Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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– ¿En qué pensaba vuestro capitán mientras conducía al barco por estas aguas peligrosas? -preguntó Murchad a continuación.

El antiguo guerrero se encogió de hombros.

– El capitán murió hace dos días. Por eso el barco se desplazó al sur hasta Uxantis en vez de navegar en dirección norte, derecho a Laigin. El primer oficial tomó el mando y me temo que no era un navegante competente, ni supo controlar a una parte de la tripulación, que se negó a acatar sus órdenes. Le gustaba demasiado la sidra.

– ¿Queréis decir que la tripulación se amotinó?

– Algo así, señora.

– ¿Estaban implicados algunos de los supervivientes? -inquirió Murchad-. Porque no quiero amotinados en mi barco.

– No sabría decirle. Al morir el capitán se impuso el caos.

– ¿De qué murió? ¿Murió durante el amotinamiento?

– Sencillamente se desplomó, muerto, estando al timón. Dejó de latirle el corazón. He visto morir a otros así, de ese modo inexplicable, antes y después de la batalla. No por heridas de guerra, sino por pararse el corazón.

– ¿Y el capitán era el único navegante capacitado a bordo? -insistió Murchad-. Es muy raro.

– Sea raro o no, ya habéis visto el resultado. Por fortuna vos pasasteis y lo visteis. De lo contrario, no estaría vivo. Capitán, necesitaría un pasaje a Laigin.

Murchad movió la cabeza en respuesta negativa.

– Ésta es una travesía de peregrinación al santo lugar de Santiago. Dudo que regresemos a Ardmore antes de tres semanas o más. Pero vamos a desembarcar en Uxantis. Allí no tardaréis en encontrar un barco que os lleve de vuelta a casa.

El antiguo guerrero sonrió con pesar.

– Tendré que vender algunas de estas bagatelas -dijo, mostrándoles las joyas de las manos-. Con ese barco se han hundido en las profundidades los ahorros de un año. -Señaló con la cabeza hacia las rocas-. Ahora sólo tengo lo que veis. Qué se le va hacer. Quizá pueda encontrar algún navío que me lleve como tripulante.

Murchad lo miró con recelo.

– ¿Tenéis experiencia como navegante?

El hombre se desternilló de risa.

– Por los dioses de la guerra, en absoluto. Soy un buen guerrero. Entiendo de tácticas de combate y de manejo de armas. Adoro los caballos y tengo habilidad para domarlos. Hablo tres lenguas. Puedo leer, escribir y hasta entender algo de Ogham. Pero del arte de la navegación no sé nada.

Murchad apretó lo labios.

– Bueno, tendréis que espabilaros y encontrar en Uxantis un pasaje a Éireann. Y ahora, si me disculpáis.

Murchad volvió a su trabajo.

Wenbrit llegó con el alcohol y dio una copa al guerrero.

– Deberíais quitaros esa ropa mojada -le aconsejó-. Creo que por ahí puede haber algo que os vaya bien.

– ¡Bien hecho, muchacho…!

El hombre calló en seco.

El guerrero se había quedado inmóvil con la copa levantada. Tenía la boca abierta, como si se dispusiera a beber, pero sus ojos estaban abiertos como platos y con la mirada fija. Una expresión de incredulidad le cubrió el semblante, y un nervio empezó a temblarle en la sien.

Fidelma se dio la vuelta para averiguar qué había causado aquel cambio de actitud tan brusco.

Cian acababa de aparecer en la cubierta; miraba aquí y allá, como si quisiera entender qué había sucedido desde que Murchad había enviado abajo a los peregrinos. Al ver a Fidelma se dirigió hacia ellos.

Como una fiera, Toca Nia emitió un ruido gutural. La copa se le cayó de las manos y su contenido se derramó sobre el suelo de la crujía.

Antes de que Fidelma pudiera darse cuenta, el hombre se lanzó para embestir a Cian, atónito ante el ataque.

– ¡Bastardo! ¡Asesino!

Ambas palabras restallaron como un látigo en el aire. Acto seguido arremetió contra Cian y le atizó un puñetazo en la cara pasmada. Cian se quedó plantado, aturdido, con la nariz ensangrentada y los ojos muy abiertos, incrédulos. Lentamente, como desafiando toda lógica, se desplomó de espaldas.

