenas manos. Sólo necesitamos que nos responda a unas preguntas.

– ¿Cuáles?

– Puede empezar diciéndonos quién es usted. Por favor, deje de mentirnos. Su esposa no tiene mucho tiempo.

– ¡Me han preguntado mi nombre un centenar de veces! ¡Sabe mi nombre! ¡Consígale la ayuda que necesita!

– Lo haremos, pero primero díganos su nombre. Su verdadero nombre. Se acabaron los alias, los seudónimos o los falsos. No tenemos tiempo si queremos que su esposa viva.

– ¡Mi nombre es Gabriel, maldito cabrón!

– ¿Es su nombre de pila o el apellido?

– El nombre de pila.

– ¿Cuál es su apellido?

– Allon.

– ¿Allon? Es un apellido judío, ¿no? Usted es judío. Sospecho que también es israelí.

– Sí, soy israelí.

– ¿Si es israelí, qué está haciendo en Viena con un pasaporte italiano? Es obvio que es un agente de la inteligencia israelí. ¿Para quién trabaja, señor Allon? ¿Qué está haciendo aquí?

– Llame al embajador. Él sabrá con quién contactar.

– Llamaremos a su embajador. A su ministro de Asuntos Exteriores. A su primer ministro. Pero ahora mismo, si quiere que su esposa reciba el tratamiento médico que necesita con tanta urgencia, nos dirá para quién trabaja y por qué está en Viena.

– ¡Llame al embajador! ¡Ayude a mi esposa, maldita sea!

– ¿Para quién trabaja?

– ¡Ya sabe para quién trabajo! Ayude a mi esposa. ¡No deje que muera!

– Su vida está en sus manos, señor Allon.

– ¡Ya puede darse por muerto, hijo de puta! Si mi esposa muere esta noche, está muerto. ¿Me oye? ¡Muerto!

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