Peter Tremayne - Un acto de misericordia

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A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

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– Ya. Pero sor Canair no apareció en el muelle a la mañana siguiente, ¿cierto?

– Así es. Para entonces ya estaba muerta.

– ¿Y cuándo os enterasteis de su muerte?

– Como decía, llegamos a la abadía. Casi todos estaban agotados y se retiraron a dormir. Muirgel me susurró que saldría a dar un paseo antes de recogerse. Me pidió que nos encontráramos fuera, frente a la verja de la abadía, y que evitara ser visto al salir. Crella no dejaba de seguirla a todas partes y empezaba a exasperarla. Dijo que quería estar a solas conmigo. Ya os lo dije ayer… estábamos enamorados.

– Proseguid -le urgió Fidelma cuando él detuvo su relato-. ¿Os encontrasteis fuera con Muirgel?

– Sí. Ella estaba de buen humor… pero de excelente humor. Me dijo que había una posada al pie de la colina y que podíamos pasar la noche allí sin que nadie nos viera ni nos molestara.

– ¿Y vos accedisteis?

– Por supuesto.

– ¿Y pasasteis la noche en la posada?

– Parte de la noche.

– ¿Y sor Canair? ¿Qué papel desempeña en esta historia?

El hermano Guss tomó aire para luego expulsarlo con un largo suspiro.

– Muirgel y yo… después de… poco después de acostarnos… es decir, en la posada…, oímos un alboroto en la habitación de al lado. No nos pareció que fuera nada grave. Entonces oímos una especie de grito y a alguien corriendo por el pasillo. No habríamos hecho caso de no haber sido por los gemidos que provenían del cuarto contiguo.

– ¿Qué hicisteis entonces?

– Movida por la curiosidad, Muirgel fue hasta la puerta; escuchó un momento y luego se asomó al pasillo. La puerta de al lado estaba entreabierta y se veía el resplandor de una vela. Muirgel entró para ofrecer ayuda, pues era evidente que alguien sufría.

El joven calló de repente. Parecía tener la boca seca, y Fidelma le sirvió agua de una jarra. Tras una pausa, prosiguió:

– Muirgel volvió a nuestro cuarto corriendo. Estaba impresionada y disgustada a la vez. «¡Es sor Canair!», me susurró. Entonces fui a la habitación y vi a Canair tumbada en la cama; la habían apuñalado varias veces en el pecho, alrededor del corazón. También parecía que la habían degollado.

Fidelma entornó los ojos.

– Eso es un claro indicio de un ataque desquiciado -comentó.

El hermano Guss no respondió.

Fidelma lo invitó a seguir:

– Por lo que decís, estaba con vida todavía, ¿no? Habéis dicho que gemía.

– Era su respiración agonizante -respondió el joven-. Ya estaba muerta cuando yo entré en la habitación. Cubrí su cuerpo con la manta de la cama y apagué de un soplo la vela. Luego volví con Muirgel.

– ¿Estaba muerta cuando Muirgel entró en la habitación? ¿Canair llegó a decir algo antes de morir?

El hermano Guss negó con la cabeza.

– Muirgel vio las heridas y se alarmó. No comprobó si sor Canair estaba viva o no, y aunque lo hubiera estado, la pobre habría sido incapaz de pronunciar nada inteligible.

– ¿Había rastro alguno del arma que causó las heridas?

– No vi ningún arma, pero estaba demasiado afectado para investigar. Pasamos mucho tiempo deliberando sobre qué hacer. Fue idea de Muirgel que sencillamente nos fuéramos de la posada, regresáramos a la abadía y fingiéramos que habíamos pasado allí la noche entera.

– Pero el posadero sabría que habíais estado allí.

– No pensamos en eso.

– ¿Por qué no disteis la voz de alarma? Quizá se podría haber descubierto al asesino.

– Porque habría conllevado revelar que estábamos en la habitación de al lado. El asesino se habría enterado de nuestra presencia, la travesía se habría cancelado… Todo eran complicaciones.

Parecía avergonzado.

