Fidelma miró hacia el final de la calle, el lugar donde se hallaba la casa que le había indicado el tanist.
– Bueno, tampoco nos hace mucha falta para entender lo que ha pasado -intervino Gionga-. Los asesinos vieron que esta azotea era un lugar idóneo para disparar contra Donennach. Vieron que era un almacén; encontraron una escalera y subieron para esperar la llegada del príncipe. Y creyeron que podrían salirse con la suya en medio de la confusión.
Se volvió para mirar el terreno que había en la parte trasera del edificio.
– Podrían haber huido con facilidad por el bosque de atrás. Y -dijo, iluminándose su rostro- apostaría a que allí hallaremos sus caballos amarrados, esperándoles.
Hizo ademán de irse para averiguar tal suposición.
– Un momento -le pidió Fidelma mediante una orden serena.
Estaba examinando la distancia entre la azotea y el lugar donde habían herido a Colgú y Donennach. Entornó los ojos.
– Bien, pues yo os diré algo sobre nuestro arquero -dijo con gravedad.
Gionga puso mala cara sin decir nada.
– No era muy buen arquero.
– ¿Y eso por qué? -quiso saber el guerrero Uí Fidgente con suspicacia.
– Porque desde aquí, y a esta distancia, habría sido difícil errar la puntería dos veces seguidas. Podría haber fallado a la primera, pero era imposible fallar a la segunda, con el blanco inmovilizado.
Se levantó, tomó las flechas y descendió la escalera seguida de Gionga. Su primo les esperaba abajo.
– ¿Habéis oído la conjetura de Gionga sobre los caballos? -le preguntó.
– Sí -contestó Donndubháin sin comprometerse.
Fidelma tuvo la impresión de que éste no daba importancia alguna a la idea de Gionga.
Se dirigieron hacia el arbolado. No había ni rastro de caballos amarrados.
– Quizás había otro cómplice -aventuró Gionga, tratando de ocultar su decepción- que al ver caer a sus compañeros huyó con los caballos.
– Quizás -asintió Fidelma con la vista puesta en el sendero que había al fondo del arbolado.
Había demasiadas huellas de carros y caballos como para extraer una conclusión definitiva.
Gionga miraba a su alrededor con el ceño fruncido, como si esperara ver surgir de la nada a los caballos de un momento a otro.
– ¿Y ahora qué? -inquirió Donndubháin, ocultando la satisfacción que le producía ver que el guerrero Uí Fidgente se hubiera equivocado.
– Ahora -suspiró Fidelma- iremos a la botica del hermano Conchobar y examinaremos los cuerpos de esos asesinos.
* * *
El anciano hermano Conchobar les aguardaba en la puerta. Dio unos pasos adelante al acercarse Fidelma con Donndubháin, seguidos por Gionga.
– Os esperaba, Fidelma -dijo, haciendo una mueca irónica-. Y, como así os lo dije, nada bueno traería el día de hoy.
Al oír esto, Gionga soltó:
– ¿A qué os referís con eso, viejo? ¿Estáis diciendo que sabíais de antemano que esto iba a ocurrir?
Donndubháin se adelantó para coger a Gionga por el brazo, ya que había agarrado al anciano con brusquedad por el hombro.
– Dejadle en paz, pues es grandevo y un fiel servidor de Cashel -dijo con firmeza.
– No merece que se le trate de este modo -añadió Fidelma-. Vio el mal en los mapas de las estrellas, sólo eso.
Gionga lo soltó, indignado.
– ¿Es astrólogo? -preguntó, dando un bufido despectivo, a la par con el tono y el gesto.
El viejo monje se aplanó las arrugas del hábito con solemne dignidad.
– ¿Os han traído los dos cuerpos sin mayor demora? -quiso saber Fidelma.
– Los he despojado de sus ropas y los he tumbado sobre la mesa, como habíais indicado, y no he tocado a ninguno de los dos.
– Cuando hayamos concluido, si no los hemos identificado, podréis lavar los cuerpos y amortajarlos. Lo que no sé es dónde podrán enterrarse.