CAPÍTULO XVII

Fidelma se quedó clavada, estupefacta, allí donde se encontraba. Wenbrit fue el primero en reaccionar dando un grito de alarma. Dos marineros de Murchad sujetaron a Toca Nia cuando éste levantó el pie con la clara intención de patear la cabeza expuesta de Cian, que permanecía en el suelo de la cubierta. Los marineros lo apartaron a rastras de él. Murchad llegó corriendo.

– ¿Qué demonio…? -empezó a decir.

– ¡El demonio, eso es! -saltó Toca Nia, forcejeando para soltarse de los marineros, distorsionada su cara por el odio.

Fidelma se agachó junto al cuerpo inconsciente de Cian y le tomó el pulso. Levantó la cabeza y preguntó a Murchad:

– ¿Alguien podría baja a Cian a su camarote y atenderlo? No creo que el golpe sea grave, pero está inconsciente.

Murchad hizo una seña a dos tripulantes y, sin rechistar, levantaron el cuerpo de Cian y lo trasladaron abajo.

Fidelma volvía a estar en pie, dispuesta a encararse con Toca Nia, al que los marineros habían conseguido inmovilizar. Fidelma se cruzó de brazos y, con el ceño fruncido, miró al semblante turbado del guerrero.

– ¿Qué significa esto? -exigió.

Toca Nia no respondió.

– Se os ha pedido una explicación, amigo -advirtió Murchad-. No os he sacado del mar para ver cómo matáis a uno de mis pasajeros, a un santo hermano en peregrinaje. ¿Qué os ha impulsado a cometer semejante acción?

Toca Nia miró las duras facciones de Murchad y luego se dirigió a Fidelma.

– ¡Ése no tiene nada de santo hermano!

– ¡Explicaos! -insistió Murchad-. El hermano Cian forma parte de un grupo de peregrinos que viaja en mi barco.

– ¡Cian! Sin duda, así se llama: tengo motivos para recordarlo. Pero es guerrero, como yo. Uno de los guerreros de Ailech. ¡Es el Carnicero de Rath Bíle!

Fidelma miraba a Toca Nia tratando de entender la acusación.

– ¿El Carnicero de Rath Bíle? -repitió, desconcertada.

– Arrasaron una aldea entera y su fortaleza, quemaron todos los edificios, aniquilaron a mujeres y niños… siguiendo la orden de Cian de Ailech. Ciento cuarenta almas enviadas al cielo por ese monstruoso, maldito… -La turbación hizo subir el tono en la voz de Toca Nia.

Fidelma levantó una mano para hacerle callar.

– Calmaos, Toca Nia. ¿Qué os hace pensar con tanta convicción que el hermano Cian fue el responsable de semejante atrocidad?

El rostro del irlandés era una máscara de furia y sus ojos irradiaban tormento.

– Porque mi madre, mis hermanas y mi hermano menor murieron allí; porque yo estaba allí y lo vi con mis ojos.

* * *

Fidelma se sentó en la litera del camarote de Murchad y éste se despatarró sobre una silla. Habían dejado a Toca Nia en el camarote de Gurvan, con Drogan de guardia en la puerta. Fidelma estaba inquieta. Aquella situación parecía irreal.

– Jamás había visto un cambio tan brusco de temperamento -comentó a Murchad-. Ese Toca Nia parecía una persona amable y simpática al principio, pero en cuanto a visto ha Cian se ha convertido en un maníaco furibundo fuera de control.

Murchad se encogió de hombros.

– Si lo que dice es verdad, su arrebato es comprensible. Vos conocéis a Cian desde hace tiempo. ¿No habéis oído hablar de los hechos que ha mencionado Toca Nia?

Fidelma se rebulló un poco, incómoda.

– Conocí a Cian hace diez años -admitió-. Era guerrero de la escolta del rey de Ailech. Pero aparte de esto no sé nada más. Nunca había oído hablar de Rath Bíle.

Quedaron un buen rato en silencio mientras Murchad intentaba traer a la memoria alguna membranza.

– Yo recuerdo algo de lo acontecido -dijo al fin.

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