– Ahora parece una decisión egoísta y necia, ya lo sé, pero no nos lo pareció así entonces, sentados en la habitación contigua a la de aquel espantoso cadáver. No nos juzguéis con severidad, pues es fácil pensar de forma lógica a plena luz del día, lejos de aquello.

– El momento de juzgar llegará cuando se aclaren los hechos. Proseguid.

– Regresamos a la abadía antes del amanecer.

– ¿No os preocupaba que el posadero diera la voz de alarma y pensara que, por haber huido, estuvierais implicados en el crimen?

– Dejamos dinero para pagar el cuarto, y nos aseguramos de cerrar la puerta del de Canair con la esperanza de que no descubrieran el crimen hasta después de salir el sol. Creíamos que todos dormían, pero al salir vimos al tabernero cargando un carro a la luz de unas antorchas. No nos vio. Regresamos a la abadía a toda prisa y nos sentamos en el refectorio, de manera que cuando aparecieron los otros hermanos del grupo, no dudaron de que habíamos pasado la noche allí.

Fidelma se dio unos golpecitos en la nariz, sopesando los hechos. Era una historia tan complicada, que estaba segura de que el joven decía la verdad.

¿Y el resto del grupo? ¿Estaban todos en la abadía?

– Sí, todos.

– ¿Nadie sospechó que no habíais pasado la noche allí?

El hermano Guss movió la cabeza para negar, pero añadió:

– Creo que Crella desconfiaba, porque no dejaba de lanzarnos miradas asesinas.

– Así que Canair no apareció, ninguno de los dos contasteis lo sucedido a nadie, y subisteis a bordo.

El hermano Guss hizo un gesto afirmativo.

– Yo creía que todo iba bien. Muirgel se había hecho cargo del grupo y había distribuido los camarotes, como ya os dije. Se asignó uno para ella a fin de que pudiéramos reunimos más tarde. Pero Muirgel me pidió que fuera a su camarote antes incluso de zarpar. Estaba pálida y temblaba, casi enloquecida del pánico que sentía.

– ¿Y os dijo de qué tenía miedo?

– Me dijo que sabía que el asesino de sor Canair estaba a bordo -dijo, y señaló la cruz que Fidelma aún tenía en la mano-. Vio a alguien con esa cruz al cuello. Era la cruz de Canair, y nunca se la quitaba, porque había sido un regalo de su madre, según le contó a Muirgel. Muirgel juró que Canair la llevaba puesta cuando se separó del grupo para visitar a sus amigos. Sólo la persona que la mató podía habérsela arrancado luego.

– Pero ése no me parece motivo suficiente para que sor Muirgel sintiera pánico. Es evidente que reconoció a la persona que llevaba el crucifijo. Bien podría haber acudido al capitán y contárselo todo.

– ¡No! Ya os lo he dicho… estaba aterrada. Dijo que sabía por qué habían matado a Canair, y que ella sería la próxima víctima.

– ¿Le pedisteis más información?

– Lo intenté. Cuando le pregunté cómo lo sabía, citó un pasaje de la Biblia.

– ¿Cuál? -se apresuró a preguntar Fidelma-. ¿Lo recordáis?

– Era algo como esto:

Ponme como un sello sobre tu corazón,

Ponme en tu brazo como sello.

Que es fuerte el amor como la muerte

Y son, como el «seol», duros los celos.

Son sus dardos saetas encendidas, Son llamas de Yaveh.

Fidelma preguntó con aire pensativo:

– ¿Os explicó Muirgel a qué aludía en concreto?

El hermano Guss se sonrojó.

– Muirgel… Muirgel había estado con otros hombres antes de estar conmigo; no lo negaré. Me dijo que una vez ella y Canair se enamoraron del mismo hombre. Pero no añadió nada más.

– ¿Habían estado enamoradas del mismo hombre? ¿«Y son, como el "seol", duros los celos»? -suspiró Fidelma-. Hay un atisbo de lógica en todo esto, pero no mucha. ¿Estáis seguro de que no os contó nada más?

– Sólo me dijo que sabía que la persona que había matado a Canair la mataría a ella antes de acabar el viaje.

– ¿A causa de los celos?

– Sí. Muirgel me dijo que se encerraría en el camarote durante todo el día, fingiendo que se encontraba mal.

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