– En la tierra siempre hay sitio, incluso para los pecadores -dijo con gravedad Conchobar-. Sin embargo, no serán objeto de muchas lamentaciones.
Entre la gente de Éireann, las exequias funerarias comprendían casi siempre doce días y doce noches de duelo y planto por el cuerpo, llamados laithi na caoinnti - los días de lamentación- antes de dar sepultura al fallecido.
Dentro de la botica había una tabla grande y amplia, donde cabían de sobra los dos cadáveres. De hecho, no era la primera vez que Conchobar usaba la tabla para extender encima cuerpos sin vida, ya que a menudo se le encargaban las labores propias de una funeraria. Los cuerpos yacían el uno junto al otro, desnudos, salvo por una tira de tela blanca sobre los genitales, que el monje había extendido por pudor.
Fidelma se situó a los pies de la tabla con las manos plegadas ante sí y los ojos entornados, atentos para no pasar por alto ni un detalle.
Lo primeo que advirtió, y con grotesco regocijo, fue que uno de los hombres era alto, delgado, con una incipiente calvicie, aunque se había dejado crecer el cabello lacio hasta la espalda como si de este modo compensara el defecto, mientras que el segundo era bajo y gordo, con una mata de cabello canoso, rizado y desgreñado. Las diferencias físicas entre el uno y el otro casi resultaban cómicas, pero el que fueran cadáveres, con las marcas de la espada de Gionga, las marcas que les habían causado la muerte, hacía que lo cómico resultara grotesco.
– ¿Cuál de los dos es el arquero? -preguntó Fidelma en voz baja.
– El calvo -contestó Gionga al instante-. El otro era el cómplice.
– ¿Dónde están las armas que llevaban?
Conchobar fue a un rincón a buscar el arco y el carcaj, que contenía unas cuantas flechas y una espada.
– Los guerreros que cargaron con los cuerpos trajeron estas cosas con ellos -explicó el anciano monje.
Fidelma hizo una señal para indicarle que dejara las armas a un lado.
– Después las examinaré…
– ¡Un momento! -dijo Gionga, sin hacerle caso-. Traed aquí el carcaj con las flechas.
El hermano Conchobar lanzó una mirada a Fidelma, pero ésta no opuso objeción alguna. Sabía qué había visto Gionga en la azotea del almacén y se dio cuenta de que era más prudente no retrasar cuanto él tuviera que decir al respecto. El boticario le pasó el carcaj a Gionga. El alto guerrero extrajo una flecha al azar y la sostuvo ante sí para analizarla.
– ¿De dónde diríais que procede esta flecha, tanist de Cashel? -planteó Gionga con una expresión de fingida inocencia.
Donndubháin tomó la flecha y empezó a analizarla con cuidado.
– Lo sabéis perfectamente, Gionga -interrumpió Fidelma, pues también era versada en aquellos asuntos.
– ¿Ah, sí?
Donndubháin parecía disgustado.
– La cola lleva las marcas del pueblo de nuestro primo, los Eóghanacht de Cnoc Áine.
– Exactamente -afirmó Gionga dando un leve suspiro-. Todas las flechas del carcaj llevan las marcas de los arqueros de Cnoc Áine.
– ¿Acaso eso significa algo? Al fin y al cabo… -dijo Fidelma, mirando al guerrero con ojos inocentes-, es muy fácil adquirir flechas -justificó, y sacó un cuchillo pequeño del marsupium-. Este cuchillo está hecho en Roma. Lo compré durante un peregrinaje a la ciudad. Eso no significa que yo sea romana.
Gionga enrojeció de furia y metió con brusquedad la flecha en el carcaj.
– No os paséis de lista, hermana de Colgú. La procedencia de las flechas está clara. Y lo tendré en cuenta a la hora de informar a mi príncipe.
Donndubháin se sonrojó ante el insulto directo a su prima.
– Solamente hay una dálaigh entre nosotros, Gionga, y ella será quien le informe -le espetó.
Gionga se limitó a enseñar los dientes con una mueca desdeñosa.
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